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Familiares y amigos acompañan la urna con las cenizas del escritor y periodista. (Foto: DyN)
C iudad Juárez, Chihuahua, 3 de febrero 2010. (RanchoNEWS).- La rabia del sol resistía agazapada detrás de un manto de nubes. Los árboles se agitaban con movimientos lánguidos, como si estuvieran agotados por el intenso calor. Después de atravesar un caminito jalonado por plantas y flores –el paisaje parecía una pintura de un jardín zen–, una melodía bella y triste, «Adiós Nonino», rasguñaba el alma de cada uno de los que ingresaban en la sala del Parque Memorial de Pilar. Además de los tangos de Astor Piazzolla, la música clásica de Mozart y Bach y el jazz de Keith Jarrett ambientaron el velatorio de Tomás Eloy Martínez, que murió el domingo a los 75 años. El deseo del escritor y periodista, obstinado hasta en los pequeños detalles musicales y culinarios, fue profanar la ceremonia fúnebre por una «celebración» con gin tonic con limón (su bebida preferida) y papas fritas. Claudia Piñeiro, Nelson Castro, Magdalena Ruiz Guiñazú, Martín Caparrós, Isidoro Gilbert, Rogelio García Lupo, Rodolfo Terragno, Ernesto Tiffenberg, Hernán Lombardi, Julia Costenla y Carlos Ulanovsky fueron algunos de los escritores, periodistas y políticos que despidieron al autor de Santa Evita. Una nota de Silvina Friera para Página/12:
«Trabajó hasta último momento y seguía teniendo proyectos», dijo la editora de Alfaguara, Julia Saltzman, quien anticipó la publicación de dos libros de Martínez: uno con sus mejores crónicas literarias; el otro, un compendio de sus artículos políticos, en la línea de Réquiem por un país perdido. Uno de sus hijos, Ezequiel, subrayó la última voluntad de su padre de crear una fundación con su nombre que reúna su biblioteca, cartas, apuntes, notas y grabaciones –la máxima joya es la grabación de las memorias que le dictó Juan Domingo Perón durante su exilio español–, que fueron la materia prima de varios de sus libros, como La novela de Perón y Santa Evita. «Dejó un dinero destinado para la fundación», reveló Ezequiel. Otra idea de su padre es que la fundación promueva con una beca a jóvenes escritores de Argentina y Latinoamérica que tengan una novela avanzada para que puedan dedicarse a terminarla. Por ahora falta encontrar una sede para la fundación, que se podría asociar con la FNPI (Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano), de Gabriel García Márquez. Ezequiel confirmó que su padre terminó el que será su libro póstumo, provisoriamente titulado El Olimpo, que conecta el Olimpo de los dioses griegos con el Holocausto y el centro de detención con el mismo nombre que funcionó durante la última dictadura. «A veces me llamaba por teléfono a la mañana y me pedía que lo ayudara; a la tarde, pretendía que tuviera todo listo», recordó su hijo los embates de la imaginación de su padre y el imperio de su lucidez para postergar, todo lo que pudiera, su muerte. «Se puso más demandante porque se estaba apurando», agregó Ezequiel. El único enigma a resolver será la carpeta con seis cuentos que escribió en distintas épocas. Aunque su hijo le preguntó qué quería hacer, Martínez no dejó ninguna indicación.
La llegada de la urna con las cenizas de Martínez reunió a los hijos en torno de esa pequeña cajita. El primer cachetazo certero de la muerte del escritor y periodista estaba en ese cuerpo reducido que pasaba de mano en mano entre sus siete hijos. «Pesa así también», bromeó su hija Paula para conjurar, aunque más no fuera por unos instantes, esa tristeza que se hamacaba por su garganta. Como escribió en el prólogo de Lugar común la muerte, de maestros como Buber y Saint-John Perse, aprendió que no hay cuerpo ni muerte, que el encono contra ellos es estéril, porque en la eternidad todos los hombres son uno, o ninguno. Una llovizna menuda se desvanecía sobre la ropa de familiares y amigos, que caminaban despacio por el sendero de esos bucólicos jardines. Ezequiel, con la voz aguijoneada por el dolor, habló: «Ya le dijimos todo lo que teníamos que decirle. Nos dio todo su amor; le queremos dar el último beso. Lo vamos a extrañar, pero siempre va estar adentro nuestro. Chau, Pa...». El murmullo ahogado ascendió a llanto cuando colocaron la urna en la diminuta fosa y sus nietas comenzaron a tirar pétalos blancos.
«Tuvo su gin tonic», dijo su hijo Blas. «Vivió una vida plena; pudo escribir estos dos años, cuando los médicos le dijeron que no podría escribir ni una línea más.» Otro de sus hijos, Gonzalo, fotógrafo de Página/12, recordó que Tomás Eloy decía que tenía «una gran curiosidad por la muerte». «Ahora debe estar escribiendo una novela», conjeturó sobre las travesuras del «viejo» en el más allá. Ese agujero en el césped, barrera infranqueable entre la vida y la muerte, pronto sería cubierto. «Pensaba en el camino recorrido por Tomás –comentó la periodista Magdalena Ruiz Guiñazú–. Es el camino de la Argentina que quiso tanto y que ha dejado plasmada en su obra». Como compañera de trabajo, le agradeció su honestidad, su hidalguía y el hecho de haber sido una «excelente persona». La llovizna arañaba el césped, que crujía delicadamente y se abandonaba en una especie de quejido áspero y prolongado. «Varias generaciones de periodistas tenemos una deuda de gratitud con él», aseguró Nelson Castro. «Le agradecemos su enseñanza, su experiencia de vida, su coherencia, su generosidad; son las cualidades de un maestro. Tomás: sé que vas estar cerca de nosotros».
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