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Un momento del concierto en el Carnegie Hall de Nueva York. (Foto:Jack Vartoogian)
C iudad Juárez, Chihuahua, 23 de enero 2012. (RanchoNEWS).- Hace 34 años el Carnegie Hall se convirtió en el escenario de un reencuentro tan emotivo como espectacular: el pianista Bebo Valdés, huido de Cuba en los años sesenta, se reencontraba con su hijo, el también pianista Chucho Valdés. La legendaria banda de este último, Irakere, debutaba en Nueva York, pero para los Valdés aquel reencuentro iba más allá de la música: buscaba cerrar heridas con las que aún hoy, muchas otras familias de cubanos podrían identificarse. Una nota de Barbara Celis para El País:
En Nueva York y en la vecina Nueva Jersey viven muchas de esas familias rotas, y cuando se anuncia la llegada de un músico cubano a la ciudad, de alguna manera la metáfora del reencuentro se repite y la entrega es absoluta. El pasado sábado, Chucho Valdés, que no pisaba el Carnegie Hall desde aquel concierto histórico, aparecía sobre su escenario con un elegante traje de terciopelo azul, sus manos prodigiosas y una inmensa sonrisa. Entró solo, provocando una larga ovación en un auditorio abarrotado de cubanos pero también de amantes del latin jazz, atraídos además, como se demostraría después, por la presencia de Concha Buika, en su debut en el Carnegie Hall como artista invitada y por la nueva banda del pianista, The Afro-cuban Messengers.
Valdés, de 70 años, abría el concierto experimentando con la música de uno de sus ídolos, Duke Ellington, cuyos clásicos sazonó con un toque afrolatino que calentó motores para lo que vendría después. Su banda, con la que el pasado año ganó el Grammy al mejor disco de Jazz Latino por Chucho step’s, entró en el escenario poco después, inundando el aire con el ritmo frenético de sus dos percusionistas, el mago Yaroldi Abreu y el alquimista Dreiser Durruthy, por no hablar del batería-hechicero Juan Carlos Rojas Castro, o el bajista-prestidigitador, Lazaro Rivero, que juntos hacen latir el corazón rítmico de la banda como si se tratara del de dos adolescentes enamorados, pero sabios.
El talento de la trompeta (Reinaldo Melian) y el saxofón (Carlos Manuel Miyares) también se unieron en temas como Begin to be good o el Mambo de Zawinul, de su último disco, para después dar paso a Concha Buika, esa mujer-vendaval de energía contagiosa y voz de seda quebrada a la que los neoyorquinos se entregaron con el mismo entusiasmo que ante Chucho Valdés. Es más, tras irrumpir en el escenario descalza y arrebatar con dos canciones, su retirada, impuesta por el guion del concierto –ella era sólo la invitada– no fue bien recibida y el público hizo mucho ruido para que regresara. Un sorprendido Chucho tuvo que intervenir –«No se preocupen que volverá»– y como para dejar constancia de que aquel era, sobre todo, su concierto, se lanzó a tocar en solitario un blues desnudo, sin adornos, la escala pentatónica, un puñado de acordes y sus virtuosos dedos. Pero por algo se trata de uno de los mejores pianistas del mundo: el público olvidaba de inmediato a Buika para rendirse ante un maestro que es capaz de transformar el blues más elemental en una obra de arte.
La cantante española regresó para cantar en los bises El andariego, y una vez más el público quiso que se quedara. No hubo forma, el concierto lo cerró otro solo de Valdés, esta vez un recorrido atrevido y colorista a través de la obra de Gershwin combinada con clásicos cubanos. Y naturalmente, espectacular.
Al finalizar el concierto, en los camerinos, decenas de personas se acercaban al maestro para darle las gracias o la enhorabuena, y él, con su impresionante estatura, y un vaso de champán en la mano, recibía los halagos y el cariño de otros músicos de la ciudad con la satisfacción en el rostro del trabajo bien hecho. «Hace 34 años que no tocaba aquí. Supongo que soy la misma persona que entonces, pero con más experiencia, más trabajo a mis espaldas y espero, mejor músico», comentaba a El País Buika, siempre con su generosa sonrisa dibujada en la cara, se declaraba «feliz» de haber actuado por primera vez en el Carnegie Hall, ese lugar que Valdés definió como «un templo único». La cantante, en una de esas frases tan suyas que desarman, apuntilló: «Todo lugar en el que haya gente escuchando es un templo. Da igual cómo se llame y da igual donde esté».
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