miércoles, marzo 29, 2006
Francisco González Ledesma: Recuerdos de un niño pobre
ROBERT SALADRIGAS
B arcelona, España. 29/03/2006. (La Vanguardia) Todo lector es responsable de sus propias asociaciones, sugeridas por un texto que de repente, sea o no objetivamente plausible, le conduce a establecer paralelismos con anteriores lecturas. Me ha ocurrido leyendo Historia de mis calles, la obra memorial de Francisco González Ledesma (Barcelona, 1927), periodista, abogado y autor frívolamente encasillado en el género de novela negra, que en 1984 ganó el Planeta con Crónica sentimental en rojo, el premio Dashiell Hammett por su último relato Cinco mujeres y media, y acaba de obtener el I premio Pepe Carvalho por el conjunto de su narrativa en la que destaca el escéptico inspector Méndez. Conozco a Paco González Ledesma desde hace un montón de años, le he seguido de cerca en mil y una batallas, he pasado buenos ratos con sus obras que escanean como pocas nuestra Barcelona, la secular, miserable, decadente y olvidada por los que nunca la patearon, me conforta su amistad y, sin embargo, voy a escribir por primera vez sobre él porque, debo admitirlo, la curiosidad me devora. González Ledesma es el último de los escritores que hubiera imaginado volcando su intimidad. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que es un tipo demasiado bueno, discreto y honrado para descalificar a nadie. Él mismo lo reconoce: "Debería hablar mal de mucha gente, y no quiero hacerlo". En efecto, lo cumple casi a rajatabla. Prefiere sugerir o apela al silencio, en ocasiones más hiriente que las palabras.
Vuelvo a la cuestión de las asociaciones. Inmerso en las tres primeras partes de Historia de mis calles, me vino a la mente Mi vida, la autobiografía del gran crítico de literatura alemana, judío de origen polaco, Marcel Reich-Ranicki, aquellas páginas sobrecogedoras donde narra sus tiempos de escolar en Berlín con el nazismo en ascensión. González Ledesma, hijo mayor de una familia de inmigrantes rematadamente pobre, nació en el 22 de la calle Tapioles, en el proletario e izquierdista barrio de Poble Sec. Allí vivió los diez años anteriores a la guerra, los bombardeos fascistas y la cruel posguerra, la hambruna de los perdedores que a la vez eran los desheredados crónicos de la pujante sociedad burguesa. Es terrorífico leer el relato neorrealista de cómo los niños salían a la caza de cualquier desperdicio que llevar a casa, o que la madre del autor llegó a no tener un par de zapatos para acudir junto a su hermana que se moría en el Clínic. Si el gueto de Varsovia y haber escapado de la cámara de gas de Teblinka marcó a Reich-Ranicki, la miseria extrema forjó a González Ledesma, le hizo modesto y convencido de que su única posesión es la dignidad moral y el honor, conceptos en desuso que se repiten en el texto con absoluta legitimidad. Ahí acaban las afinidades. Reich-Ranicki estaba ya en su juventud fascinado por Schiller y la poesía de Goethe, y la prosa de su libro es la de un intelectual centroeuropeo; González Ledesma admiraba a Lajos Zilhay y escribe como el periodista eficaz que es, proponiendo complicidades al lector, dialogando con él, excusándose por la osadía de confiarle la grisura de sus recuerdos, algo que los pobres no suelen hacer, como si el patrimonio de fundir lo vivido en la escritura fuera exclusivo de los autores burgueses de izquierda, no explícitamente rojos.
Estos capítulos dramáticos de lucha por sobrevivir a toda costa en la geografía de un barrio colindante con los huertos y las laderas asilvestradas de Montjuïc -jardines paradisiacos para el vecindario- son, quizás, los más carnales y emotivos del libro. Luego González Ledesma habla de la universidad que lo recibió, la de Joan Reventós, Barral, Castellet, Oliart, de su sorprendente fascinación por la vida militar que desarrolló como alférez de complemento (fue expulsado por catalán y rojo, desafecto al régimen, y obligado a completar los meses de servicio como soldado raso) y entra de lleno en un tramo del relato interesante a más no poder: los muchos años de galeras en la factoría editorial de Francisco Bruguera, donde hizo de todo, desde chico de los recados hasta escribir cinco novelas populares al mes tras crear el personaje de Silver Kane y convertirse en abogado de la empresa y de la familia propietaria. Su testimonio acerca de la estructura laboral de Bruguera es escalofriante, así como entrañable su repaso de los profesionales esclavizados que allí conoció. Más tarde abandona los cargos por imperativos morales, estudia periodismo, entra en la redacción del viejo El Correo Catalán, el Correu de los pesos pesados (Andreu Rosselló, Manuel Ibáñez Escofet, Ángel Marsà, Wifredo Espina, Martín del Olmo) y finalmente el ingreso (1971) en La Vanguardia hasta su jubilación en 1993 como redactor jefe, y su compromiso con el Grupo de Periodistas Democráticos opuestos a la dictadura. Sin ensañarse -inconcebible en González Ledesma- describe las tradicionales sordideces y fantasmagorías del periodismo catalán, opina sobre las contradicciones de la profesión sin rehuir lo que hay en él y en sus practicantes de grandeza. En ningún caso el punto de vista subjetivo oscurece la razón, ni en la crítica ni en las cálidas corrientes de afecto, de vigorosa humanidad, que atraviesan el relato de principio a fin.
Pienso que lo ejemplar, si puede llamarse así, de esos recuerdos que Paco González Ledesma extrapola no es literario -su valor literario no es primordial ni pretende serlo- sino que se sustenta en la sinceridad y coherencia moral de un fajador que con sus aciertos y lógicas debilidades ha sido fiel a sí mismo, a sus calles, su barrio, sus muertos, es decir a los orígenes, en una época de vuelcos históricos: República, guerra, posguerra, transición, democracia, desplome de los referentes éticos, decepción tal vez inevitable... Así hasta la vejez, en que parece conservar tersa la piel del niño pobre deslumbrado por las estrellas; como un extraño personaje de Gorki.
Retratos a la punta seca de Ledesma
LLUÍS PERMANYER
Le conocí a mediados de los años sesenta, cuando tan ilusionados íbamos los dos para periodistas. Los largos viajes en su coche a Madrid, las horas muertas en la capital y fuera de las aulas propiciaban la charla; y entonces fue cuando descubrí al Paco González Ledesma contador de historias. Con la más absoluta naturalidad y sin la pretensión de llevar la voz cantante en ningún momento, desgranaba unas historias que me fascinaban; no me cansaba de escucharle y cuando terminaba, le preguntaba para que detallara o siguiera con otra. Es cierto que los doce años que me llevaba le beneficiaban de una experiencia muchísimo mayor, pero no era menos cierto que refería vivencias interesantísimas y además sabía relatarlas con una gracia del todo infrecuente. Mucho después, cuando ingresó en ´La Vanguardia´, tuve la suerte de ser su vecino de mesa por espacio de no pocos años, lo que me benefició de seguir, claro, a la escucha.
Al leer ahora sus memorias he reencontrado no pocas de aquellas historias, que me han procurado el placer de recordar las circunstancias exactas en las que me las desgranó por vez primera. La extraña impresión del ´déjà vu´ no ha empañado en absoluto la calidad del relato, sino todo lo contrario.
Hay un aspecto que me importa destacar: la esencia fundamental de cada una de las situaciones principales que forman ´Historia de mis calles´ la estructura a base de tipos y de retratos. La forma como él evoca la reconstrucción de un personaje consiste en una profunda cala psicológica y casi siempre moral o ética. En efecto, no suele entretenerse en las ramas mediante una descripción del físico ni del atuendo ni del paisaje ambiental, sino que lo perfila mediante su comportamiento, su actitud, sus reacciones, su código de valores. Así pues, es capaz de comunicar, mediante unos trazos a veces impresionistas o todo lo minuciosos que requiera, la imagen no sólo exacta, sino tremendamente efectiva, veraz y emotiva.
La galería de retratos, nunca indiferentes, es de una enorme riqueza de matices, gracias sin duda a los ambientes y a las situaciones muy diversas que los centran. Amén de la familia, a la que dedica no pocas páginas, desfilan la estremecedora ciudad de posguerra, la escuela y la universidad, el cuartel, la editorial Bruguera, la abogacía y las redacciones de los diarios. Tales evocaciones son trazadas básicamente gracias a un rosario de tipos, entre los que destacan quizá no tanto por la importancia que en su momento tuvieron, sino por la composición eficaz, demoledora o no, de su perfil. Así, se imponen de forma memorable, por ejemplo, los dedicados a Rafael González, Josep M. Lladó o Víctor Mora y sobre todo el que evoca al Francisco Bruguera de la oficina siniestra, aquella que de forma inmisericorde impuso. Y no olvido al siniestro comandante Saliquet, un bruto tenebroso al que el alférez González Ledesma le paró las patas.
Queda claro, pues, cuál ha sido la fuente de la que siempre se nutrió el novelista