enero del 2003
Para Kyle Dawson
blancos, rosados, o coral pálido,
no lo sé...
frescos, enlatados, o congelados,
estaría adivinando...
medianos, grandes, o gigantes,
no arriesgaré…
pelados o de cola crujiente,
imaginemos...
no los vi...
frescos del Golfo o rancios de tres días,
no me atrevo,
pues no los olí...
suaves como sesos de ternera, elásticos como suela de huarache, o al dente,
sería conjetura,
pues no los probé.
Y la salsa
¿fue catsup del súper con rábano picante,
clásica de Julia Child,
o nouveau mango del Caribe?
¿Reposaron sobre una colcha verde
en una copa de cristal?
¿Los apuñaló con tenedor de plata,
como me alanceó a mí con la mirada?
¿Se recostaron sobre una cama de hielo triturado
en un recipiente festivo,
presumiendo palillos con volantes,
miniaturas de las banderillas
que ella quisiera ver clavadas en mi cuello?
¿Escogió su suegra estilo mexicano
con ceviche al limón
o japonés
con exótico sashimi?
Lo único que sé
es que los camarones
que no comí
fueron la gota que derramó para mi hija
la cisterna.
Fueron el colmo
de la vergüenza
que siente por su madre.
Ella no habla de ellos ni de mí.
Era el primero del año
y la tribu se reunió en casa de sus suegros
para celebrar el cumpleaños del padre
y la aurora del Siglo Americano.
Una buena familia americana
vería la pateada de la enlodada pelota
y apoyaría a los soldados que iban a la guerra
que mostraría a los brutos extranjeros
la resolución inquebrantable de los americanos.
Con mi débil imaginación
en ayunas de esteroides,
yo sólo podía imaginar
pequeños cuerpos destrozados,
veteranos de un ojo,
odios que se siembran una y otra vez.
Tres meses antes de la guerra,
yo sólo podía llorar
por el hijo de mi hija,
el de once años,
quien en unos años más
lucharía en otro desierto.
Lloré por su hijo de cuatro años,
por el de un año.
Su patriótica familia
pronto les pediría
que demostraran su contoneante virilidad
en una guerra más
en algún lugar de la tierra
o de la Vía Láctea.
Yo no podía empezar el nuevo año
vitoreando la pelota de testosterona,
el torneo para vindicar al padre,
escuchando los hosannas por las bombas
de los americanos
que se envuelven en su bandera.
Ella dijo que su suegra había limpiado,
sólo para mí,
y yo no fui.
Preparó camarones,
sólo para mí,
y yo no fui.
Yo no vi, olí, ni probé
los camarones.
Y fueron los camarones los que derramaron
el pantano de vergüenza que mi hija siente,
la vergüenza purulenta que siente por su madre
que no viste de color beige,
ni va a misa,
ni le echa porras a la guerra.
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