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Jonathan Franzen. (Foto: Philippe Matsas)
C iudad Juárez, Chihuahua. 20 de noviembre de 2015. (RanchoNEWS).- Hace tiempo que Jonathan Franzen (Chicago, 1959), el Último Gran Novelista Americano, se convirtió en apóstol contra las redes y las nuevas tecnologías, denunciando su ataque a la intimidad y la falsa ilusión de libertad que crean en el usuario enganchado a ellas. El lanzamiento de Pureza revitalizó la polémica, que ahora aviva el propio Franzen al reseñar Reclaiming conversation (Recuperar la conversación), de Sherry Turkle, un libro sobre la importancia de interactuar en persona, y desde niños. «Cuando se habla con alguien cara a cara -escribe el autor de Libertad-, uno se ve obligado a reconocer toda su realidad humana, que es donde comienza la empatía». La reseña la publica El Cultural.
Sherry Turkle es una voz singular en el discurso sobre tecnología. Es una escéptica que una vez tuvo fe, una psicóloga clínica entre ganchos del sector e intelectuales aprensivos, una empirista entre minuciosos recopiladores de anécdotas, una moderada entre extremistas, una realista entre soñadores, una humanista pero no una ludita. En definitiva, una adulta. Ocupa una cátedra subvencionada en el Instituto de Tecnología de Massachusetts y mantiene estrechas relaciones académicas con los ingenieros especialistas en robótica y computación afectiva que trabajan en la institución. A diferencia de Jaron Lanier, que soporta la pesada carga de ser un chico de Microsoft, o de Evgeny Morozov, cuya perspectiva es la de un bielorruso, Turkle es una persona de la casa respetada y digna de confianza. Como tal, actúa como una especie de conciencia del mundo de la tecnología.
Su libro anterior, Alone together [Juntos pero solos], era un informe condenatorio sobre las relaciones humanas en la era digital. Observando las interacciones de personas con robots, y entrevistando a las primeras sobre sus ordenadores y teléfonos móviles, trazó la forma en que las nuevas tecnologías están dejando obsoletos los viejos valores. Cuando sustituimos a los cuidadores humanos por robots o las conversaciones por mensajes de texto, empezamos afirmando que esas sustituciones son «mejores que nada», pero acabamos considerándolas «mejores que cualquier otra cosa»: más limpias, y menos arriesgadas y exigentes. En paralelo a este cambio, cada vez se prefiere más lo virtual a lo real.
Los robots no se preocupan por la gente, pero los sujetos de Turkle se conformaban, con asombrosa rapidez, con sentirse cuidados por ellos. Asimismo, preferían la sensación de comunidad que proporcionan las redes sociales porque no comporta los riesgos y los compromisos de una comunidad real.
Su nuevo libro, Reclaiming conversation [Recuperar la conversación], amplía su crítica con menos énfasis en los robots y más en el descontento con la tecnología que declaran sentir las personas entrevistadas recientemente. La autora interpreta ese descontento como una señal esperanzadora, y su libro es, directamente, una llamada a la acción: nuestra entusiasta sumisión a la tecnología digital ha llevado a la atrofia de capacidades humanas como la empatía y la introspección, y ha llegado el momento de reafirmarnos, de comportarnos como adultos y de poner en su sitio a la tecnología. Al igual que en Alone together, el poder de la argumentación de Turkle deriva de la amplitud de su investigación y de la agudeza de su visión psicológica. Las personas a las que entrevista han adoptado las nuevas tecnologías con el fin de tener más control, para acabar sintiéndose controladas por ellas. Los yoes agradablemente idealizados que han creado con las redes sociales aíslan aún más a sus yoes reales. Se comunican continuamente, pero tienen miedo a las conversaciones cara a cara; temen, a menudo con nostalgia, estar perdiéndose algo fundamental.
La conversación es el principio organizador de Turkle, porque gran parte de lo que constituye lo humano está amenazado cuando lo sustituimos por la comunicación electrónica. La conversación presupone soledad, por ejemplo, porque es en soledad cuando aprendemos a pensar por nosotros mismos y a desarrollar un sentido estable del yo, esencial para aceptar a otras personas como son. (Si somos incapaces de estar separados de nuestros teléfonos móviles, afirma Turkle, consumimos a los demás «a trozos. Es como si los utilizásemos como piezas de repuesto para apuntalar nuestros frágiles yoes»).
«Nuestra sumisión a la tecnología ha atrofiado capacidades como la empatía y la introspección» A través de la atención de sus padres en la conversación, los niños adquieren una sensación de conexión y el hábito de hablar de sus sentimientos en vez de limitarse a reaccionar a ellos. Cuando se habla con alguien cara a cara, uno se ve obligado a reconocer toda su realidad humana, que es donde empieza la empatía. (Un estudio reciente muestra un pronunciado descenso de la empatía, tal como se mide en los tests psicológicos normalizados, entre compañeros de estudios de la generación de los teléfonos móviles). Además, la conversación conlleva el riesgo del aburrimiento, estado que los móviles nos han enseñado a temer más que a ningún otro, y que, a su vez, es en el que se desarrollan la paciencia y la imaginación.
Turkle examina todos los aspectos de la conversación -con uno mismo en soledad; con la familia y los amigos; con los profesores y con las parejas; con los compañeros y los clientes; con el resto de la sociedad- y da cuenta del deterioro que la electrónica causa en cada uno de ellos. Facebook, Tinder, los cursos masivos abiertos por Internet, el envío compulsivo de mensajes de texto, la tiranía del correo electrónico en el trabajo y el superficial activismo social a través de la Red, todos hacen su contribución. Pero la parte más conmovedora y representativa del libro es la que se refiere a la conversación familiar.
Según los jóvenes entrevistados por la autora, el círculo vicioso funciona como sigue: «Los padres les dan a sus hijos teléfonos móviles. Los hijos no pueden hacer que sus padres aparten su atención de sus teléfonos, así que se refugian en sus propios dispositivos. Entonces,los padres utilizan el ensimismamiento de sus hijos en sus móviles como un permiso para tener los suyos en la mano cuanto quieran». En opinión de Turkle, la responsabilidad recae de lleno en los progenitores. «La forma más realista de romper este círculo es que los padres estén a la altura de su papel de consejeros». La autora reconoce que puede ser difícil, que tienen miedo de ir a la zaga de sus hijos en cuestión de tecnología, que la conversación con ellos les requiere paciencia y práctica, que es más fácil demostrar el amor parental haciendo un montón de fotos y publicándolas en Facebook. Pero, a diferencia de Alone Together, en el que Turkle se conformaba con un hacer un diagnóstico, el tono de Reclaiming Conversation es terapéutico y perentorio. Insta a los padres a entender lo que está en juego en las conversaciones familiares - «el desarrollo de la confianza y la autoestima», «la capacidad de empatía, amistad e intimidad»- y a reconocer su propia vulnerabilidad ante los encantos de la tecnología. «Acepten su vulnerabilidad», invita. «Eliminen la tentación».
«El deterioro de los valores humanos es el precio que pagamos por las ventajas “gratuitas” de Google» La cualidad principal de Reclaiming Conversation es la de ser un sofisticado libro de autoayuda. Argumenta convincentemente que los niños se desarrollan mejor, los estudiantes aprenden mejor y los empleados rinden más cuando sus referentes dan buen ejemplo y sacan tiempo para las interacciones cara a cara. Menos persuasivo es el llamamiento que hace a la acción colectiva. Turkle cree que podemos y debemos diseñar una tecnología «que nos exija utilizarla con fines más elevados». Habla positivamente de una interfaz para móviles que, en vez de animarnos a estar conectados todo lo posible, nos animaría a desconectarnos. Pero una interfaz así amenazaría prácticamente a todos los modelos de negocio de Silicon Valley, donde capitalizaciones bursátiles enormes dependen de mantener a los consumidores pegados a sus dispositivos.
Turkle tiene la esperanza de que la demanda de los consumidores, que ha obligado a la industria alimentaria a crear productos más saludables, acabe por forzar también al sector tecnológico a hacer lo mismo. Pero esta analogía es imperfecta. Las empresas de alimentación ganan dinero vendiendo algo que es esencial, no poniendo publicidad dirigida en unas chuletas de cerdo o extrayendo los datos que proporciona una persona mientras se las come. La analogía también es inquietante desde el punto de vista político. Puesto que las plataformas que disuaden de permanecer conectado son menos rentables, tendrían que cargar un suplemento en el precio que solo es verosímil que paguen los consumidores con recursos y una buena formación del tipo de los que compran alimentos ecológicos.
«La tecnología digital no es políticamente neutra. Es el capitalismo más allá de la velocidad de la luz» Aunque Reclaiming Conversation hace una breve referencia a la política de privacidad y a los robots que ahorran mano de obra, la autora evita las implicaciones de sus hallazgos. Cuando menciona que Steve Jobs prohibió las tabletas y los móviles en la mesa y animó a su familia a hablar de libros y de historia, o cuando cita a Mozart, Kafka y Picasso a propósito del valor de la soledad sin distracciones, está describiendo los hábitos de personas altamente eficaces. Y, desde luego, la familia que se puede permitir comprar y leer su nuevo libro tal vez aprenda a limitar su exposición a la tecnología e incluso a utilizarla mejor. Pero, ¿qué pasa con la gran masa de gente demasiado ansiosa o solitaria como para resistirse a la tentación, o demasiado pobre o saturada de trabajo para escapar a los círculos viciosos? Nuestras tecnologías digitales no son políticamente neutras. Los jóvenes que no pueden o no quieren estar solos, conversar con la familia, salir con sus amigos, asistir a una conferencia o realizar un trabajo sin estar pendientes de sus teléfonos móviles son un símbolo de cómo nuestra economía se aferra literalmente a nuestros cuerpos. La tecnología digital es el capitalismo más allá de la velocidad de la luz que inyecta su lógica de consumo y promoción, monetización y eficacia, a cada minuto del día.
Es tentador correlacionar el ascenso de la «democracia digital» con el drástico aumento de los niveles de desigualdad económica, de ver en ello algo más que una simple ironía, pero tal vez el deterioro de los valores humanos sea el precio que la mayoría de la gente está dispuesta a pagar por las ventajas «gratuitas» de Google, las comodidades de Facebook y la leal compañía de los iPhones. El atractivo del libro reside en su evocación de un tiempo, no tan lejano, en el que la conversación, la privacidad y el debate matizado no eran bienes de lujo. No es culpa de Turkle que su libro se pueda leer como un manual para privilegiados. La autora se dirige a una clase media en la que ella misma se crió, e invoca unas reservas de potencial humano antes corrientes. Pero, como todos sabemos, lo intermedio está desapareciendo.
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