La escritora (Foto: Carlos Morales Mengotti)
J. A. MASOLIVER RÓDENAS
B arcelona, España. 15/03/2006. (La Vanguardia) No deja de ser paradójico que una escritura como la de Cristina Fernández Cubas (Arenys de Mar, 1945), clara, directa, sin la menor sombra de artificios retóricos, con un mundo tan familiar para los lectores (la familia, el colegio o la universidad, las amigas, los novios imaginados o reales, la costa barcelonesa del Maresme), sea al mismo tiempo tan misteriosa y escape a toda definición de género. Se ha dicho de ella que escribe literatura de terror, de misterio o fantástica, cuando si bien estos ingredientes aparecen de forma visible no llegan a constituir un género. Fernández Cubas es una deslumbrante anomalía. Sus relatos son inquietantes y al mismo tiempo reconstruyen de forma admirable la normalidad de lo cotidiano.
Lo que la hace inconfundible es que escribe con la naturalidad de los narradores de cuentos, no sólo vemos las situaciones sino que las escuchamos. Se explica que sea difícil (además de lo estéril del ejercicio, claro está) situarla generacionalmente porque, escritora del tiempo y de un tiempo, con personajes que pueden pertenecer simultáneamente al pasado y al presente, ser niños y ancianos, la suya es una escritura atemporal. Finalmente, frente a aquellos que definen la neutralidad del género, la suya es una escritura deliciosa y maliciosamente femenina, sin necesidad por lo tanto de discursos feministas y, curiosamente, con una notable ausencia de situaciones eróticas o referencias sexuales. Del mismo modo que el paisaje es inconfundiblemente catalán sin referencias explícitas a lo catalán y al catalán, en una escritora, por lo demás, esencialmente viajera. Podría decirse que el mundo viajero del presente está tejido sobre el mundo estático del pasado, donde los únicos grandes viajes son los de la imaginación. Me atrevo a decir que todo lo que hay de inquietante en sus libros surge precisamente de esta imaginación que crea vidas paralelas o vidas que alteran la placidez de la normalidad real. Sin que los sueños tengan una presencia destacada, lavida, a través de la imaginación o de la necesidad de alterar la realidad, puede convertirse en una pesadilla.Esto es ni más ni menos lo que ocurre en los tres relatos largos o novelas breves de Parientes pobres del diablo. El título no sólo define el espíritu del libro (El moscardón, este persistente zumbido que nos llega de las voces de los personajes y título del magistral relato con el que se cierra el libro, podría haber sido la alternativa) sino que confirma lo que de cotidiano y de fantástico hay en esta escritura. Porque no hay aquí diablos heroicos y terribles, verdaderos anticristos, sino seres cuya única grandeza es, en todo caso, su desgraciada humanidad.
La palabra ´Heliobut´
En el primer relato, La fiebre azul, el protagonista es un coleccionista de arte, en realidad un falsificador que se dedica a comprar estatuillas que enterrará para que adquieran una pátina de antigüedad. Pero en estos cuentos no hay un solo centro argumental y los intereses se van desplazando. En primer lugar, dentro de la naturaleza viajera de tantos cuentos de Fernández Cubas, está el escenario, aquí el único hotel en más de cincuenta kilómetros a la redonda de un lugar no especificado de África, en el que todas las habitaciones tienen el mismo número siete, sin que los clientes se confundan. La recepción consiste en una hamaca blanca y un negro orondo que atiende por Balik. La mosquitera se convierte en la segunda piel del narrador y los insectos del manglar no pueden con ella. Como en tantos relatos de la escritora, la vida es "tranquila, sin sobresaltos", hasta que algo misterioso la altera. Este algo es la palabra Heliobut, que todos pronuncian en voz baja y cuyo significado muchos no quieren explicar o simplemente lo ignoran. Según el padre Bernini, "Heliobut no significa nada en absoluto. Por lo menos nada que podamos entender. Sólo sabemos que se aloja en el Masajonia" y ataca a los blancos. Es "un estado de ánimo. Una depresión. Tal vez no sea más que una leyenda", pero que puede llevar a la locura. Una locura que sin duda ha atacado al narrador, por lo menos a los ojos de su familia, que se burlan cruelmente de él. No en vano las iniciales de los tres hijos forman la palabra Belcebú. Por eso decide regresar al hotel africano para instalarse allí definitivamente.
Junto al misterio y la locura está la apacible extravagancia del ambiente y de los personajes. El padre Bernini, de la misión italiana, que habla quince lenguas y diez dialectos, fuma habanos y agarra unas cogorzas fenomenales, que es su forma de hacer apostolado. La encantadora voluntaria española por la que el narrador se siente dulcemente atraído. El pintor Jean Jacques Auguste de la Motte, un pintor enamorado de la luz de África y que encuentra un nuevo significado al color azul que podemos relacionar con la misteriosa palabra Heliobut y los fundadores del hotel. Es así como Como en el resto de su obra, la vida transcurre aquí sin sobresaltos hasta que algo misterioso la altera el puzzle - todo el libro es un puzzle- se irá completando y revelará la clave de la fiebre azul o el delirio de la noche. "El mal, o lo que fuera, tenía nombre."
El tema del mal tiene su pleno desarrollo en Parientes pobres del diablo aunque aquí este pariente pobre es al mismo tiempo un loco alucinado que escribe una tesis o un ensayo sobre el Infierno. Sólo que este estudio acaba por convertirse en un verdadero diario que él destruirá y del que sólo quedará una palabra: "De diablo". Tras la muerte de Claudio García Berrocal, la narradora recuerda las palabras del amigo: "Debemos protegernos... Han nacido para el mal", y reconstruye el encuentro que tuvo con él en México poco después de haber visto a un diablo mexicano, un vendedor ambulante de estatuillas. De este encuentro surgen las conversaciones y las páginas en las que ella va registrando las explicaciones de Claudio en torno a los parientes pobres del diablo, que no hay que confundir con los pobres diablos. Y que tal vez ilumine no sólo el sentido del misterio, la necesidad de reconstruir las distintas piezas del puzzle o la diferencia entre los santos del pasado y los del presente ("se reparten títulos de santo y de beato como quien regala estampas a la puerta de una iglesia") sino la naturaleza misma de la escritura, pues si los parientes pobres del diablo tal vez no son excelentes oradores, "el arte de Sherezade sin embargo no tiene secretos para ellos. Saben cómo seducir, embaucar, mantener la atención y, sobre todo, dar con la dosis precisa de veneno y soltarla en el aire en el momento exacto. A su manera, pues, resultan invencibles".
Las piezas del puzzle
De esta capacidad de seducción nace El moscardón, en apariencia el relato más sencillo y sin embargo el más sutil, además del más abiertamente divertido. El miedo de la anciana a que la ingresen en una residencia, las argucias a las que recurre para protegerse y para disimular su amnesia, el regreso a su época de colegiala y a su primer amor, quién sabe si real o imaginado, las divertidas confusiones y la eficaz combinación del relato en tercera persona y el monólogo, así como el moscardón que ha de acompañarle hasta la tumba, todo contribuye a convertir este texto en una pieza antológica que refuerza la originalidad de un libro fiel al mundo de la autora pero no obstante más audaz que nunca, al mismo tiempo complejo y accesible en una escritura donde cada pieza del puzzle es una historia que va integrándose para revelar su significado final y la raíz del misterio.