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«Soy un hereje de larga data. Siempre tuve líos. Son precios que se pagan. Es normal ¿no? Gracias a eso, no me avergüenza la cara que cada mañana afeito ante el espejo.» (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 14 de abril de 2015. (RanchoNEWS).- Sus libros acompañaron las pasiones políticas y literarias de varias generaciones. Periodista de Página/12 desde sus comienzos, el autor de Las venas abiertas de América Latina, Memoria del fuego y Los hijos de los días fue un ejemplo de coherencia y militancia. Reporta Silvina Friera para Página/12.
La tristeza gotea finito en el Río de la Plata, como la lluvia sobre los corazones de sus lectores que lo lloran y ya lo extrañan. Su voz inolvidable, modulada y cautivante, tan latinoamericana como universal, fue la compañera de las pasiones políticas y literarias de muchas generaciones. El escritor y periodista uruguayo Eduardo Galeano, el hombre que escribía y hablaba como si pintara las palabras, convencido de que cada sustantivo, adjetivo y verbo que utilizaba podían acariciar el alma del otro, murió ayer a los 74 años en Montevideo, a causa de un cáncer de pulmón. El duelo se extiende a lo largo y ancho del mundo, comenzando por el mítico Café Brasilero, un boliche ubicado en la Ciudad Vieja que era como el segundo hogar del autor de Las venas abiertas de América latina, donde cada tarde se tomaba un café con Dios, el apellido de una radiante andaluza de nombre Alba Marina que suele atender las mesas del bar. «Cuando sea incapaz de pensar, sólo quiero que me ayuden a morir con dignidad –expresó hace dos años en una entrevista–. ¿Qué es lo que yo le pediría al tiempo? Eso, que me permita morir con dignidad.» El único consuelo que asoma en el horizonte próximo son dos libros póstumos: Mujeres, una antología de sus relatos, seleccionada por el propio Galeano, dedicados a personajes femeninos –Sherezade, Teresa de Avila, Rigoberta Menchú, Marilyn Monroe y protagonistas anónimas como las guerreras de la revolución mexicana o las luchadoras de la Comuna de París–, que se publicará el 1° de mayo. El otro libro, aún sin fecha de edición, lo llamó El cazador de historias, pero luego propuso otro título, comenta Carlos Díaz de la editorial Siglo XXI a Página/12.
El peor pecado es encasillar a un eximio narrador y cronista tan esquivo a los muros genéricos como a las etiquetas. El mismo solía aclarar cómo se hizo escritor: «Había nacido gritando gol, como todos los bebés uruguayos, y quiso jugar al fútbol. Fue un mamarracho. / Después, quiso ser santo. Peor. / Intentó dibujar, y pintar, pero nunca consiguió nada digno de ser mirado. / Cuando se convenció de que era un inútil total, se hizo escritor. / Cada día camina por la costa de Montevideo, donde nació y creció, y ella, la costa, lo camina, caminante caminado, y en esos lentos ires y venires van y vienen las palabras que le caminan adentro. / Lo grave es que las deja salir». Su escritura periodística y literaria, difíciles de escindir, están impregnadas de una profunda fe en la condición humana. Eduardo Germán Hughes Galeano nació en Montevideo el 3 de septiembre de 1940 en el seno de una familia de clase alta y católica de ascendencia italiana, española, galesa y alemana. De su madre Licia Ester Galeano Muñoz tomó prestado el apellido para firmar como periodista y escritor. Cuando era chico fue muy creyente, muy místico. «Eso es como la borra en el fondo del vaso del vino, te queda para siempre. No es una cosa que se va; se transfigura, cambia de nombre. En el fondo, uno busca a Dios en los demás. O en la naturaleza, entendida como una bella energía del mundo, que es a la vez terrible y hermosa. ¿Dónde está aquel Dios que tuve de chico y un día se me cayó por un agujerito del bolsillo y nunca más lo encontré? Después supe que lo estaba llamando por otros nombres.» Superado el trance místico de la infancia, irrumpió el adolescente que garabateaba dibujos y aspiraba a convertirse en una suerte de Picasso rioplatense. Publicó sus primeras caricaturas para El Sol, un semanario socialista de Uruguay, con el seudónimo de Gius. Su itinerario periodístico empezó a principios de 1960 como editor del semanario Marcha y luego como director del diario Época. Estuvo en Puerta de Hierro y conoció a Juan Domingo Perón. Cuando el uruguayo le preguntó por qué no se mostraba en público más seguido, Perón le contestó con una definición típica de la picaresca peronista: «El prestigio de Dios está en que se hace ver muy poco». Al final de su exilio se sumó a la aventura de Página/12 desde el comienzo y la acompañó hasta ayer, a lo largo de casi 28 años.
Tenía 31 años cuando publicó su obra más famosa, Las venas abiertas de América Latina, en 1971, que sería prohibida por las dictaduras militares de Uruguay, Brasil, Chile y Argentina. «Uno siempre siente orgullo de sus hijos pero a veces los querés agarrar del cuello –reflexionaba el autor uruguayo–. Para mí es una satisfacción enorme haber escrito un libro que sobrevivió a más de una generación y que sigue estando vigente, pero a la vez me genera una enorme tristeza porque el mundo no ha cambiado nada. Para mí sería mejor que ese libro estuviera en un museo de antropología junto a las momias egipcias, pero no es así. La gente, no toda pero mucha, me identifica con ese libro y eso es como si me invitaran a morir. Es como si no hubiese escrito nada más desde la década de 1970. Y no es así, después de eso escribí mucho y cambié mucho. Pero, bueno, es un libro que corrió con distintas suertes: perdió el concurso de Casa de las Américas, la primera edición nadie la compraba y así anduvo más de un año. Todo hasta que la dictadura militar me hizo el inmenso favor de prohibirlo, y no hay mejor publicidad que la prohibición.»
Muchos no olvidarán cuando en la Cumbre de las Américas, en 2009, el entonces presidente venezolano Hugo Chávez le regaló al presidente de Estados Unidos, Barack Obama, un ejemplar de Las venas... Hay gestos que se traducen en una estampida extraordinaria de ventas. En un solo día el libro saltó de la posición 60.280 de la lista de los títulos más vendidos en Amazon al décimo lugar. «Ni Obama ni Chávez entenderían el texto –afirmó Galeano en la Segunda Bienal del Libro en Brasilia, en abril del año pasado–. El (Chávez) se lo entregó a Obama con la mejor intención del mundo, pero le regaló a Obama un libro en un idioma que él no conoce. Entonces, fue un gesto generoso, pero un poco cruel.» Para asombro de muchos de los periodistas que lo escuchaban, agregó que no sería capaz de leer de nuevo su libro más emblemático. «Caería desmayado –confesó–. Para mí, esa prosa de la izquierda tradicional es aburridísima. Mi físico no aguantaría. Sería ingresado al hospital.»
El autor de la monumental trilogía Memoria del fuego abrazaba con su mirada cristalina. «Tuve la sensación, y además sentí, que las palabras pueden tener dedos, es decir, que tocan a quien las lee y que esa relación casi física de la palabra con el lector vibra con mucha intensidad. Esto lo siento cada vez que cruzo el charco y me reencuentro con ese país que también siento que es mío», dijo el escritor sobre su relación con Argentina, un vínculo preludiado por la dictadura uruguaya, que encarceló primero a Galeano y después lo obligó a exiliarse en Buenos Aires, donde dirigió Crisis, una emblemática revista cultural y política que llegó a vender 35 mil ejemplares. «Nosotros no sólo escribíamos para ser leídos, también tratábamos de recoger las voces de la calle y de la realidad. Mientras la revista duró sus 40 números, que por cierto dejaron una huella dentro y fuera del país, lo logramos. Fue una experiencia exitosa porque pudimos darles su espacio a las voces jamás escuchadas o rara vez escuchadas. Por eso siempre digo que discrepo con mis buenos amigos de la Teología de la Liberación cuando dicen que quieren ser la voz de los que no tienen voz. Eso no es así. Todos tenemos voz y algo que decir, algo que merece ser escuchado, celebrado o perdonado por los demás», planteaba el escritor lo que significó la experiencia de dirigir esa revista, entre mayo de 1973 y agosto de 1976, con un equipo integrado por Juan Gelman y un listado de colaboradores de primerísima línea: Haroldo Conti – «mi hermano del alma», lo llamaba Galeano–, Raúl González Tuñón, Jorge Luis Borges, Ernesto Sabato, Mario Benedetti, Ernesto Cardenal, Julio Cortázar, Roberto Fernández Retamar y Miguel Briante, entre otros.
El terror de la dictadura cívico-militar le pisó los talones en la Argentina. Su nombre figuraba en las listas negras y decidió exiliarse en Cataluña, donde escribió Días y noches de amor y de guerra, una crónica sobrecogedora del horror político de mayo de 1975 a julio de 1977, Premio Casa de las Américas 1978. «A veces, se me da por sentir que la alegría es un delito de alta traición, y que soy culpable del privilegio de seguir vivo y libre –se lee en una parte de este libro–. Entonces me hace bien recordar lo que dijo el cacique Huillca, en el Perú, hablando ante las ruinas: ‘Aquí llegaron. Rompieron hasta las piedras. Querían hacernos desaparecer. Pero no lo han conseguido, porque estamos vivos’. Y pienso que Huillca tenía razón. Estar vivos: una pequeña victoria. Estar vivos, o sea: capaces de alegría, a pesar de los adioses y los crímenes.»
Diez años de trabajo y un total de mil páginas que abarcan toda la historia de América latina vista desde el ojo de la cerradura. Esta podría ser una síntesis de la trilogía Memoria del fuego, un audaz híbrido que mixtura elementos de la poesía, la historia y el cuento, conformado por Los nacimientos (1982), Las caras y las máscaras (1984) y El siglo del viento (1986), que recibiría el American Book Award de la Universidad de Washington, además del premio otorgado por el Ministerio de Cultura de Uruguay. Una obra indispensable que vale por el oro que Colón no encontró en América. Esta trilogía funda lo que se podría denominar un estilo «galeanesco» que se aceitaría en sus siguientes libros: Patas arriba, Bocas del tiempo y Espejos. A Galeano se lo lee con pasión. No hay otro modo de respirar esa prosa pulida, esa bellísima desnudez de sus textos que cabalgan a rienda corta. Cada palabra tiene su peso, su sabor, su aroma y su música. Volvió a Montevideo en 1985 y en octubre de ese año fundó la revista Brecha.
El fútbol fue otra de sus grandes pasiones. Se declaró «messiánico», es decir, ferviente admirador y fanático de Lionel Messi. Cuando era un botija, quería ser jugador de fútbol, pero pronto descubrió que jugaba «muy bien mientras dormía». En la mochila o la biblioteca de un futbolero de estirpe no puede faltar El fútbol a sol y sombra, publicado en 1995 y reeditado y actualizado hasta 2010, en una edición que incluye el Mundial de Sudáfrica visto por el narrador uruguayo. En ese libro hay un texto de Osvaldo Soriano que Galeano consideraba «la mejor página del libro», una carta que Soriano le escribió contándole un gol imaginario de José Sanfilippo. «Ver jugar a (Lionel) Messi da placer», subrayó Galeano. «Así como (Diego) Maradona lleva la pelota atada al pie, Messi lleva la pelota dentro del pie. Lo cual es un fenómeno físico inverosímil». Parece que esta hipótesis llegó hasta el jugador del Barcelona, que le mandó una camiseta de regalo.
Su obra, traducida a más de veinte idiomas y publicada por Siglo XXI, está enhebrada a partir de un puñado de obsesiones o «manchas temáticas»: el militarismo, el racismo, el machismo y otros ismos. «Ignoramos la plenitud de la belleza que nos rodea –alertó en una entrevista en 2012 cuando se publicó Los hijos de los días y se presentó en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires–. Tenemos que recuperar el arcoíris terrestre, que para mí es lo más importante de todo, porque tiene muchos más fulgores y colores que el arcoíris celeste. El arcoíris terrestre somos todos nosotros, los humanitos, un arcoíris mutilado por el machismo, el elitismo o el militarismo, que hoy por hoy se refleja en un hecho muy concreto: el mundo está destinando tres millones de dólares por minuto a la industria militar, que es el nombre artístico de la industria de la muerte, mientras que al mismo tiempo, por minuto, mueren de hambre o de alguna enfermedad curable quince niños.»
En 2013 recibió tres distinciones: el premio A. E. Havens Center Lifetime Contribution to Critical Scholarship, de la Universidad de Wisconsin, Estados Unidos; fue condecorado con la medalla Juana Azurduy de Padilla, la máxima distinción que otorga la Universidad Andina Simón Bolívar, de Bolivia; y el Premio Alba de las Letras, un reconocimiento que al escritor le confirmó que «lo que uno escribe puede ser algo más que un desahogo solitario: palabras que se unen a otras escritas o dichas por otras manos y otras bocas, en lugares muy diversos». Además, le otorgaron el premio José María Arguedas (Casa de las Américas de Cuba), la medalla mexicana del Bicentenario de la Independencia; los premios italianos Mare Nostrum, Pellegrino Artusi y Grinzane Cavour; el premio Stig Dagerman, de Suecia; la medalla de oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid. Fue elegido primer Ciudadano Ilustre de los países del Mercosur y fue también el primer galardonado con el premio Aloa, de los editores de Dinamarca, y el primero en recibir el Cultural Freedom Prize, otorgado por la Fundación Lannan, en Estados Unidos, entre otros. «Todos tenemos algún vidrio roto en el alma, que lastima y hace sangrar, aunque sea un poquito. Entonces, al escribir, siento que puedo sacar un poco de esos vidrios fuera de mí. Al ponerlos en un papel, ya no me dañan. Ya no me hacen la vida imposible, sino que la multiplican, porque me permiten entenderme mejor con los demás», explicaba Galeano. «Creo que la literatura es comunicación o no es nada. No escribo para mí, escribo para comunicarme con otros, para llegar a otros que van a ser mis amigos, aunque no los conozca todavía.»
El escritor uruguayo se nutrió con los libros de aventuras de Emilio Salgari, se formó con la literatura de Juan Carlos Onetti y en los cafés de Montevideo, donde había narradores orales que eran «verdaderos maestros en el arte de contar una historia, de tal manera que lo que se contaba volviera a ocurrir cuando era narrado. Esta era una victoria sobre la muerte: el arte de la resurrección». Aunque Onetti tenía «fama de erizo», de ser un tipo insoportable, fue «cariñoso» con Galeano. «Quizá porque yo le aguantaba el vino: bebía unos vinos de cirrosis instantánea, y yo era de los pocos que se lo aguantaba, aunque mi hígado protestara a viva voz», comentó en una de las entrevistas incluida en Los días de Galeano, el programa que se emitió por canal Encuentro basado en su libro Los hijos de los días y que Página/12 ofreció en dos DVD. «La Revolución Cubana nació para ser diferente. Sometida a un acoso imperial incesante, sobrevivió como pudo y no como quiso. Mucho se sacrificó ese pueblo, valiente y generoso, para seguir estando de pie en un mundo lleno de agachados. Pero en el duro camino que recorrió en tantos años, la revolución ha ido perdiendo el viento de espontaneidad y de frescura que desde el principio la empujó. Lo digo con dolor. Cuba duele», escribió en la contratapa de este diario el 20 de abril de 2003, un texto crítico que produjo un vendaval de opiniones cruzadas sobre el fusilamiento de tres cubanos que intentaron secuestrar una lancha de pasajeros que brindaba servicios en la bahía de La Habana. «No me arrepiento ni de una coma de ese artículo –aseguró el uruguayo en una entrevista a la revista Sudestada–. Yo creo en la solidaridad con la Revolución Cubana desde la libertad de conciencia, no desde el deber de obediencia. O sea, yo no creo que la solidaridad con un país, con una revolución, con una persona, se practique desde la obligación de decir que sí. Desde el papagayismo, como diría don Simón Rodríguez. Creo en la libertad de conciencia, creo que uno tiene no solamente el derecho, también el deber de contradecir, de criticar, de dudar, de coincidir con lo que se coincida pero también de decir no (...). La profundización de la democracia en Cuba es un asunto de los cubanos y sólo de los cubanos. Desde siempre creo que la autodeterminación de los pueblos es sagrada. Buenas lluvias de piedras recibí, hace años, por defender la autodeterminación en Hungría, Checoslovaquia, Polonia y Afganistán, cuando ese sagrado derecho era avasallado en nombre del socialismo. Soy un hereje de larga data. Siempre tuve líos. Son precios que se pagan. Es normal ¿no? Gracias a eso, no me avergüenza la cara que cada mañana afeito ante el espejo.»
El último libro que publicó en vida, Los hijos de los días, es una suerte de almanaque literario con 366 historias breves, una para cada día del año, de un extremo a otro de los siglos y del planeta. «Todos los días tienen alguna historia que contar, que vale la pena escuchar. Yo creo, como los mayas, que somos hijos de los días, y por lo tanto estamos hechos de átomos pero también de historias», señaló en una entrevista a Radar. En la entrada correspondiente al 27 de febrero, llamada «También los bancos son mortales», se lee: «En 1995 el Banco Barings, el más antiguo de Inglaterra, cayó en bancarrota, este banco había sido el brazo financiero del imperio británico. La independencia y la deuda externa nacieron juntas en América latina. Todos nacimos debiendo». En el relato correspondiente al 9 de abril escribió: «En el año 2011, por segunda vez la población de Islandia dijo no a las órdenes del Fondo Monetario Internacional. El Fondo y la Unión Europea habían resuelto que los trescientos veinte mil habitantes de Islandia debían hacerse cargo de la bancarrota de los banqueros, y pagar sus deudas internacionales a doce mil euros por cabeza. Esta socialización al revés fue rechazada en dos plebiscitos. –Esa deuda no es nuestra deuda. ¿Por qué vamos a pagarla nosotros? En un mundo enloquecido por la crisis financiera, la pequeña isla perdida en las aguas del norte nos dio, a todos, una saludable lección de sentido común». Una de las historias que más lo impresionó, según reveló, fue una que le contó Marta Platía en Córdoba sobre un muchacho asesinado por la dictadura militar que murió sin haber hecho nunca el amor. «La escribí en siete líneas, pero fue fuerte la tentación de palabrearla», reconoció el escritor uruguayo emparentado con Gelman en su flirteo con los neologismos.
«El compromiso social no tiene nada que ver con las buenas intenciones. Toda obra de arte, toda literatura que nos ayude a ver y a vernos tiene proyección social y está comprometida aunque no lo sepa –declaró Galeano–. Se puede hablar en prosa sin saberlo, como el personaje de Molière, y muchas veces ocurre que la literatura nacida del compromiso político, que quiere dirigirse a los oprimidos del mundo, no hace más que conversar con el espejo. Franz Kafka fue el escritor que más profundamente retrató la tragedia del siglo XX, y él se hubiera reído si alguien le hubiera hablado del compromiso político. En el fondo, yo creo que ese compromiso, cuando es verdadero, no es más que un homenaje al mundito que quiere nacer desde la barriga del mundo que padecemos.» Sus palabras tocaron el cuerpo de miles de lectores. «No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores –rubricó en uno de los textos de El libro de los abrazos–. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tanta pasión que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca se enciende.» Las palabras de Galeano permanecerán en las playas de nuestra memoria como la espuma blanca que queda en la orilla cuando el agua se retira.
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