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Michael Haneke da instrucciones a Emmanuelle Riva y a Jean-Louis Trintignant en el rodaje de Amor. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 11 de enero de 2013. (RanchoNEWS).-En la entrevista que le hizo Guillermo Cabrera Infante, o su alter ego G. Caín, a Anthony Mann en 1958, publicada en la revista Carteles, el cineasta definía a Ernst Lubitsch como «un director que sabía exactamente dónde situar la cámara». Y añadía: «Para un director de cine colocar la cámara es como encontrar la palabra justa un escritor». Algo parecido podría decirse del austriaco Michael Haneke, cineasta que parece definir su identidad estilística en la precisión. A los pocos minutos de metraje de Amor, la posición de la cámara de Haneke logra no sólo hacer inteligible la arquitectura del confortable piso donde vive el matrimonio protagonista –dos ancianos profesores de música–, sino también extraer todo el potencial dinámico y narrativo del movimiento de sus personajes sobre ese espacio… Dos notas que empezarán a extraviarse entre los renglones de una partitura limpia que, poco a poco, les irá resultando laberíntica, indescifrable. Una nota de Jordi Costa para El País:
Colocar la cámara en el lugar preciso quizá no sea suficiente para acreditar la grandeza de un cineasta. Hay otro factor muy importante en este Amor que el espectador ya no podrá quitarse jamás de encima –hasta ese punto este último trabajo de Haneke apela, incomoda, provoca y desafía a todos–: la voluntad de arriesgarse, de seguir siendo fiel a una poética, pero adentrándose en territorios inéditos. Haneke nunca había hablado antes –o, por lo menos, no así, no como aquí– del sentimiento. Amor encuentra su mejor síntesis en otro ejercicio de precisión: un plano y un contraplano. La mirada perpleja de quien se asoma a un abismo inesperado al sujetar el rostro del objeto de sus afectos. La mirada extraviada, vaciada de identidad, de Emmanuelle Riva, bloqueando por primera vez, en la más temprana intuición de la catástrofe, toda posibilidad de comunicación y reconocimiento.
En Amor, un viejo matrimonio se enfrenta a la lenta, pero imparable enfermedad terminal de uno de sus miembros. La devastación del tiempo sobre el cuerpo y la identidad no es el único centro del discurso: la traumática negociación del afecto por parte del personaje encarnado por Jean-Louis Trintignant pulsa las notas más conmovedoras y, en ocasiones, agresivas del conjunto. Ante el cuerpo convaleciente de su esposa, el personaje de Trintignant rememora una película que vio en su infancia –quizá desvelando cómo le gustaría a Haneke que su Amor fuese recordado por un espectador aún incapaz de enfrentarse a todas sus cargas de profundidad– y habla de los sentimientos enfrentados tras asistir a un funeral. Pese a la mirada cartesiana de Haneke, Amor no es una película de certidumbres, sino todo lo contrario: no hay una sola respuesta posible, ninguna respuesta es fácil… al igual que esa bofetada que puntúa un momento clave y que inmediatamente es matizada por una eclosión de culpa.
Amor es puro Haneke, pero, al mismo tiempo, es algo que el austriaco no había hecho nunca: una película humanísima, sin autoengaños, ni infecciones sentimentales. Una obra mayor y… problemática.
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