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Imagen del diseñador mexicano Alejandro Magallanes. (Foto: Cortesía editorial Almadía)
C iudad Juárez, Chihuahua, 25 de octubre 2009. (RanchoNEWS).- Todo comienza como un dolor de muelas, infame sí pero común; luego, el protagonista de la novela El día que Beaumont conoció a su dolor del Premio Nobel de Literatura 2008, el franco-mauriciano J. M. G. Le Clézio, pasa a un segundo plano porque el relato se convierte en «un viaje hacia el dolor físico como una experiencia espiritual, el dolor como una forma de autoconocimiento y de reconocimiento de nuestro lugar, tan frágil en el mundo», como señala Guillermo Quijas, director de Almadía, la editorial que publica por vez primera en México esta obra del narrador y ensayista. Una nota de Yanet Aguilar Sosa para El Universal:
El libro que ha traducido el escritor Martín Solares y ha ilustrado Alejandro Magallanes, plantea la historia de Beaumont, el hombre que despierta una madrugada sufriendo un intenso dolor que le abre las puertas a un estado de conciencia alucinante que le hace perder el equilibrio físico y emocional, a cambio le muestra el autoconocimiento.
Quijas sostiene que la narración crece en intensidad y alcances psicológicos, que considera una de las grandes virtudes del texto de Le Clézio, pues a partir de una experiencia aparentemente insignificante o pasajera, Beaumont entra en contacto con una realidad de la que no sabía nada o en la que por lo menos nunca se había detenido a pensar.
La obra de la que Editorial Almadía compró los derechos a su homóloga francesa Gallimard, pone a un hombre ante su condición solitaria en el mundo y sin embargo, no se trata del miedo a la muerte o a la desaparición física. «Es el miedo a vivir de frente a la fragilidad de nuestro cuerpo y la certeza de que de él depende nuestro espíritu, que no se trata de realidades separadas, sino que algo tan prosaico como que la carne incida en el espíritu y la mente del personaje, que lo haga sentirse abandonado, incomunicado, perdido», dice Quijas.
El día que Beaumont conoció a su dolor que Alejandro Magallanes llena de molares, bocas, relojes, brújulas, raíces y cerraduras; y del que KIOSKO ofrece un adelanto autorizado por Almadía, es una novela corta e intensa que representa un acercamiento inédito al tema del dolor literario, pero sobre todo al dolor humano que «conduce la transformación del personaje en un ser más pleno o quizá más consciente de sí mismo, de sus alcances y limitaciones», puntualiza Quijas.
1
LA PRIMERA VEZ que Beaumont debió encontrarse con su dolor ocurrió en su cama, alrededor de las tres veinticinco de la madrugada. Giraba sobre el colchón, a duras penas, cuando sintió la resistencia de las sábanas y las cobijas que participaban de su movimiento de rotación, pero de manera incongruente, oponiéndose a él, como si una mano invisible hubiera torcido las telas alrededor de su torso y de sus caderas inmóviles. Después de algunos minutos, o acaso segundos, intentó liberarse, con los ojos cerrados, tirando con su mano izquierda de los pliegues del pijama y los nudos del cobertor. Sólo consiguió aumentar la opresión, e, invadido por el disgusto, pataleó contra lo que debía parecerse cada vez más a una camisa de fuerza. Sus pies consiguieron perforarla al mismo tiempo y surgieron en el otro extremo de la cama, lívidos, sumergidos de golpe en el frío. Los últimos restos de pereza y el aletargamiento del sueño, sin duda, lo retuvieron aún en la misma postura, pero cierta sensación de incomodidad creciente, y un malestar muy intelectual y sin embargo físico, se apoderaron de su alma. Su cerebro volvió a funcionar. Imágenes fugitivas, apenas esbozadas, se encendían y apagaban sobre sus retinas, bajo sus párpados cerrados, como anuncios de neón. Había una barca de madera que se deslizaba a la deriva sobre un río brumoso, y él remaba con todas sus fuerzas; después advertía que se encontraba en la barca, y la historia empezó: la barca se hundía, por supuesto, la isla se acercaba dulcemente hacia él, y las playas, las placas de arena resbalaban bajo su vientre y lo transportaban con dulces cosquillas. O bien escuchaba sus propios pasos resonando en la acera, cadenciosos, ligeros; y otros pasos, otras piernas aparecían, la graciosa presencia de una joven cuyo rostro no podía distinguir, pero que debía tener largos cabellos rojizos y brazos desnudos muy blancos, casi luminosos. Palabras hechas de fósforo nacían en silencio, enterradas en lo más profundo de su cabeza, allá por la nuca quizá, y esas palabras se encendían y apagaban, ellas también, en la oscuridad de un vacío prehistórico, listas a formar frases, a componer complementos circunstanciales, conjunciones, interrogaciones. Como si unos puntos suspensivos las hubiesen amarrado entre sí. Cuando Beaumont sintió que esta invasión, lejos de debilitarse, aceleraba su ritmo y progresaba de manera continua, comprendió que no podría volver a dormir. Sus párpados temblaron, se entrecerraron algunas veces, con nerviosismo, y después, de pronto, sin que pudiese saber cómo y porqué, sus ojos se abrieron por completo. Contra lo que siempre le habían dicho: que se necesita tiempo para que la retina se acostumbre a la oscuridad y distinga los objetos, Beaumont lo vio todo, y de un solo golpe. Estaba acostado sobre su lado derecho, para que su peso no cayera sobre su corazón, y le pareció que veía la recámara a plena luz del día, salvo que la luz había sido reemplazada por la oscuridad. Veía su habitación como si fuera el negativo de una foto: el alto techo negro, los cuatro muros y el suelo grisáceos, y la noche blanca que entraba a tajadas por las persianas. Beaumont permaneció echado de lado, los ojos abiertos, completamente inmovilizado por los nudos y estrangulado por sus cobertores. El ruido de su reloj terminó por alcanzarlo, de manera progresiva, como si hubiera una fuga de agua en la que cada gota se sumara a la anterior, a fin de construir una estalactita que se moviese e insertase milímetro a milímetro en su cerebro. Escuchó el tictac, tic-tac, tic-tac, tic-tac, tic-tac y arrojó el cobertor a sus pies. Encendió la lámpara de noche y vio la hora: tres horas treinta y dos minutos de la madrugada. Hacía casi siete minutos que se había encontrado por primera vez con su dolor pero aún lo ignoraba.
2
BEAUMONT SE LEVANTÓ, atravesó el corredor y las piezas sombrías, orinó, bebió un gran vaso de agua helada del refrigerador. Cuando regresaba a su cuarto, apoyando sucesivamente sus pies desnudos sobre el piso húmedo, sintió que algo ocurría. Desde que despertó comprendió de manera confusa que había un detalle anormal, dentro de él, o a lo lejos, que se apoderó de su alma. Imposible saber qué: se parecía a la percepción de un cambio, como la lluvia cuando cae bruscamente allá afuera, o el instante que sigue al estruendo causado por el choque de dos autos, varios pisos abajo, en la esquina. En lugar de regresar a su cama y disfrutar el lugar aún tibio que había ocupado fue hasta la mesa, arrastró una silla y se sentó. Temblaba, pues el pijama de algodón era demasiado ligero para esa época del año. Pero ni el frío, ni el silencio, ni ningún hecho exterior lograron convencerlo de que debía reaccionar. Lo preocupaba un vacío intenso, que lo estaba inundando y lo mantenía en esa postura meditabunda, la cabeza erguida, los brazos apoyados sobre el borde de la mesa. Miraba hacia donde apuntaban sus ojos, en dirección del muro vecino, casi sin respirar; su cerebro se había transformado de manera inexplicable en una rara especie animal, parecida a un gusano, y ese animal se contorsionaba sobre sí mismo, en busca de algo desconocido. Esa bestia gélida se deslizaba de manera imperceptible para después inmovilizarse, torcer poco a poco su cuerpo encogido y mirar hacia atrás. No tenía ojos, pero una especie de antenas, o cuernos de caracol, sobresalían apacibles, fuera de la masa cartilaginosa, y se posaban con delicadeza sobre la pared craneana, sobre ese objeto cubierto por meninges rosadas. Beaumont comprendió bruscamente que ese gusano algodonoso que se retorcía en su cabeza era su propio cerebro, su inteligencia: era él mismo, y sintió que lo invadía un miedo hasta entonces ignoto, un sentimiento precario y vergonzoso, que no confesaría a nadie. Su mano izquierda tomó un espejo roto que estaba en la mesa, sobre los documentos, y se contempló. Escrutó esa máscara anónima, de treinta y cinco, cuarenta años, rasgos débiles, mejillas ni gordas ni flacas, donde la barba ya había crecido como en el rostro de un muerto. Separó los labios y miró sus incisivos, clavados en las encías, en medio de un breve anillo de sarro. Luego sus ojos, de un azul intenso, fijos en la masa de carne arrugada, como los ojos de una muñeca. Su frente ligeramente huidiza, sus cabellos, las orejas, las narices, las dos depresiones simétricas en el punto en que los maxilares se unen a los huesos del cráneo. Examinó su mentón, las comisuras de los labios, la cicatriz de un viejo lunar, y particularmente, de manera obsesiva, su propia piel, esa extensión de piel blanca, perforada de agujeros, erizada de pelos, la piel elástica y sana, la piel envejecida y sin brillo, la piel donde se forman las pústulas y los barros, ese tejido de inflamaciones y eccemas, ese extraordinario mapa que era la suya, donde se perdía como una mosca diminuta al marchar sobre un cuerpo. Cuando se movió de nuevo fue para encender un cigarro; le agradaba mirarse mientras fumaba, por eso colocó el espejo sobre la mesa, contra una pila de libros, e insertó lentamente un cigarrillo entre sus labios. Pero esa noche no lograba repetir los gestos habituales en el orden correcto. No temblaba, por supuesto, pero no lograba mirarse. Todo ocurría muy deprisa. Hubiera sido necesario recomenzar otra vez, otra vez, guardar el cigarrillo en el paquete, el paquete en el cajón. Luego tomar el paquete con naturalidad, deslizar el pulgar y el índice como una pinza y tomar el cigarrillo elegido. Llevarlo a sus labios, con el consiguiente movimiento de ascensión de su antebrazo, el codo fijo sobre el borde de la mesa. Arrancar un cerillo del sobre de cartón y frotarlo de arriba hacia abajo. Hubiera sido necesario que el cerillo se encendiese, sólo una vez, pero de una vez por todas, definitivamente; que quemase el extremo del cigarro y después se apagara, que el cigarrillo ardiese, ardiese en su boca y en su garganta, como un bello gesto dramático. Pero en lugar de esto, todo lo hacía distraído, como si no fuese él quien fumara, quien iba a fumar, quien había fumado, sino otro, aquel del espejo, por ejemplo. Beaumont dejó de mirar el pedazo de cristal roto. Echo su cuerpo hacia atrás y se apoyó contra el respaldo de la silla. Afuera, en el frío y la indiferencia, en la iluminación eléctrica de las calles, un ruido semejante al de una cascada se acercaba. Capas de ruido rasgaban el silencio, se extendían por las banquetas, resonaban contra los flancos de los automóviles, rebotaban de muro en muro, arrancaban jirones a los carteles. Era la lluvia, o algo muy similar. Quizá uno de esos vehículos que limpian las calles arrojando agua a presión, o quizá un canal de desagüe estropeado. Beaumont respiraba el humo del cigarro, con los ojos anclados en la superficie de la mesa. Mientras sentía dolorosas punzadas descifraba los objetos dispersos, los ceniceros sucios, los lápices de madera revueltos en un viejo frasco de conservas, dos o tres portavasos de cartón y centenares de hojas de papel, amontonadas unas sobre otras. Un volante amarillo, en primer plano, arrastró su mirada unos cuantos centímetros, y se encontró de cierta manera obligado a leer, con una pena y un cuidado infinitos:
Nosotros no somos ni enemigos de nuestro país ni idealistas nebulosos, sino franceses para los cuales el realismo consiste en trabajar por la paz con las armas de la paz, que son la verdad, el sacrificio y la amistad con todos. Nos sentiríamos obligados a realizar la misma protesta por detenidos que perteneciesen a otro partido, clase, nación, religión o raza, pues nuestra acción es un testimonio de nuestra conciencia.
Treinta voluntarios
Cuando hubo terminado comprendió que había pasado mucho tiempo, pues no podía leer una línea más. En su cabeza, oculto al fondo de las membranas rojas de las meninges, el gran gusano inquieto se había retorcido sobre la última línea del volante amarillo, y perdía el tiempo en contar los puntos que lo formaban, en palpar cada uno con sus ventosas opacas y sus antenillas podridas. Los contaba y recontaba incansablemente, como si nada tuviera tanta importancia sobre la tierra como esta sucesión de puntos, de guiones para ser preciso, y como si estuviese en busca de un nombre misterioso, al cual se aproximaba a cada segundo, que daría sentido a todo el volante, a todos los papeles escritos o dibujados, a todas las confesiones, a todas las novelas y a todas las letras del mundo, un nombre puro y majestuoso que paralizaría al fin el infatigable y odioso movimiento de las apariencias. Los ojos vacíos, el rostro paralizado y con una expresión estúpida, Beaumont, la cabeza erguida, el cigarro a punto de apagarse entre los dedos de su mano izquierda, semejante al hombre del espejo, balbuceó en voz alta el nombre de esa cifra:
–Cuarenta y tres.
Y el dolor de muelas se detuvo.
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