Rancho Las Voces: Literatura / Entrevista con John Le Carré
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domingo, enero 14, 2007

Literatura / Entrevista con John Le Carré

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El escritor británico (Foto: Archivo)

L e sale el genio que le ha dado fama de viejo furioso cuando se le mentan asuntos como la lucha antiterrorista o los premios literarios. El ex espía inglés, 74 años, que limpió elefantes cuando se fugó de casa a los 16, sitúa la trama de su nuevo libro, "La canción de los misioneros", en la República Democrática del Congo: "El mayor perdedor de todos los países", espeta.


Por Jesper Stein Larsen / Dinamarca

John Le Carré, que a sus 74 años es el aclamado autor de 20 novelas sobre espionaje internacional, tiene fama de ser un viejo furioso. Al darnos la bienvenida en su suite del Hotel d'Angleterre, de Copenhague (Dinamarca), tenemos la impresión de que no se merece la fama de hombre irascible. Pero después de hora y media de conversación estaba claro que el escritor, conocido por sus historias sobre los enfrentamientos secretos de la Guerra Fría, no sólo es un hombre furioso, sino que verdaderamente estalla en cólera ante las injusticias que soportan los pueblos de los países en desarrollo, ante los fracasos de la «guerra contra el terrorismo» de la Administración Bush, ante el descontrolado poder de las corporaciones multinacionales y ante todo tipo de hipocresía.

La rabia es el motor de su última novela, La canción de los misioneros –saldrá a la venta a primeros de enero–, que narra el intento de un grupo de multinacionales de despojar a la República Democrática del Congo de todos sus recursos naturales. Los diversos actores conspiran mientras los espía su propio intérprete, Bruno Salvador, hijo de un díscolo misionero inglés y de una mujer congolesa. Casado con Penélope, Salvo, tal como lo llaman en la novela, se enamora de Hannah, que acaba de emigrar del Congo.

La historia de Salvo, con algunas modificaciones, es la del propio Le Carré. «Todos los novelistas intentan convertir a su personaje principal en una metáfora de su propia vida», afirma. «Mi padre era un sinvergüenza y mis abuelos, que eran personas muy respetables, me criaron tras la desaparición de mi madre. Si uno interpreta de esta manera la vida de Salvo, lo cierto es que sus padres también han desaparecido. Su padre es un hombre religioso y díscolo a la vez, de modo que yo sabía de qué estaba escribiendo. Nos parecemos. Yo también intenté buscar unos nuevos padres, como le ocurre a él», dice.

Usted es un inadaptado, como muchos de los protagonistas de sus novelas…

Sí. Smiley también era un inadaptado [Se refiere a George Smiley, protagonista de algunas de las más conocidas novelas del autor]. No se portaba bien con las mujeres. Y si bien sabía moderar la vida de los demás, no podía gestionar la suya propia. Nunca se ha dejado cautivar por nadie. Salvo, por otra parte, es una persona que se esmera en agradar a los demás y se muere de ganas de sentirse cautivado por alguien. En la novela conocemos a todos sus dioses falsos, a muchos de los cuales reconozco como parte de mi propio pasado. Esto es probablemente lo que más hace avanzar la historia. Encima, hago que se sienta dividido entre una mujer blanca y otra negra, lo que me parece que ha sido una buena estrategia. Y luego está el contexto de la sociedad británica, la forma en que tratamos a las personas de otras razas. Quiero mostrar que considerarnos una sociedad multirracial es una hipocresía, que decir que todos somos iguales, que no nos damos cuenta del color de la piel de otras personas, es una estupidez. Con nuestros prejuicios, tardaremos al menos un siglo en educarnos para poder integrar y respetar a otras personas.

El Congo es también parte de la historia. Le fascina ese país.

Sí. Elegí el Congo porque me fascinan los perdedores. Me gustan las historias de los que tienen menos probabilidades de triunfar. Y este país es el mayor perdedor de todos. Es una absoluta tragedia. Congo oriental, donde se desarrolla parte de la historia, ha sido especialmente maltratado durante siglos. Es un campo de batalla de alquiler que emplea todo el mundo, y siempre acaban jodidos. Sólo hay unos 50 kilómetros de carreteras asfaltadas en todo el territorio nacional, pero los minerales, los diamantes y el oro del país valen miles de millones. Es diferente a todos los lugares aquejados de problemas que he visitado. Al menos en Asia y en Oriente Próximo, si te apuntan a la cabeza con un arma, tienes la impresión de que te encuentras ante una persona con la que puedes llegar a un acuerdo. Incluso es posible entenderse con un alocado adolescente palestino, es posible tender puentes hasta en esas situaciones extremas. Pero en el Congo no tienen ninguna esperanza en sí mismos, en términos colectivos. Parecen decir: «Somos el pueblo al que todo el mundo jode. No podemos organizarnos por nuestra cuenta».

¿Cómo llevó a cabo sus investigaciones cuando estuvo en el país?

Por motivos de enfermedad, no pude ir hasta después de haber escrito el primer borrador del libro. En las cinco noches que pasé en Bukavu, en Congo oriental, hubo dos disturbios. Era una situación en extremo inestable. Había mucha capacidad intelectual en el país, que se sentía como electricidad estática. Y personas maravillosas que de repente me preguntaban: «¿Qué opina de Camus?», con un marcado acento francés de Bélgica. Pedí entrevistarme con tres personas que eran como copias de tres personajes de mi novela: un coronel, un jefe banyamulenge y el propietario de un club nocturno, y después corregí el borrador. Hice lo mismo con respecto a la topografía. Más tarde, me dirigí al aeropuerto de Bukavu, donde se desarrolla una escena del libro, para observar el lugar, algo que siempre hago cuando escribo. Había fuerzas de la ONU procedentes de La India y Uruguay, de modo que le pregunté a uno de los uruguayos qué haría si un avión lleno de soldados aterrizara y las tropas tomaran el aeropuerto. «Nos vamos», me contestó.

El autor de La canción de los misioneros (Foto: Archivo)

Hablando de la ONU, su libro hace referencia a algunos acontecimientos reales, como el asunto de la conspiración contra Obiang en la que se acusó de apoyar el intento de golpe de estado al hijo de Margaret Thatcher. ¿Es así?

Sí, es cierto. Para mí fue una comedia, algo espantoso. Después de trabajar en la novela durante nueve meses, un día encendí la televisión y vi cómo todo se desarrollaba en directo delante de mí. Estaba a punto de terminar el primer borrador, pero no pude evitar que me influyeran esos acontecimientos. La peor paranoia de un escritor es que la realidad supere la ficción, pero en cierto sentido, y sin revelar ahora el final, creo que todo salió bien.

¿No es peligroso utilizar acontecimientos actuales como las elecciones en el Congo (el pasado 30 de julio), que además de aparecer en su libro en este momento son noticias de titulares?

Sí, pero me consuelo con el hecho de que el Congo no aparece en el primer plano de la novela. El libro es sobre Salvo, sobre su relación amorosa con Hannah, sobre la hipocresía inglesa. Quería desenmascarar y denunciar las nuevas leyes británicas contra el terrorismo, el deterioro de los derechos y el trato que damos a los solicitantes de asilo político.

¿Cómo describiría la evolución de sus libros, desde las novelas de espías sobre la Guerra Fría hasta su obra más reciente, que tiene lugar en África?

Después de El topo viajé al sureste asiático y escribí El honorable colegial. Fue la primera vez que me dije tengo que mover el culo y salir de la Guerra Fría. No puedo seguir volviendo al mismo pozo. Necesitaba una nueva educación. Graham Greene dijo en una ocasión que si uno se dedicaba a informar sobre el sufrimiento de la Humanidad debía estar dispuesto a compartirlo. Es algo que intento hacer. Escribí La chica del tambor, que es sobre Oriente Próximo, y desde el final de la Guerra Fría todos mis libros se han desarrollado en el extranjero. Comencé a interesarme en el postcolonialismo y en la situación de Chechenia y de Ingushetia, que utilicé en la novela Nuestro juego. En vista de lo que ahora sé sobre el mal uso que ha hecho Putin (el presidente de Rusia) de la guerra contra el terrorismo, ojalá la hubiera escrito más tarde. Se le permite hacer lo que quiera en el Cáucaso siempre y cuando lo haga bajo la máscara de la guerra contra el terrorismo de EEUU.

¿Qué dice de Occidente la forma en que usted retrata las zonas de conflicto en sus novelas?

Insistir en la celebración de elecciones, tal como acaba de suceder en el Congo, es una especie de efecto del colonialismo. Es una tontería. No podemos exportar la democracia de esa manera. No funciona si no se dispone de una administración, un sistema jurídico, una fuerza policial eficaz y de las otras instituciones que forman parte de cualquier democracia estable. Nada de esto existe en el Congo. No hay infraestructuras ni medios de comunicación. En cambio, hay mucha cultura tribal y muchos enfrentamientos entre clanes, de modo que las elecciones estaban condenadas al fracaso, porque la gente vota por motivos étnicos. El ganador se lo lleva todo, y el perdedor alegará que las elecciones estaban amañadas. Estas elecciones son un proyecto tanto de los países donantes y del Banco Mundial como de los congoleses. No hay duda de que era necesario celebrar elecciones, pero es difícil que ofrezcan soluciones ante la ausencia del resto de las estructuras.

Me da la impresión de que en sus últimas novelas su estilo se ha hecho más lírico y sugerente. Sin embargo, el mensaje es más fuerte, más furioso y directo. ¿Por qué?

Soy de los que piensa que debemos continuar examinando los hechos de forma objetiva. Tenemos que descubrir de dónde sale esta gente y qué es lo que quiere. No debemos decir: «Todos los terroristas son iguales» o «todos los terroristas están locos», porque todas las formas de terrorismo tienen, no una justificación, pero sí una razón y si vamos a hacer algo distinto a la guerra tenemos que comprender esas razones. La guerra contra el terrorismo es una guerra muy difícil contra una ideología, pero EEUU la ha convertido en una guerra territorial.

¿Qué quiere decir?

El ejemplo más reciente y terrible que hemos visto es el de El Líbano. Si matas a un terrorista y a 100 civiles, ¿estás más lejos o más cerca del terrorismo? Así no sólo se crea una base para que haya más terroristas en el futuro, también se crea un refugio, unas masas enormes de civiles que se ofrecen como un sistema de apoyo logístico para los terroristas. Si uno se dedica a herir sensibilidades islámicas, en realidad va a poner a más gente en su contra. Y uno creará el enemigo que se merece.

¿Cómo explica esto?

Mis sospechas más tenebrosas me hacen pensar que los neoconservadores de EEUU –un grupo reducido, poderoso y reservado– realmente creen que pueden hacer este tipo de provocaciones para homogeneizar la amenaza islámica, movilizar a todo el mundo, radicalizar a la gente y luego sacudirlos a bombardeos. Hace poco Seymour Hersh escribió en The New Yorker que los israelíes recibieron instrucciones de Washington antes de su aventura en El Líbano, y que el objetivo era degradar a Hizbulá antes del próximo conflicto con Irán, justo antes de las elecciones al Congreso de mediados de noviembre. Lo que quiero decir es que no deberíamos ser parte de esto. Reino Unido y Dinamarca se están acercando cada vez más a Estados Unidos y a su política exterior, que en realidad es una estrategia puramente militar. ¿Cómo se puede tener una política exterior cuando no se está dispuesto a hablar con las personas con las que existe un conflicto? No están dispuestos a hablar con Hamás, Hizbulá o Irán.

¿Cómo tenían que haber reaccionado después del 11-S?

No tengo ningún tipo de simpatía de liberal blando hacia el terrorismo. Estoy totalmente a favor de matar a todas las personas que participaron en los ataques del 11-S. Lo que me aterroriza es que estamos atrapados en una especie de hechizo de control mental, de simplificaciones y psicosis masiva, y que nos está absorbiendo la retórica estadounidense. Me molesta escuchar que Angela Merkel se está acercando a las posiciones de EEUU, o que Dinamarca está haciendo lo mismo. Tenemos que mirar las cosas desde nuestra propia perspectiva. No tuvimos que haber declarado la guerra contra el terrorismo después del 11-S. Tuvimos que haber proporcionado muchos recursos a las fuerzas especiales y los mejores servicios de inteligencia, y emplearlos para ir a la yugular de los responsables y matarlos. Nadie se habría quejado. En cambio, acabamos metidos en la guerra de Irak. No resulta apocalíptico decir que ha sido posiblemente el primer paso hacia la catástrofe mundial. En enero de 2002 escribí que este conflicto podría acabar peor que el de Vietnam y que el efecto sobre todos nosotros podría ser peor que el macartismo. Tal como están las cosas, ambos pronósticos eran acertados. Esto no es una perorata. Es sólo una súplica para que la gente deje de inclinarse hacia posiciones de Estados Unidos que no dan buenos resultados. Si lo hacemos nos veremos arrastrados hacia un conflicto con la otra mitad del mundo y nos buscaremos enemigos terribles.

¿Cómo ha cambiado la situación mundial en comparación con la realidad que describía en sus libros sobre la Guerra Fría?

Entre otras cuestiones, me resulta profundamente inquietante el mal uso de los servicios secretos para justificar posturas políticas preconcebidas, que en realidad no tienen justificación alguna, como ha sucedido en Irak. Eso no ocurría en mi época de agente secreto. En aquellos tiempos los servicios de inteligencia eran todavía una ciencia pura, pero es evidente que hoy en día ya no es así. Es otra ilusión que se ha tirado por la ventana.

Antaño, el conflicto de las potencias mundiales en la Guerra Fría era lo que amenazaba la vida. Hoy las multinacionales son las que juegan un papel importante en sus libros. ¿Por qué?

El tema del poder de las multinacionales aparece en varios de mis últimos libros porque crean un aura de algo tan grande, tan inexplicable e incomprensible que uno, como persona, no cree que pueda hacer nada al respecto. El enemigo es indefinido. Son organizaciones gigantescas, con un pie en Liechtenstein y otro en las Antillas holandesas, que celebran sus reuniones de directivos en Inglaterra. Y cuando uno descubre que a Tony Blair le interesa más la opinión de Rupert Murdoch que lo que piensa su electorado, uno se preocupa. Veo un deterioro de la nación y de la democracia exactamente como lo describía Mussolini. El dictador italiano dijo: «La democracia termina y el fascismo comienza ahí donde el poder político y el poder de las empresas son inseparables». Uno podría añadir a la lista el poder de la religión y de la prensa. Estos cuatro elementos están en manos de la derecha en Estados Unidos.

¿Cree que sus libros pertenecen a algún género en particular?

Me siento escritor. Dejaré que la burocracia literaria defina el resto. No asisto a fiestas literarias. No me hablo con los críticos de Londres. Y no permito que mis libros compitan en premios. La vida me ha tratado bien. He obtenido reconocimiento por lo que hago, y no me gusta la idea de que los libros que escribo participen en una especie de carrera de caballos para coronar a la mejor obra. No puedo decirle si Salman Rushdie es mejor que Philip Roth. Nadie puede decirlo. Intentarlo es una tontería. Me siento muy agradecido por la forma en que mi escritura me ha tratado. Si recibo críticas malas, que sea así. Pero, por Dios, siempre me he llevado la mejor parte.

¿Su género es el del thriller que plantea cuestiones relevantes para atrapar al lector?

Podemos llamarlas novelas de espías, ya que la identidad del espía es tan parecida a la naturaleza del ser humano que el lector no tiene dificultades para identificarse con él. Llegamos a muchos compromisos y tendemos muchos puentes en falso. Tenemos pensamientos secretos que no comunicamos a nadie, ni siquiera a quienes más amamos. Quizá precisamente porque los amamos. Creamos nuestra identidad con estos compromisos. Y nos ponemos máscaras para presentarnos ante otras personas, nos ponemos un disfraz, modificamos la voz o ensayamos miradas. Fingimos mucho en nuestra vida. Decimos «te quiero» para ser educados, o para consolar a alguien o sobornarlo, aunque no sea cierto. Si tratas a un personaje como si fuera un espía, si le pones la etiqueta de espía en la novela, el lector se pondrá de tu parte y podrás conducirlo a donde quieras, a donde no esperaba llegar, y te acompañará, porque todos somos espías.

Cambiando de asunto, usted ha sido muy crítico con su colega, el Premio Nobel alemán Gunter Grass, que hace poco reveló haber pertenecido a una famosa fuerza de combate nazi, la Waffen SS, durante la II Guerra Mundial. ¿Por qué piensa que su confesión ha llegado muy tarde?

No puedo comprenderlo. Ingresó en las SS en 1944 y escribió El tambor de hojalata (una novela sobre la época de los nazis) en 1958. A partir de ese momento, comenzó a sonar el tictac de la bomba. Sabía que existían documentos sobre su ingreso en las SS, que tenía colegas de esa época, que había gente que sabía lo que había hecho. Y en 1999, cuando ganó el Premio Nobel, tuvo que haberse dado cuenta de que nunca lo habría ganado si se hubiese sabido que había sido miembro de las Waffen SS, y que por esa misma razón nunca habría sido nombrado ciudadano de honor de Danzig. No sé si fue una cuestión de cálculos, de vergüenza o represión, pero independientemente de a qué se haya debido, fue un error. Tenía que haber hablado claro antes.

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Jesper Stein Larsen es redactor de la sección de Cultura del diario danés «Jyllands-Poten».

«La Canción de los Misioneros» (Ed. Areté), de John Le Carré, sale a la venta el 12 de enero 2007.


John le Carré (Poole, Reino Unido, 19 de octubre de 1931), cuyo auténtico nombre es David John Moore Cornwell es un novelista británico, especializado en relatos de suspense y espionaje, ambientados en la época de la Guerra fría. Estudió en las universidades de Berna y Oxford y fue profesor en la Universidad de Eton entre 1956 y 1958. Perteneció al cuerpo diplomático británico entre 1960 y 1964. El final de la Guerra fría le ha llevado a modernizar sus temas e introducir aquellos elementos que conforman la compleja realidad internacional de nuestra época: terrorismo islámico, problemática causada por el desmembramiento de la Unión Soviética, política de los Estados Unidos en Panamá, manejos de las industrias farmacéuticas... Sus personajes, entre los que el más conocido es probablemente el agente Smiley, son complejos y turbios, lo más opuesto al agente 007 de Ian Fleming. Una parte importante de sus novelas han sido llevadas al cine y todas se han traducido a muchos idiomas.

Agradecesmos a la revista Vetas el envío de esta entrevista.


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