Rancho Las Voces: Música / Entrevista a Cecilia Bartoli
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jueves, diciembre 10, 2009

Música / Entrevista a Cecilia Bartoli

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La mezzosoprano. (Foto: Uly Martín)

C iudad Juárez, Chihuahua. 10 de diciembre 2009. (RanchoNEWS).- Aquellos seres castrados con cuerpo de hombre y voz de mujer, condenados a ser monos de feria por obra y gracia de Dios o de la moda al uso en el siglo XVIII. Todas esas criaturas que sucumbieron a la jugosa carne de un negocio como almas en pena y pasaron el resto de su vida en busca de una confusa identidad que sólo encontraban en la música, fueron un auténtico fenómeno barroco con muchas aristas presentes. Una entrevista de Jesús Ruiz Mantilla para El País:

Hoy también es tiempo de castrati, «los primeros grandes divos de este mundo». Lo dice Cecilia Bartoli, la mezzosoprano del momento, que ha dedicado su último disco, el exuberante Sacrificium, y la gira que empieza hoy en España –Barcelona, Madrid (día 12) y Murcia (15)– a desentrañar el laberinto de su voz perdida. Lo hace preguntándose algo que hasta hace poco fue tabú en el mundo de la ópera: «¿Mereció la pena su sacrificio?», se pregunta Bartoli. «Pues creo que no».

No por cruel. No por absurdo. No por fanático. Por fatuo. Si bien Haendel, Porpora, Leo, Vinci, Pergolesi, Pollarolo, Orlandini, Broschi o Vivaldi escribieron para estos fenómenos, que alcanzaban auténticas marcas aguantando el aire y la expulsión del sonido, algunas de sus piezas más excelsas, complicadas y admirables. Bartoli se ha decantado por la obra de la escuela napolitana, auténtica referencia mundial, junto con Bolonia, de la cantera castrada. Los dos lugares de donde salieron Farinelli, Caffarelli, Sinesino, Porporino, Salimbeni, Bernacchi... Niños que a los 8, 9, 10 años, pasaron por el barbero o el veterinario para ser despojados de sus atributos y sortear así, en primera instancia, el hambre como camino previo hacia la gloria. «Pienso en ellos y en su drama, que debió ser tremendo. Pero al menos triunfaron, se enriquecieron. ¿Y los que hicieron lo mismo y se quedaron por el camino? De los otros, ¿quién se acuerda?», plantea Bartoli.

¿Dónde están los castrati de hoy?

El último del que tenemos noticia fue Moreschi, que duró hasta principios del siglo XX. Hay grabaciones en Internet. Un Ave María de Schubert. Tenía una voz sufriente, una voz triste. Aquello pasó a la historia, pero hoy seguimos haciendo cosas absurdas por fanatismo, por moda. Una vez preguntaron a Riccardo Muti acerca de esto y contestó que un ejemplo de castrato en nuestros días es Michael Jackson. Yo creo que es así, que él ha sido el auténtico castrato posmoderno. Se le ve en la cara. La nariz la tenía, el resto... ¿quién sabe?

También Jackson fue un personaje trágico. ¿Se les notaba en la voz?

Convertían en música su tragedia personal. El drama de saber qué eran. En las memorias de uno de ellos, Filippo Balatri, queda muy claro. Dice que lo primero que expresaban era el dolor, aunque ninguno tuviera el valor de reconocerlo. Ni siquiera que habían sido castrados para dedicarse a la música. Todos ponían la excusa de que había sido un perro, o que se cayeron del caballo, como Farinelli. Balatri me impresiona cuando comenta: «Nunca tendré la satisfacción de que alguien me llame padre».

Pero los que triunfaban, tampoco tenían mala vida.

No, claro. Eran viajeros, inquietos, cosmopolitas, muy ricos.

¿Se puede hacer uno idea de las dificultades que superaban al estudiar bien las partituras?

Las partituras cantan. Se ve claramente la dificultad, los compases que se suceden sin apenas espacio para respirar, por la extensión en las que se las arreglaban para aguantar la pureza del sonido, para sostener el aire. Yo puedo intentarlo, pero me falta, como decirlo, lo de abajo. Se preparaban desde los 8 años hasta los 12, en escuelas especiales. Adquirían técnica, expresividad y buena educación, cultura. Sobre todo, comida asegurada. Era el modo de escapar de la pobreza.

Y para alimentar un buen negocio.

Desde luego. Un negocio sobre el que se ha desplegado una gran hipocresía. Nadie habla de la tragedia, todo el mundo destaca siempre la maravilla, en el nombre del arte, de la música.

¿La Iglesia lo toleraba?

La posición de la Iglesia es de un cinismo total. De un lado prohíbe la castración y de otro los mete en el coro de la Capilla Sixtina. Pero es que tampoco dejaba cantar a las mujeres, lo que alentaba el negocio de los castrados. A ello dediqué mi anterior disco, Opera Proibita.

De entre todos ellos, ¿quién le ha llegado más adentro?

Cada uno tenía una particularidad. Salimbeni poseía una calidad en la línea, era el Dios del fraseo. Caffarelli era insoportable, una auténtica castra diva. Pero tenía unos registros larguísimos. Farinelli contaba con la facilidad del registro y superaba todas las tesituras. Era como un violín, escucharle debía ser monstruoso. Para contrarrestar esto le pedía a su hermano, Riccardo Broschi, que le escribiera arias lentas y sentidas en las que alcanzar la profundidad del sentimiento frente a lo funambulesco. Además, era una gran persona. Aquí lo saben, pasó parte de su vida en España.

En la corte de Felipe V y Fernando VII. Fue discreto, inteligente, cabal... Nadie hablaba mal de él. Fue quien introdujo la ópera italiana en la corte española y no tiene ni una calle, ni una estatua en Madrid.

¿No me diga? Encima, como no hay herederos que lo reivindiquen... Lo tiene difícil. Pueden aprovechar ahora, con tanta obra como están haciendo en la ciudad y después de esa duda que tienen sobre dónde recolocar la estatua de Colón para hacerle un hueco.

¿Quedan todavía muchas leyendas castradas por enterrar?

Demasiadas. Haciendo este trabajo, me he planteado por qué no se hacía con las mujeres. Creo que hay una respuesta. A los niños había que castrarlos a partir de los ocho años, una edad en la que es fácil manipularles. Pero en el caso de una niña, habría que hacerlo a los 12 o 14, y ahí es más difícil que se conformen con según qué cosas. Luego está el asunto sexual. Para ellos debía ser tan frustrante que por eso exageraban y contaban hazañas. ¡Hala! ¡Venga! Que podían hacerlo hasta cinco horas sin parar ni dejar rastro, claro. Además, los maridos engañados no tenían manera de enterarse.


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