.
Valle-Inclán, enigma descifrado. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 27 de abril de 2015. (RanchoNEWS).- Alredor de sí mismo, Ramón María del Valle-Inclán levantó un puñado de leyendas confusas que acabaron por ser la biografía misma del escritor. Incluso su identidad más exacta. Muy poco de lo que en verdad sucedió en su biografía puede ser tomado como cierto, pues es más estimulante la apnea ficticia con la que se dibujó el contorno, entre la literatura y la épica. La vida no le bastó y optó por sumarse ráfagas de leyenda. Así que cualquier ejercicio de fe sobre lo que Valle se asesta termina siendo un ejercicio crepuscular. Informa Antonio Lucas desde Madrid para El Mundo.
Es uno de los escritores principales de la literatura del siglo XX. Un tipo que hizo del idioma palabra bella y violenta. Pero a la vez se configuró como un personaje insólito dotado del antibiótico contra la formalidad. Hasta ahora existían unas pocas biografías más o menos biográficas sobre sus aventuras. Las primeras aparecieron poco después de su muerte (el 5 de enero de 1936, en Santiago de Compostela). Y de todas aquellas, la mejor (que no la más rigurosa) es la que le dedicó Ramón Gómez de la Serna en 1944, donde no sólo dio vuelo a las fantasías del protagonista, sino que ensanchó aún más el caudal mágico de su delirio y su contraluz. Desde entonces, ninguna lograba transparentar al personaje. Y esa misión la asumió hace 10 años el catedrático Manuel Alberca hasta dar forma a La espada y la palabra, un volumen de casi 1.000 páginas que recibió el XXVII Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias, publicado por la editorial Tusquets.
La aventura de contar a Valle-Inclán con más certeza tiene algo de aventura monumental. Detrás de su adjetivo definitivo todo son sombras. «La mayor dificultad para investigar en su vida es que él empeñó tanto entusiasmo en escribir de sus cosas como en borrar sus huellas», sostiene el biógrafo. «Construyó con calculada estrategia e hizo un retrato de sí mismo repartido entre la invención, la leyenda y el humor. A cualquiera que se acerque a él le obliga a calibrar continuamente los datos de su vida que él facilita. Todo sostenido en mentiras y medias verdades. Como escritor no permite una identificación sencilla. La relación entre la verdad de su existencia y la potencia de su obra tiene mucha distancia».
Valle-Inclán comenzó por meterle mano a su partida de nacimiento. Unos días había nacido en la Puebla do Caramiñal. Otros en Vilanova de Arousa. Según amaneciese, también estrenó el mundo en La Puebla del Deán... El propósito era forcejear con lo real hasta hacer de la confusión prima de riesgo literaria. Y a partir de ahí, todo es humo. «Casi al final de sus días, en 1934, un redactor del diario madrileño La Voz se acercó a su casa de la plaza del Progreso en Madrid con la idea de hacerle una entrevista sobre lo que Valle-Inclán había hecho cuando tenía 20 años. Al requerimiento del periodista», relata Alberca, «contestó tajante: 'Yo no recuerdo nada de mis 20 años... Los escritores debe olvidar sus primeros 20 años. No tengo nada que contarles' ». Así atajó la pregunta que no le importaba.
Y así es todo en Valle-Inclán. Quiso ser escritor desde joven, pero lo negó. Vivió como un señorito, pero sin dinero abundante. Estudió Derecho en Santiago de Compostela, sin brillar. Ocupó los cafés de la ciudad con pasión. Dio clases de latín, por sobrevivir. Por entonces, todo es un proyecto de escritor. Escribe cuentos, publica artículos en la prensa local, pero aún está en el comienzo de los comienzos cuando en 1890 (a los 24 años de Valle) muere su padre y se libera de la condena de estudiar. Puede que ahí entrara ya a saco en la literatura. En 1896 publica en Pontevedra su primer libro, Femeninas, y ya no hay marcha atrás. Todo en Valle comienza a ser como un galope inmenso. Traía del viaje a México, en 1892, un ajuar de escritor: voces desconocidas, peleas grandilocuentes, un amago de duelo con otro redactor. Y de allí se trae barba y melena, que será su vitola de extraño en el oficio de escribidor.
«Pero el momento definitivo de Valle-Inclán es cuando se instala en Madrid», sostiene Manuel Alberca. «Entonces ya se asume su forma de ser como la de un hombre enormemente independiente», apunta el biógrafo. Un tipo de mucho nervio que no esquiva la polémica, las enemistades, el desafío y los enfrentamientos. El más destacado fue el que tuvo el 24 de julio de 1896 con el escritor Manuel Bueno en el Café Nuevo de la Montaña, que acabó con Bueno asestando un bastonazo a Valle que le provocó la amputación del brazo izquierdo. «Durante mucho tiempo se creyó que lo del brazo había sido por una herida gangrenada, pero aquí explico que el bastonazo le destrozó los huesos cúbito y radio, lo que hacía imposible operar y obligó a cortar el brazo», sostiene Alberca. Y puestos a revelar incógnitas, la biografía también apunta a la existencia de una hija no reconocida de Valle-Inclán, nacida de una relación previa a su matrimonio con la actriz Josefina Blanco (él tenía 42 y ella 28), con quien tuvo seis hijos. «Fue un padre atento, a pesar de las cosas que él decía en las tertulias. De hecho, cuando se divorcia de Josefina en 1932, se queda al cargo de algunos de ellos», explica Alberca.
Pronto se instala en Madrid, donde se hace sitio por vía de lo diferente. El paso previo al figurón que fue. La melena, la delgadez, la barba de chivo, aquel del que Rubén Darío escribió: «Tengo la sensación de que siento y que vivo/a su lado una vida más intensa y más dura. Este gran don Ramón del Valle-Inclán me inquieta». Son los años de los cafés. Capitanea varias tertulias. Duerme lo justo y come poco. Le fascina la bohemia, pero la visita con la certeza de no ser parte de ella. Su desafío de aparente perdedor es una guerra ganada. Vive rodeado por esa gallofa que confunde la literatura con acostarse tarde. Y de ahí extrae el paisaje de una de sus piezas memorables: Luces de bohemia, considerada por algunos críticos como la mejor obra de teatro del siglo XX: un retrato fidelísimo de la corrupción política y la hambruna cultural de una sociedad descuadernada. Valle frecuentó la noche de los mendigos y los malos poetas. Hizo de la bohemia un gesto imprescindible, pero empeñó más tiempo en quedarse en casa torturando el estilo. Dicen que comía dos veces por semana y el resto lo pasaba a tés con mucho azúcar o chupitos de agua caliente.
Colaboró con los mejores periódicos, escribió en semanarios, publicó libros fabulosos, vendió poco y lo admiraron mucho. Renovó el teatro y le exigió a la prosa velocidades que antes de él no tenía. Los materiales confusos de su existencia son un deslumbramiento de vida y arte. «Valle fue, a su modo, un señorito. No nos confundamos», explica Manuel Alberca. «Nunca pasó necesidad, no nos confundamos. Sólo vivió con dificultad un par de años». Le gustaba la farra y la jarifa, pero sobre todo hizo de su deambular por los cafés una obra de arte. Sólo se sentaba en aquellos en los que era el punto de atracción. Fue por sí mismo una revolución con su palabra hermosa y violenta. En política fue carlista e incalculable. (También opositor a la dictadura de Miguel Primo de Rivera). En literatura, feroz y heterodoxo.
El hombre que escribió las Sonatas y La pipa de kif. El que dio voz a las Comedias bárbaras y Los cuernos de don Friolera. El modernista. El miembro de la Generación del 98. El atizador de sátrapas desde Tirano Banderas. El orador ceceante. El manco del Ruedo Ibérico. El creador del esperpento. El hombre que obstaculizó su verdad en favor de una verdad distinta, más alta y mejor, es hoy algo menos incógnita. La biografía de Manuel Alberca le asesta una condición humana y una gloria escasamente convencional. «Pero en Valle no existe un ingrediente biográfico tan dramático como en González-Ruano, que era un ser perverso, o en Francisco Umbral, que es uno de sus declarados herederos directos», sostiene Alberca. «Le divertía inventarse perfiles distintos y desconcertar a la gente. También escandalizar. Pero todo formaba parte de un proyecto». Ese proyecto era él mismo, que salió adelante con sus divinas palabras. El más extraño y a contraluz de los escritores de su generación. A Valle-Inclán se le debe el encanto de la desmesura. Es uno de los mayores prosistas del siglo anterior. (Y quizá también de buena parte de este).
Si no se le entiende es porque no se entiende el infinito, aunque lo explique Einstein. Valle-Inclán es un teatro, una novela, un poema muy loco, un cuento pequeño con toneladas de talento. Uno de esos tipos ojerosos de la literatura solitaria que merecen más lectores y que nos enseñaron aquello de que la vida no empieza ni acaba en las dos fechas marcadas, sino que sucede muchas veces en una misma existencia si se tiene una fe en la literatura como pocas veces se ha dado en España.
Tiene mucho de cronista lírico que o renuncia a escribir con el percal de las minucias cotidianas y deleitables. «Lo mismo da triunfar que hacer gloria de la derrota», escribió. Y en ese «lo mismo da», como si fuese una grieta, depositó con los años su literatura sin dios ni amo.
REGRESAR A LA REVISTA