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El escritor guatemalteco. (Foto: Guadalupe Lombardo)
C iudad Juárez, Chihuahua, 15 de marzo 2012. (RanchoNEWS).- Un melancólico librero, aspirante a escritor, se enamora locamente de su peor enemiga: una culta, atractiva y enigmática ladrona de libros. El amor sopla donde quiere. No hay ortopedias racionales, ni gramática ni sintaxis, que puedan evitar esa aventura «puramente sentimental» en la que se embarca uno de los dueños de La Entretenida, una librería frecuentada por poetas. La ladrona en cuestión guarda en un bolso los primeros libros que roba de la sección de traducciones del japonés. Él ignora cómo hace ella para que la alarma no suene. En una libreta que podría ser el inventario amoroso de los hurtos, registra los títulos sustraídos, la fecha y la hora. Hasta que un día el librero pasa de la vigilancia a la acción. Cree que asedia a su presa cuando le pregunta dónde se guardó los libritos rusos que tomó de un anaquel. Pero el acorralado es él, condenado a encontrarse con esa maestra en las artes del engaño que tiene varios pasaportes falsos. Como un espectro, ella aparece y desaparece moviendo en verdad los hilos de la trama. «Imposible ser sabio y al mismo tiempo amar», ha dicho alguien con razón. En Severina (Alfaguara), Rodrigo Rey Rosa explora, con una escritura que roe su propio hueso, dos grandes pasiones: el amor y los libros. Una entrevista de Silvina Friera para Página/12:
«Una serie de figuras inconexas me llevaron a pensar en que la idea del amor recibida de los románticos, que lo asocian con la muerte y a veces con el diablo, es demasiado sombría para ser, hoy, creíble y, menos aún, deseable», dice el librero, el narrador de la última novela del escritor guatemalteco. «El nuevo amor, el amor peculiar del siglo veintiuno, tenía que ser distinto, pensé sencillamente para consolarme».
Poco sabrá el lector sobre este librero con aspiraciones literarias. Las misteriosas circunstancias vitales de Ana Severina Bruguera, la consumada ladrona de libros y su acompañante Otto Blanco –a quien presenta como su abuelo–, dejan la profunda sensación de que un puñado de orfebres anónimos está esculpiendo siempre la misma historia. Nada de lo que ella afirma, cuenta o revela –por ejemplo, que estuvo en la biblioteca de Borges, en 1999– puede ser comprobado fehacientemente. «Nunca vi que Borges fuera a entrar en el libro, pero está ahí. Yo comencé a escribir bajo el signo de Borges; entonces me parece natural que esté en esta novela. La historia me llevó ahí y me sentí afortunado de haber encontrado esa solución final para la intriga», dice Rey Rosa a Página/12.
¿Cómo fue empezar a escribir bajo el signo de Borges?
Yo estudiaba Medicina y no estaba muy contento. Un día comencé a leer «Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius»... Estaba en el salón de la casa de mis padres y pensé: «Me voy a dedicar a escribir». Al día siguiente fui a unas clases de un catedrático del que me habían hablado y que era brillante, y casualmente estaba dando un ciclo de lecturas sobre Borges. Me sentí como «llamado». Me preguntó si quería escribir y le dije que sí. «Comience a leer a Borges todos los días, como si fuera la Biblia», me aconsejó. Y seguí ese consejo y abandoné Medicina.
¿A medida que el tiempo pasa la distancia se va haciendo más corta? Ahora que Rey Rosa está en Buenos Aires –invitado a un encuentro de literatura, «Centroamérica y México: la lectura violenta», organizado por el Centro Cultural de España en Buenos Aires–, las premoniciones del pasado emergen como una road movie acelerada. Pronto la Medicina quedó archivada como un mal trago. Después de andar con su mochila y sus instintos literarios por varios países, llegó el momento del bautismo. Se anotó en un taller de escritura de Paul Bowles, el narrador y viajero estadounidense. Cuando el autor de El cielo protector leyó los primeros relatos del joven escritor guatemalteco, no vaciló un instante en traducirlo. El primer libro de Rey Rosa, El cuchillo del mendigo (1992), fue calificado por Bowles como «historias intensas y concisas, como teoremas».
¿Cuáles fueron las circunstancias que alentaron la escritura de Severina?
Hay un cruce de circunstancias. Una sola cosa no siempre basta. En este caso es una anécdota que me contó una escritora. Cuando ella era estudiante, un conocido que tenía una pequeña librería en Tegucigalpa (Honduras) la acusó de haberse robado un libro. Y le empezó a meter mano. Me pareció que podía hacer un cuento con esta anécdota. Y luego, como me acababa de pelear con mi novia, quería hacerle una especie de cortejo escribiendo. No nos hablábamos y me puse a escribir como si le hablara a ella. Comencé a escribir un cuento y vi que no lo podía cerrar. Y me dejé ir, siguiendo a los personajes.
¿Robó libros?
Sí, de joven. Lector que no robó un libro es un lector dudoso (risas). El primero que robé fue en Alemania, en Berlín. Yo estuve estudiando unos meses y tenía muy poco dinero. Había una edición bilingüe de poemas de (Rainer Maria) Rilke, Elegías de Duino, que no podía pagar. Lo estuve rondando y en ese tiempo, en 1978, no había controles. Yo andaba con un morral y dejé caer el libro adentro. Me ausenté por un mes de la librería, pero nadie se había dado cuenta.
¿Por qué cree que alguien roba libros?
En mi caso fue por necesidad. Tenía muchas ganas de leer y no tenía cómo; los libros en español eran muy caros en Berlín. También se roba libros por una especie de gusto, de adrenalina... Una vez me robé un libro de una biblioteca de una universidad, escrito en inglés antiguo, una especie de ensayo sobre las fuentes de la ficción con las raíces griegas. Pasaron unos siete años y caí en la cuenta de que estaba haciendo un mal y lo devolví por correo. Pero éstos fueron robos de juventud, a partir de los 30 años ya no robé más.
En un momento en la novela, a través de alguien que ingresa herido de bala a la guardia de un hospital, aparece muy lateralmente la violencia en Guatemala. En su anterior novela, El material humano, era mucho más explícita. ¿Cómo explica esta diferencia?
Severina fue una especie de vacación de ese tipo de escritura que me dejó un sabor muy desagradable. No fue un propósito, sino algo de pura invención sin contacto con la realidad inmediata, más que lo necesario para darle una base de realismo. Supongo que las últimas veces que visité a alguien en un hospital me pregunté quiénes son los heridos que ingresan. Y cuando eso surge en la memoria, lo aprovechas. Uno echa mano de las cosas que van sirviendo. Cuando uno está escribiendo, todo resuena y parece material utilizable.
Hay cuestiones que ya sabe de antemano que están vedadas porque se plantea: «Hasta acá llegué, esto no lo cuento». ¿Se impone límites?
No. Nuestra ética está en no vedarnos por razones extraliterarias. Yo no tengo límites y espero no encontrarlos nunca.
¿Qué estrategias narrativas prefiere para abordar la violencia: ser explícito y crudo o buscar una prosa que trate de sugerir belleza ahí donde se supone hay horror?
La belleza no es el problema. Lo que importa es la precisión. No creo que la prosa deba ser descosida. Aunque estemos viviendo el caos, nuestro trabajo es ordenarlo para poderlo leer. No creo que la mimética de escribir de una manera violenta funcione tan bien. Hay que procesarla y presentarla para verla más claramente y que de verdad nos golpee. La literatura puede servir para fijarte más en el horror. Al escribir uno tiene que contenerse incluso físicamente. Los temas literarios son cosas que estamos esperando. Si escogemos el tema, el resultado puede ser arriesgado. No digo que no pueda funcionar, pero Borges decía que un escritor está esperando su trabajo. Y su trabajo tiene sentido por el tema. Nosotros podemos ejercitar, mejorar, aprender trucos técnicos, pero los temas no son nuestro problema. Es algo que hay que padecerlo más que procurarlo. No hay que estar pendiente de lo que los otros esperan leer.
Quizá algunos esperaban otra cosa de Severina, ¿no?
Sí, me dijeron: «¡Pero esto no es lo que tú haces!». Creo que es un precio que se paga por ser infiel a tu naturaleza. Pero sólo el escritor sabe si está falseando su naturaleza. Es un asunto entre uno y la página.
Y en ese asunto, sorprende la brevedad de la novela.
A mí no, porque soy muy perezoso (risas). Cada novela pide su extensión. Nunca pude participar en el Premio Alfaguara porque exigen un mínimo de unas 300 páginas (risas). No voy a inflar una historia para concursar.
Rey Rosa no infla las oraciones. No hay extensas parrafadas. Su prosa es concisa, intensa y sugerente. «Vamos a ver...», dice. Y agarra Severina. Abre la novela en cualquier página y empieza a buscar las pruebas para demostrar lo contrario: algunas oraciones –pocas– son de más largo aliento. «Esta tiene cuatro líneas, ésta cinco», señala con el dedo índice. «Yo no creo en la frase telegráfica, aunque a veces sí. Mira acá: este párrafo es una oración. Parece que me estoy defendiendo, ¿no? Me han llamado minimalista, pero yo no me considero minimalista».
No se habló de minimalismo, sino de una prosa concisa...
El estilo es la manera en que uno piensa. Yo he trabajado mucho para limpiarlo, pero al principio quería escribir más largo. Recuerdo que Paul Bowles, que para mí era un sabio, me dijo: «Deje que las frases corran su camino». Y le hice caso. También creo que las lecturas que uno hace se reflejan de cierta manera en la escritura. La prosa barroca tipo (José) Lezama Lima o (Juan José) Saer no es mi literatura favorita. Yo soy más clásico y no tan barroco; clásico en el sentido latino de la brevedad y claridad.
¿Qué otros consejos le dio Bowles?
Muy pocos, pero ése me lo escribió en una carta. Yo aprendí de Bowles cómo estar en el mundo siendo escritor. Él se quedó en Marruecos por motivos prácticos, para no tener que preocuparse por cómo vivir; subsistía con lo mínimo e indispensable: libros y música. Era un asceta. Y a los 20 años me parecía el ideal del hombre solo. Sin alarde centró su vida en el arte. En ese sentido fue mi único maestro, porque cuando conocí a Paul no había tratado con ningún escritor. Había visto a Borges de lejos en Nueva York, en una charla que dio. Durante mucho tiempo, bajo la influencia de Paul, viví en Marruecos en un cuarto con unas pieles de cordero como cama. Y estaba feliz, completamente dedicado a leer y a escribir. Hubo un momento en que no podía escribir diálogos y Bowles me dijo: «Si no le sale el diálogo, utilícelo como tiros en la noche».
Severina tiene unos cuantos tiros en la noche, es casi una novela dialogada.
Se la estaba contando a mi novia y eso explica el estilo. Cuando uno tiene una lectora en mente, enfoca mejor y puede cortar las ramas del árbol. Esto no es algo que aprendí de Bowles, pero sí en Marruecos, viendo cómo los narradores en los parques se concentraban en una de las personas del público. Tener la atención de alguien es como un trabajo de edición previo: descartas muchas cosas que les contarías a otros.
¿Hubo referentes o lecturas que hayan tenido cierto peso a la hora de intentar captar la naturaleza de los diálogos en la ficción?
No diría que es una referencia, pero me llamaron la atención las novelas de Ivy Compton-Burnett, que son puro diálogo y no hay casi descripciones. En esos diálogos los personajes se leen la mente unos a otros; es como si estuvieran los cerebros abiertos en la mesa donde están comiendo. Y creo que aprendí a usar el diálogo de esa manera. En los thrillers norteamericanos hay diálogos que me parecen de lo mejor; estoy pensando en (Raymond) Chandler, en Jim Thompson, auténticas lecciones de realismo.
Hay una mirada irónica, una carcajada entre líneas, cuando aparecen los poetas en Severina. ¿Le parecen pretensiosos?
Los poetas están orgullosos de ser pretensiosos (risas). Los poetas son más apasionados que los narradores, se pelean más y se matarían entre sí. Pero también son más gregarios; la poesía necesita un público y los poetas son más histriónicos. Me da envidia que puedan crear un lenguaje que los narradores no podemos permitirnos. Los poetas trabajan en comunidad; hay un trabajo de oírse y de asimilarse que nosotros no tenemos.
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