.
la escritora nació en Buenos Aires, pero ha vivido entre diversas culturas actualmente. Reside en los Estados Unidos. (Foto: Vito Rivelli)
C iudad Juárez, Chihuahua, 10 d enero 2012. (RanchoNEWS).- En El común olvido, novela clave que acaba de ser reeditada, la autora trabaja el material autobiográfico acercando y distanciando los recuerdos o fantasmas que revisita. La obra tendrá una versión cinematográfica a cargo de Vanessa Ragone. Una entrevista de Silvina Friera para Página/12:
En los ojos de la escritora asoma una chispa de inocultable satisfacción. Sylvia Molloy apoya las manos sobre una de las mesas del bar de la librería Eterna Cadencia y con los dedos índices dibuja una especie de mapa de esta «conjunción de casualidades muy provechosas y estimulantes», según las define ante Página/12. La reedición de El común olvido (Eterna Cadencia), novela agotada poco tiempo después de su publicación, hace ya diez años, se produce en un momento en que la obra de Molloy, excepcional escritora y crítica, está en el centro de atención de cineastas y directores teatrales. El común olvido tendrá una versión cinematográfica a cargo de Vanessa Ragone; pronto se reeditará En breve cárcel, está en marcha la adaptación teatral de la última novela que publicó, Desarticulaciones, y hacia fin de 2012 llegará su esperado nuevo libro de ensayos sobre modernismo latinoamericano. La escritora trabaja el material autobiográfico acercando y distanciando los recuerdos o fantasmas que revisita. A ella –como a Daniel, el protagonista de su novela– le produjo una gran desazón el regreso a Buenos Aires, después de la muerte de su madre, quien le transfirió una última voluntad que no pudo cumplir: quería que arrojara las cenizas al Río de la Plata.
Quizá la mala memoria sea la única que permite de veras el recuerdo. «De la memoria total, acumulativa, Beckett dice que es como una cuerda de tender ropa en la que se alinean los recuerdos sin ton ni son, como medias o camisas puestas a secar, sin vacíos, sin intervalos.» La reflexión de Samuel, un personaje bisagra entre el mundo paterno y el materno, no eclipsa la zozobra que agita a Daniel –académico argentino que reside en Estados Unidos– al regresar a Buenos Aires en busca de su identidad afectiva, dos años después de la muerte de su madre. Julia, la madre en cuestión, una pintora que nunca hablaba de su obra, emigró a Nueva York, a fines de la década del ’60, con su único hijo, que entonces tenía 12 años. A esa edad, bien lo sabe Daniel, no se han almacenado suficientes imágenes de la ciudad natal para poder recrearla en la distancia. Pronto los trapitos del pasado al sol del presente, ciertos «enigmas» que se revelarán sin pausa sobre el padre y especialmente sobre la madre, confirmarán que la sensación de pisar tierra movediza es una prueba más que deberá sortear en ese campo de batalla de la ampliación de la identidad. El rompecabezas de relatos que coleccionará, en sucesivos encuentros con familiares y amigos de sus padres, necesitará de una nueva traducción emocional.
¿Cómo ve El común olvido a diez años de su publicación? ¿Qué representa dentro de su obra?
La noción de regreso me ocupa en este momento particularmente. Sin dudas hay elementos autobiográficos de mis propios regresos «a medias». Empecé a pensar en términos tanto críticos como literarios en el tema del regreso: ¿Qué es volver? ¿Se puede volver? ¿Qué es la casa? Y lo he estado desarrollando en seminarios, con la idea de continuar trabajándolo en ficción y tratar de hacer algo –la expresión de un deseo que acaso no se realice– que fuera a la vez crítica y ficción, es decir hablar de mis regresos, pero también de los regresos de otros escritores, que son regresos, posibles e imposibles a la vez. Eso es lo que me suscita la publicación de la novela de nuevo: seguir pensando en los regresos.
¿Quiere volver a vivir en la Argentina después de tantos años de residencia en Estados Unidos?
Esa es una pregunta difícil... por ahora sigo con el vaivén de «allá» y «acá». El ir y venir me satisface, no quiero elegir.
¿El personaje de El común olvido tampoco quiere elegir?
Sí, es cierto, pero siempre dejo los finales abiertos en términos de regreso. Ahora recuerdo la primera vez que volví a Buenos Aires, después de haber realizado estudios universitarios en Francia, en el ’62. No escribía ficción, pero anotaba lo que sabía que algún día iba a servir para algo. Una de las primeras anotaciones que registré fue justamente la perturbación que me generaba el regreso, que le pasa a casi todo el mundo cuando reconoce objetos o lugares, pero los recuerda de otra manera: más grandes cuando son más chicos. Recuerdo particularmente la sensación de encontrar la casa chica; es curioso que mi primer gesto de «escritura creativa», para darle un nombre, tuviera que ver con el impacto que me generó el tamaño de la casa.
En esta novela se despliega la idea de que la memoria es un engranaje con averías por donde se filtran recuerdos inventados o recreados. ¿En qué momento empezó a reflexionar sobre esta cuestión?
Creo que desde el principio. Yo no puedo escribir desde la nada, me cuesta inventar. Así como en crítica escribo a partir de un texto del cual me desvío, de la misma manera en ficción parto de un recuerdo mío, que es un recuerdo que ya ha sido retocado por mi memoria. Pero ese recuerdo es el punto de partida para seguir armando un relato a base de recuerdos reales o inventados. La memoria con todas sus fallas, con todas sus deficiencias, con todos sus agujeros, es el territorio más sólido para escribir.
¿Y cuál fue el recuerdo desencadenante de El común olvido?
La escritura comienza con un hecho que me ocurre, algo que es tan raro e impactante que no lo puedo desaprovechar, como el hecho de que las cenizas de mi madre efectivamente se perdieron. Por cierto, pasó un tiempito prestado en el cementerio de la Recoleta, en la bóveda de unos parientes, pero después se extraviaron. Al final me enteré dónde estaban, así que no se habían perdido del todo. Pero fue toda una pesquisa encontrarlas. Una vez que pude localizar las cenizas, que debo decir que una parienta las había enterrado, pensé: «Mamá, te quedás ahí, no te voy a echar al Río de la Plata». Ese fue el hecho que me hizo pensar que no podía no escribir algo sobre el tema. En el caso de En breve cárcel fue totalmente verdad la experiencia de entrar a una casa en que ya había estado, pero no lo supe hasta que me encontré en el lugar. Cuando me di cuenta, lo tomé como un desafío: alquilo este lugar para cambiarle el signo, limpiarlo, o no. Acepté el desafío, pero no pude no escribir sobre eso. Esto no quiere decir que en todo lo que escribo espere esa revelación, ese momento raro. Pero esos momentos se dan; tenés que saber reconocerlos.
¿Por qué eligió que la voz narradora fuera la de un hombre?
Quería distanciar al personaje. Aunque le adjudiqué algunos rasgos míos, no quería identificarme demasiado con él y por eso cambié el género, como en En breve cárcel usé la tercera persona. Me permitía trabajar la relación con la madre de otra manera. También quería que el personaje no conociera Buenos Aires, que la fuera descubriendo a la vez que recordaba o que corrigiera recuerdos a partir de lo que veía. Se fue muy chico y en el momento del regreso es más extranjero de lo que soy yo. Entonces por eso lo volví otro, probablemente para no estimular demasiado una lectura autobiográfica.
El linaje del protagonista de El común olvido es idéntico al de Molloy: de familia inglesa, por el lado paterno; francoargentino por la vía materna. «Mi madre era maestra, nadie pintaba en mi familia –aclara–. Pero por las vueltas de los viajes y la vida, descubrió que hay una pintora impresionista anglosudafricana llamada Sylvia Molloy (1914-2008), que vivió un tiempo en Sudáfrica y en Birmania y que en muchos de sus cuadros bosquejó estampas de la vida cotidiana de esas sociedades. «Una vez estaba en Londres y alguien me dijo: ‘¿Usted es Sylvia Molloy? Acabo de ver su exposición’. Aunque me generó mucha curiosidad, no me animé a visitar esa muestra. ‘Y si no me gusta, ¿qué hago?’, me dije. A lo mejor escribo una novela sobre este tema», dice la escritora con un acento de ironía en la promesa.
Al trabajar con la memoria nunca se bandea hacia una melancolía insoportable; puede haber una tensión melancólica suave que jamás deviene en melodrama. ¿Se podría afirmar que hay una obsesión por poner en caja la pirotecnia melodramática?
Huyo del melodrama como de la peste. La melancolía que puede haber en mis ficciones quiero que sea acotada, y muchas veces se traduce en humor o ironía. Hay un momento en la novela en que Daniel está con su tía Ana y ella, que tiene Alzheimer, divaga. Él está entregado a ese espectáculo hasta que de pronto la tía lo confunde con un amante que ha tenido y se masturba. Ese tipo de escenas cortan de cuajo todo melodrama o patetismo. Siempre quiero evitar el patetismo. Uso el humor para rebajar lo que podría rozar cierta cursilería. Tiendo a hacer eso en la ficción y en la vida real porque es una manera de seguir adelante.
Sería como aligerar la mochila que carga, ¿no?
Tal cual, y ponerla en perspectiva para poder continuar, porque si la mochila es demasiado pesada no vas a ninguna parte.
Hay un momento en que Daniel se deshace de unas cartas de la madre y lo hace casi sin leerlas. ¿Le pasó algo similar, de tener cartas, textos muy íntimos de su madre, que no pudo terminar de leer quizá porque podrían poner en peligro ciertas coordenadas vitales sobre sus padres o sobre su propia infancia o adolescencia?
Sí, eso me pasó y es algo de lo cual me arrepiento. Empecé a leer las cartas de mi mamá, que estaban dirigidas a mi padre y a una tía mía a la que yo quería muchísimo, y me perturbaron. Había un detalle que recuerdo de una de esas cartas. Mi madre estaba en su luna de miel con mi padre, en Córdoba, y le escribió a una hermana de ella; eran muy cercanas y vivían juntas antes de que se casara. En una de las cartas mi madre decía: «Molloy –así lo llamaba a mi padre– me cuida mucho, como me cuidabas vos y me lustra los zapatos». Ese pequeño detalle de que le lustraba los zapatos, tan tierno, hizo que me resultara imposible seguir leyendo. Lo único que tiré de mi madre fueron esas cartas. No me preguntes por qué, pero evidentemente hubo algo que no pude tolerar. Las arrojé al incinerador en el momento en que vacié el departamento de mi madre, en vez de llevármelas conmigo...
A principio de la novela aparece algo muy interesante respecto del oficio de traducir. Daniel recuerda que un profesor norteamericano le sugirió que tradujera un texto a medida que lo iba leyendo. El personaje tomó al pie de la letra ese consejo y descubrió por fin que podía leer de otra manera. Algunos lectores podrían reconocer que ha sido parte de su trabajo como traductora y como crítica, ¿no?
Es cierto. Tengo dos maneras de leer. Una es muy distraída: leo, me distraigo, vuelvo a leer y me vuelvo a distraer. Pero aunque suene extraño, es una lectura que puede ser muy provechosa. Después hay un modo más atento de leer que acompaña el texto, que es cuando traduzco. De hecho, salvo esas escrituras sueltas de cuando volví la primera vez a Buenos Aires, mi escritura le debe mucho a la traducción: traduje antes de escribir. Me acuerdo de una frase de Sarmiento en Recuerdos de provincia, en la cual me reconocí plenamente. Sarmiento leía como loco textos en inglés o en francés a su manera, porque conocía las lenguas parcialmente. En lugar de decir «leí a Walter Scott» decía «traducía para mí». No es que traducía por escrito, sino que al leer iba traduciendo. Y pensé que esa frase es una maravilla, un modo que no desdeña de la lectura distraída. Te puedo asegurar que al pasar los años se multiplican las ocasiones de lecturas distraídas. ¿Pero yo ya leí o no esto? Por eso creo que no necesitás llevarte diez libros a una isla desierta: con que te lleves uno alcanza (risas).
REGRESAR A LA REVISTA