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Nebrija, autor de la primera gramática española (1492) (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 11 de diciembre de 2009. (RanchoNEWS).- La revista El Cultural publica hoy el siguiente artículo de Ricardo Senebre:
Desde 1931 ha habido varios intentos de renovar la Gramática, todos frustrados. La de Salvador Fernández Ramírez quedó truncada con el Esbozo de 1956, y la excelente de Emilio Alarcos Llorach no obtuvo la aceptación suficiente para ser publicada como texto institucional y apareció a nombre del autor en 1994. El auge sucesivo de diversas modas y corrientes lingüísticas durante el último medio siglo –estructuralismo de distintos enfoques, funcionalismo, generativismo, etc.– hacía problemática la adopción de cualquiera de ellas para abordar una obra como ésta, que debe mantener un equilibrio entre su faceta descriptiva y su carácter inevitablemente normativo.
No disponíamos de una Gramática extensa, capaz de recoger todos los mecanismos y posibilidades combinatorias de la lengua –la Gramática española de Salvador Fernández Ramírez (1951) había quedado reducida al primer tomo de los cuatro previstos–, en la línea de la francesa de Damourette y Pichon, con algunos toques a la manera de Le bon usage, de Maurice Grevisse. De cualquier modo, no sería éste el modelo adecuado, porque las estructuras morfosintácticas del francés tienen una rigidez fácil de reducir a reglas que el español, con su constelación de variantes posibles, no tolera. El afán de abarcar la descripción completa del español de España y América es el mayor mérito de esta Gramática, y se traduce en su extraordinaria extensión, que hace en algunos momentos complicado su manejo, con inevitables reiteraciones en lugares distintos y remisiones que obligan a saltos continuos. Si, por ejemplo, en la pág. 1.970 surge inesperadamente la denominación «verbos inacusativos», se remite, para su aclaración, a un párrafo situado en la página 3.052.
Los dos volúmenes recogen la morfología y la sintaxis, y se anuncia otro con la fonética y la fonología. Una lista de «autoridades» o escritores y textos consultados, así como un extenso e imprescindible índice de materias, completan la obra. En la presencia de las «autoridades» se perciben notables desequilibrios. Así, Ortega y Gasset o Azorín tienen el mismo número de obras consultadas que Felipe Trigo, y menos títulos –lo que resulta aún más incomprensible– que escritores como José Donoso, Fernando Savater, Mujica Láinez, Benedetti o Vázquez Figueroa. Por otra parte, no figuran escritores actuales caracterizados por sus intentos de innovación idiomática, entre ellos Luis Martín-Santos, Isaac Montero, Ramón Buenaventura, Montero Glez o Hidalgo Bayal (como se verá, este hecho no deja de tener consecuencias). En cuanto a la faceta normativa –esencial en cualquier gramática académica–, se diluye en demasiadas ocasiones. En 43.6a se menciona el dequeísmo como «uso incorrecto de la secuencia de que en las subordinadas sustantivas», pero luego se habla –sin condenarlas– de «construcciones dequeístas» (33.2k), «hablantes dequeístas» (43.6d) y hasta de «variante dequeísta» (47.10s) en la locución «a menos (de) que». Pero sólo «se recomienda usar en su lugar a menos que». No parece ésta la actitud normativa esperable. ¿No sería más adecuado proscribir en vez de recomendar? ¿Acaso señalar como tal una incorrección flagrante es «políticamente incorrecto»? En la misma línea (16.9f) se citan ejemplos de leísmo como «a Julieta no le vi ayer» y «he comprado un cuadro pero aún no le he colgado», y «se recomienda evitar las dos opciones», actitud pusilánime cuando lo que el lector busca es una postura tajante, porque la Academia es notario, pero también juez. ¿Se hallan sus normas afectadas por el virus del temor a mostrar autoridad? Todo lo que se dice de las construcciones loístas es que «están fuertemente desprestigiadas» (16.10k). Lo cierto es que ante usos como «lo di una bofetada» no caben paños calientes, sino vetos firmes. Esta actitud un tanto elusiva, tolerante y ambigua presidía ya la última Ortografía académica, que dejaba al criterio de cada hablante la acentuación de numerosas palabras, y también en el llamado –con desmedido énfasis– xxxxDiccionario panhispánico de dudas, donde la vacilación entre dos formas se resuelve a menudo dando las dos por válidas. Aquí sucede algo análogo cuando se aceptan por igual los plurales dobles (frenesís / frenesíes, rubís / rubíes, jabalís / jabalíes, israelís / israelíes), incluso en formas insólitas (tunecís / tunecíes, cuando el uso se inclina claramente por tunecinos).
Evitando acertadamente separarse demasiado de la terminología tradicional –salvo en contadas excepciones (conceptos como tema, rema, tópico, foco, inacusativo)–, los redactores han acumulado y clasificado más materiales que cualquier Gramática académica precedente –mérito indiscutible de la obra–, que podrían haberse completado con un uso más eficaz de las «autoridades». En el extenso inventario de sufijos, por ejemplo, que supera a todos los existentes e introduce a veces finas observaciones semánticas, una lectura más detenida de Ortega hubiera proporcionado derivaciones con -ificar (frasificar, melificar, nulificar, orificar, versificar, verbificar), -izar (acrobatizar, babelizar, calamizar, frenetizar, heroizar, mayusculizar, virginizar), -ecer (envaguecer, madurecer –que ya recogió Alonso de Palencia–, podrecer, verdecer), -nte (desnucante, filosofante, futurizante, querulante, tragediante –utilizado también por Valle-Inclán–),-izo (apartadizo, escondidizo, invernizo, mudadizo, usadizo, etc.) y otros muchos sufijos. La posibilidad de formaciones superlativas en -ísimo sería más evidente si se tuvieran en cuenta pasajes como éste, de J. Alviz: «¿Militancias yo? [?] estás idísima». Y convendría matizar algunas afirmaciones. No se indica que el sufijo -ales proporciona con frecuencia un matiz atenuador, como se advierte en este caso –no recogido–, de una tonadilla de los años 20 titulada El amor y el vitriolo: «Es Bartolo tan chulillo / que parece un bartolillo, / y 'cocotes' y furciales / se lo rifan por frescales». En 7.3i se afirma que tiniebla exige, por su origen latino, la derivación tenebroso, olvidando un tenebloso acuñado por César Vallejo. Sorprende que no se citen formaciones deverbales jocosas como apoquinen, chupen, endiñen, espabilen, jubilen y otras análogas, frecuentes como sustantivos en obras de Arniches y otros saineteros de comienzos del XX; o que no se insista en el carácter despectivo de formaciones con -alla, con vocablos como clerigalla, gentualla (presente en D. Ramón de la Cruz) o antigualla. Para los diminutivos en -ito (9.4) podría añadirse una forma como mejorito, viva en algunas regiones. Y en 9.6h cabe la adición de chorruelo, con testimonios literarios. Para el fenómeno de la parasíntesis no verbal, Martín-Santos hubiera aportado ejemplos magnos, como las «churumbeliportantes faraonas» (gitanas con niños en brazos), y Buenaventura creaciones como «emblablarrada explicación» o «listas de vendemases», jocosa forma de traducir bestseller.
Muchas otras observaciones que aquí es imposible resumir suscita esta densa obra. En el caso de la construcción «acostumbrar (a) + infinitivo», los usos sin preposición recogidos (Nebrija, Rojas, Osuna, Clarín, Galdós, a los que habría que añadir algún buen escritor actual, como Aramburu –no presente entre las «autoridades»–, indican claramente que la preposición es espuria, y que los dos pasajes citados con preposición son más que dudosos. En estas frases, el régimen de acostumbrar –y el significado– es el mismo que el de soler: «Acostumbro pasear todas las tardes». Es inevitable que tantas páginas de doctrina gramatical susciten dudas y desacuerdos. Pero el espacio disponible no da para más.
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