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Caravaggio y Quevedo se retan al tenis en el último Herralde de novela. (Foto: María Teresa Slanzi)
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iudad Juárez, Chihuahua. 4 de noviembre de 2013. (RanchoNEWS).- Un partido de tenis en la Roma de 1599, como sucedáneo de un duelo de honor, entre Caravaggio y Quevedo, con una pelota hecha, como todas las mejores de entonces, con pelo humano. Bajo ese sorprendente escenario –sólo parcialmente imaginado—y en los tres sets que dura el juego ubica el escritor Álvaro Enrigue (México, 1969) Muerte súbita, con la que ha obtenido los 18.000 euros de un 31º premio Herralde de novela que ha registrado la participación más alta de la historia del galardón: 476 originales. Una nota de Carles Geli para El País:
«Es de los mejores galardones que hemos dado; es una novela singular, arriesgadísima», asegura Jorge Herralde, el veterano editor de Anagrama, que publicará el libro a mediados de noviembre. Y a fe que es así. Lo que parece una gracia de salto en el tiempo y una chocante referencia deportiva lo es menos de lo que parece. El mundo de un siglo XVI a tocar del XVII se ha vuelto repentinamente enorme (la incesante conquista de la recién descubierta América), diverso e incomprensible (ahí irá Newton con la teoría de la gravedad), sensaciones que son hoy de inquietante actualidad por otros motivos. «La novela está escrita con la rabia de lo que está pasando en el mundo de hoy; estoy harto de que ganen los malos y arrasen con todo y los buenos, los desaparecidos, se queden sin nada», contextualiza Enrigue.
Bajo esa premisa, en esa pista de tenis se enfrentan «dos versiones de la modernidad en el momento en que ésta estalla: por un lado, Caravaggio, con una idea del arte más cercana a Andy Warhol que a Miguel Ángel, homosexual declarado, condenado a muerte por el papado y representante más laxo de la Contrarrefoma, ante un Quevedo más estricto y marcado por la rigidez y el lastre del imperio español», ubica el autor de los elogiados relatos de Hipotermia (2005), que ya editó Anagrama.
En ese contexto, hacía tiempo que se conocía el tenis. En una demostración de cómo cambian los tiempos, Enrigue utilizó en la rueda de prensa diapositivas para ilustrar sus investigaciones sobre el tenis, palabra que descubrió que aparecería por vez primera en un texto en latín del obispo de Exeter, Edmund Lacy, en 1451, donde se amenazaba con la excomunión a quienes jugaran al «Tenys» tras un partido entre novicios con jóvenes de un pueblo que acabó no muy bien porque ese «tenys» se jugaba sin red, con cierta violencia y contacto físico y unos espectadores bajo cubierto de madera adonde durante el saque debía dirigirse el balón (lo que con el tiempo daría pie a la frase «el balón está en su tejado»).
Esa primera cita de la palabra tenis obsesionó como potencial germen novelesco a Enrigue, hoy experto en ese deporte y en la vida y milagros de Quevedo y Caravaggio. Si bien el primero no practicó el tenis («pero era un buen espadachín y esos deportes no estaban muy alejados»), Caravaggio si fue un consumado jugador y ya tuvo un duelo en 1606 que acabó con la muerte de su contrincante, Ranuccio Tomassoni, tras un tema de dinero y apuestas fruto de un partido de tenis, donde ya se habían dado antes de raquetazos.
En cualquier caso, el partido-duelo de honor de la novela desea reflejar «dos maneras de enfrentarse ante un mundo cambiante y loco, donde un mercenario francés roba las trenzas de la cabeza decapitada de Ana Bolena , donde el papa Pío IV (padre de familia y aficionado al tenis) llena de hogueras Europa y América, donde un obispo michoacano se toma al pie de la letra la Utopía de Tomás Moro y el propio Caravaggio multiplica de repente el cachet de sus obras por 10 como si de una estrella de rock de la época se tratara. Todo ello es contado en la novela a partir de un investigador del tenis en el mundo de hoy pero con una trama que desarrolla una aventura histórica que se extiende hasta el México barroco, con la caída de Tenochtitlán y la captura de Cuauhtémoc.
«El mundo se duplicó en ese lapso de tiempo, se volvió redondo a partir del comercio», metaforiza Enrigue, incómodo con la posible etiqueta de novela histórica para su Muerte súbita, donde en cambio sí admite un cierto peso del ensayo (al estilo de su no menos reconocido y reciente Valiente clase media. Dinero, letras y cursilería) y claramente deudor de ese arranque ya medio mítico de la literatura contemporánea como es el capítulo inicial de Submundo, de Don DeLillo, con una pelota de béisbol como protagonista. «Que en tiempos de fútbol perfecto, publicidad atractivísima, trastos electrónicos inimaginables sigamos escribiendo y leyendo novelas me parece fascinante. ¿Qué tipo de verdad buscamos en ellas?», se pregunta el autor de La muerte de un instalador, su primera novela, con la que obtuvo ya en 1996 el premio Joaquín Mortiz. Quizá el secreto esté, como él mismo dice, en que «a pesar de que es un género que llevamos apaleando durante este último siglo, especialmente en México, no se considera un género poco prestigiado, sigue siendo Su Majestad la novela: tiene una potestad y una libertad únicas, del que no gozan otros géneros». Él parece demostrarlo.
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