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El escritor lleva vendidos 25 millones de ejemplares de sus obras en todo el mundo. (Foto: Sandra Cartasso)
C iudad Juárez, Chihuahua, 20 de enero 2012. (RanchoNEWS).- Los dedos de la mano izquierda de El Principito de mirada huidiza no apuntan hacia los millones de estrellas que iluminan la bóveda celeste. Si pudiera, Marc Levy, el autor francés que lleva vendidos 25 millones de ejemplares de sus obras en todo el mundo, escrutaría el cielo. Aunque la tarde declina en el hotel de Recoleta, aún se perciben los últimos embates del sol. «Uno nunca se deshace del todo de sus recuerdos de infancia. Te persiguen como fantasmas, acosándote sin parar en tu vida adulta. En traje de chaqueta, con bata de científico o disfrazado de payaso, el niño que has sido permanece siempre dentro de ti», dice Adrian, astrofísico inglés, taciturno y solitario, que pronto regresará a Londres tras un accidente en la base espacial chilena de Atacama (Chile), donde trabaja. Keira, una apasionada arqueóloga francesa, vuelve a París con una enigmática piedra negra –luego de abandonar la investigación que realizaba en el valle africano del Olmo– y con la certeza de que por ahora no tendrá hijos. Los protagonistas de El primer día (Planeta), la saga de Levy que se completará en abril cuando llegue al país la segunda parte, La primera noche, persiguen desde el comienzo de la novela un puñado de menudos interrogantes en torno del origen del hombre y del universo.
Los dedos del Principito se repliegan en un puño como si atraparan un misterio en el aire. «Muchas personas escribimos porque podemos con nuestra mano, con nuestra letra y palabra, plantear lo que no podríamos decir a viva voz», cuenta el escritor francés a Silvina Friera para Página/12.
En el prólogo de El primer día señala que «la humildad más sincera para un científico es aceptar que nada es imposible». ¿Cuál sería la humildad más sincera para un escritor? ¿Se parecen, en este sentido, un científico y un escritor?
Sí, absolutamente. Lo más verdadero para el escritor es no mirarse a sí mismo y sólo mirar lo que está contando.
¿Cuánto hay del niño que fue usted en Adrian, ese astrofísico tan melancólico?
Yo creo que mucho. Adrian ha perseguido su sueño de infancia y está intentando también cicatrizar sus heridas. Él está lidiando con un sueño en un mundo donde soñar puede interpretarse como ingenuo, naïf. Adrian está luchando contra ese ser mayor que le dice que su sueño es imposible que se haga realidad. Yo me he hecho las mismas preguntas sobre el principio del universo. Cuando pregunté en la escuela dónde empieza el alba, como cuento en el prólogo, todos se echaron a reír. Pasé mi niñez mirando las estrellas y preguntándome cuál de todas fue la primera. Yo era como El Principito: creía que cada uno de mis mejores amigos vivía en su propio asteroide (risas).
Las preguntas sobre el universo y el origen del hombre quizá no tengan respuestas suficientemente satisfactorias. Da la impresión de que sigue habiendo muchos misterios. ¿Qué piensa usted?
Las cosas han cambiado, especialmente a partir de que hemos sido capaces de mirar más allá de nuestras narices. Lo que sabemos hoy por hoy es que existen menos probabilidades de que estemos solos. A ciencia cierta, hay diferentes formas de vida en el universo. El universo ya no es un espacio vacío, ahora está lleno de muchas formas diversas. No quiero entrar en una explicación científica, pero el hecho de que hayamos detectado formas de vida en la cola de un cometa muestra que esa vida viaja por el universo. Sé que llama la atención y que es muy osado; pero lo peor que te puede pasar es llevar el peso de creer que estás solo en esta vida. Es un peso enorme...
Como si el peso de esa soledad se desplomara súbitamente sobre sus espaldas, Levy se inclina sin perder la elegancia y tamborilea los dedos sobre la mesa. El escritor que completa sus silencios con una sonrisa nació en Boulogne-Billancourt, en 1961. Antes de la metamorfosis que lo transformó en el autor más leído de Francia, ingresó a los 18 años a la Cruz Roja como socorrista. El giro vital de ciento ochenta grados lo dio cuando se animó a escribirle un libro a su hijo. La convicción de que no estaba dando un mal paso llegó de la mano de su primera novela, Ojalá fuera cierto, en 2000. «Como no pude ser médico, me fui a la Cruz Roja –recuerda–. Lo que hice en la Cruz Roja no es nada comparado con lo que hizo la Cruz Roja por mí. Cuando era adolescente, buscaba mi identidad y creía que me llegaría de repente. En un mundo donde hay 6000 millones de personas es como creer en Santa Claus, ¿no? Nadie te a va decir: ‘ésta es tu identidad’. Cuando haces algo por alguien, te sientes partícipe del mundo. Si le das alimento a un nene que no ha comido durante tres días, en ese preciso instante descubres que eres una mano que alimenta a un niño. Darte cuenta a los 18 años de esta cuestión es muy fuerte; todos tus problemas se relativizan y ya no te sientes inútil, ¿entiendes?»
Claro, pero habrá sido un cambio muy radical trabajar con y para los otros respecto de escribir, que es un oficio más solitario y egoísta.
Es cierto: no puedes trabajar solo en la Cruz Roja; hay que hacerlo en equipo. Cuando participas de una organización humanitaria, no dispones de un segundo para mirarte a ti mismo, siempre estás mirando a los demás. Esa experiencia fue una escuela diaria de humildad. Cuando se producía un éxito en el equipo, lo que sentía era algo sobrecogedor que me hacía ver las cosas con otro prisma. Sin embargo, cuando escribes también tienes que preocuparte por mirar a los demás. Si dices «Lucía estaba triste», no has hecho bien tu trabajo como escritor, porque el trabajo del escritor es decir qué es lo que tiene que hacer Lucía para que el lector perciba esa tristeza. La escritura llegó a mi vida pasito a pasito, no fue tan radical. A los 17 años escribí mi primer manuscrito y el único lector que tuve fue el tacho de basura (risas). Pero ahí descubrí el poder de contar una historia y me dije que era un buen trabajo. Muchos años después llevé a mi hijo mayor, que entonces tenía cinco años, a un teatro de marionetas. El escritor es como el marionetista que está escondido detrás del retablo: le da vida al muñeco y todos, del más grande al más chico, se la creen.
¿Y usted se la cree? No por las historias, sino por el hecho de que lleva vendidos 25 millones de ejemplares.
No sé qué significa vender 25 millones de libros. Cada libro es una página en blanco cuando lo empiezo; un trabajo de artesano que hago solo y con mucha humildad. Si descubriera la vacuna para salvar a 25 millones de personas, me subiría al ego. Pero yo simplemente cuento historias.
Los personajes de El primer día son muy vitales, pero también muy melancólicos. ¿Cómo explica esa melancolía?
La mayoría de mis personajes, incluso si no lo admiten, están solos. La melancolía es un estado de fragilidad que nos abre una ventana para observar lo que es la humanidad de una persona. Hay muchas acepciones para la melancolía. En un sentido literal y literario, es el estado de depresión más avanzado; pero cuando hablamos sobre la melancolía pensamos que es una forma de apatía. La melancolía duele. Si mantenemos la acepción poética, el segundo en el que te enamoraste, ¿no te parece un estado melancólico? En ese segundo se desmorona tu coraza. En el momento en que la persona más fuerte que conozcas se enamora, se convierte en el más débil del mundo. Si fuera fotógrafo, ése sería el momento de hacer click (risas).
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