El fotógrafo en un pasillo de su estudio madrileño. (Foto: I.B)
C iudad Juárez, Chihuahua. 15 de mayo 2009. (RanchoNEWS).- El fotógrafo Castro Prieto, autor de las muestras Etiopía y La seda rota, discurre sobre el oficio, la memoria y «extraños», el tema recurrente de su trabajo. Una entrevista de Irene Benito para El País:
Cuando cursaba el segundo año de Economía, Juan Manuel Castro Prieto (Madrid, 1958) supo que, en realidad, los ojos se le iban por la fotografía. Y la vida. Un oficio que define por el contacto con las personas, que por su naturaleza rehúye la abstracción propia de los números, el mercado y las cuentas de resultados. «La fotografía se cruza en mi camino y me deja absolutamente enloquecido. Ya no pienso en otra cosa», recuerda, en un alto el fuego, en su estudio de la calle Concepción Arenal. Castro Prieto, Premio de la Comunidad de Madrid en 2003, nunca ha ejercido como economista. Se siente una víctima más de las muchas que sigilosa y efectivamente se ha cobrado la fotografía: «es un asunto muy peligroso que rompió muchas carreras universitarias. Las ha destrozado entre comillas, claro, porque sobre lo roto creó una nueva vida».
Hijo profesional del valenciano Gabriel Cualladó –«en cuanto a las atmósferas oscuras y densas»– y del navarro Paco Gómez –«referencia de la fotografía cerebral, de análisis de las incongruencias y contradicciones»–, Castro Prieto, afable y sereno, tiene muy claro aquello que no es (un reportero que busque reflejar la realidad) y aquello que sí: «trabajo con las sensaciones que me producen las escenas para hacer fotos simbólicas, metafóricas e instrospectivas».
El enfoque artístico se combina en Castro Prieto, viajero meticuloso, con una habilidad técnica fuera de lo común. Hasta el punto que en las muestras Etiopía, en el teatro Fernán-Gómez, y La seda rota, en la galería Blanca Berlín, –las exposiciones, ambas en Madrid, cumplen su ciclo este lunes y a fines de mayo, respectivamente–, hay un despliegue de colores pocas veces visto en una fotografía. Al paisaje etíope le ha nacido un cielo castroprieto. Aunque a su creador le pese, la exquisita producción de las imágenes revela las décadas de experiencia en el positivado, un trabajo –«sólo eso», según confiesa– que ha convertido su laboratorio en el predilecto de las figuras de la fotografía española. Servicio artesanal que, sin embargo, considera que le ha jugado en contra. «En Francia conocen mis obras más que aquí», dispara.
¿Cómo vive la doble condición de fotógrafo y positivador?
Es un peso. La gente se confunde: unos me conocen por positivar y otros como fotógrafo. Y mezclan las cosas, hasta el punto de que muchas veces me siento incómodo. Por ejemplo, en las presentaciones de exposiciones o libros, cuando dicen: «hace los positivos de fulano y mengano. Y, además, es fotógrafo». El laboratorio es una forma de ganarme la vida que me quita tiempo para tomar fotos y que cerraría si pudiese. Además, insisto, da ocasión a que me echen para atrás con frases despectivas como «bueno, es un positivador». Si me preguntas con qué oficio me siento identificado, respondo que como fotógrafo.
Pero el positivar a sus colegas, ¿no le da una posición privilegiada en el ambiente de la fotografía?
No, ese es otro de los problemas. Algunos creen que aprendo de quienes positivo. Es otra de las tonterías que circulan... ¡pero mi trabajo no se parece en nada al de mis clientes! Es un disparate. Yo me hice mirando miles de fotografías, leyendo libros y en virtud de mi propia investigación personal. ¿Qué tiene que ver mi fotografía con el estilo concreto de algún fotógrafo que viene a mi estudio?
Usted ha hecho fotos en sitios tan distintos como Perú, Etiopía, la isla de Tana... y en la casa de los pintores Madrazo, en Madrid (trabajo bautizado La seda rota).
Es que me aburre profundamente trabajar siempre sobre los mismos temas. A algunos puede resultarles difícil enlazar una cosa con la otra, pero si uno se olvida un poco de que por un lado hay países y, por el otro, una vivienda perdida en el tiempo, sí es posible encontrar un hilo. Todos comparten un esqueleto, el de extraños, que también es el título de un libro mío. Extraños es el alma de mi trabajo. Y este punto lírico aparece continuamente, aunque en algunas fotos se manifieste más y, en otras, menos.
Etiopía transmite una vivencia íntima de lo cotidiano. ¿Qué es lo que más le impresionó de esa experiencia?
Siempre eres un extranjero, es inevitable, porque la comunicación resulta muy difícil. Tienes un intercambio de risas y de gestos. Pero en Etiopía no he penetrado tanto como en Perú. El trabajo en África es una mirada más alucinada, producto de ver algo sin llegar a entenderlo. Al final, lo que más me interesó de Etiopía es que todavía se podía encontrar al ser humano ancestral, tal y como era hace miles de años. Hay escenas impactantes como la del pastor nómada y su rebaño, que a lo mejor lleva un reloj en la muñeca, pero su forma de vida es antigua. El pastor sabe que existen las ciudades, pero no le interesan. Es la memoria del hombre primitivo todavía ajeno a la civilización.
La preocupación por la memoria aparece con claridad en La seda rota.
Sí, totalmente. Ya dejé atrás el trabajo sobre un país, ahora quiero desarrollar esa faceta tradicional de la fotografía, que sirve para guardar la memoria de modo que pueda ser vista en el futuro. Abordaré este asunto a partir de un conjunto de temas parciales. Hace poco he viajado a Guatemala para fotografiar el archivo histórico de la Policía, donde queda registro de desaparecidos, pero también de violaciones. Además, tengo previsto visitar distintos museos del mundo. ¿Qué es lo que pretendo? Explorar la verdad o la mentira de la fotografía: disparar los objetos que guardan los edificios para convertirlos en otra cosa. Si yo fotografío un cuadro, la fotografía es una representación del cuadro, no es el cuadro. Pero, si, además, lo modifico mediante la técnica fotográfica, termino por convertirlo en otra cosa, en algo que es mío: una apropiación de la memoria que existe en los museos.
¿Cómo llegó a la casa de los Madrazo?
La seda rota parte de la inquietud del escritor Andrés Trapiello, que supo de la existencia de un palacete que perteneció a los pintores Madrazo durante varias generaciones. Un apartamento enorme ubicado en la calle Príncipe de Vergara cuyos dueños iban a desmontar para hacer refacciones. La intención era dividir la vivienda en cuatro o cinco pisos distintos. Cuando llegamos, justo comenzaba el desmantelamiento, con el trajín de pinturas y objetos. Volvimos a visitarlo después, cuando la mudanza estaba ya a medio hacer. En esa oportunidad, ensayé una atmósfera de la casa tal y como estaba que, al mismo tiempo, fuese onírica, para poder imaginar lo que faltaba: las cosas y las presencias humanas que había habido ahí. Destaqué determinados detalles que parecían tener vida. De tal manera que la vivienda, que llevaba años desocupada, fue sometida a un rastreo de la memoria casi arqueológico. Utilicé pequeñas huellas, como la foto de un niño muerto que encontré en el piso, que me intrigó mucho. Hice hincapié en ese objeto y en esa historia en dos o tres imágenes donde el personaje aparece muerto o dibujado cuando aún estaba vivo. Intuía que ese niño tenía importancia. Después, Trapiello confirmó quién era ese personaje, cuya muerte prematura, de cierto modo, acabó con la dinastía de los Madrazo.
Defensor de la convivencia analógica-digital
Juan Manuel Castro Prieto recuerda como «difícil» aquel momento en el que apareció la tecnología digital. «Era un mundo nuevo, diferente. Al principio la pasé muy mal porque no acababa de entender cómo funcionaba la historia. En un momento determinado llegué a la conclusión de que es exactamente el mismo lenguaje fotográfico, aunque con distintas herramientas», comenta.
El fotógrafo y positivador asegura que, pese al fenómeno de la fotografía digital, sigue lidiando a diario con carretes y películas. «Hay una coexistencia pacífica entre ambos formatos y espero que permanezca así durante mucho tiempo. Al comienzo, el debate fue planteado como una disyuntiva, un 'versus'. Pero, en los hechos, no es así. Realmente hay sitio para ambos».
La regla de tres de esa convivencia es el propio método de Castro Prieto, que consiste en disparar en analógico, escanear los negativos y, luego, aplicar la técnica digital. El fotógrafo está convencido de que la cámara digital no tiene aún la misma calidad que la analógica: «la película implica más volumen y matices, y otro tipo de respuesta plástica. Además, tiene mayor personalidad que el disparo digital, que produce fotografías muy uniformes, que se parecen mucho entre sí». Pero aún con estas diferencias, Castro Prieto recomienda no cerrarse y mezclar ambas tecnologías.
Galería
De Etiopía, Joven Hamer, Dimeka (2005)
De Etiopía, Oración en la tarde, Sheik Hussein (2005)
De Etiopía, Grupo surma, Tulgit (2006)
De Etiopía, Niño quemado, Turmi (2006)
De La seda rota
De La seda rota
De La seda rota
De la seda rota
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