Rancho Las Voces: Textos / Marcos Ordóñez: «El teatro, esa máquina de imaginar»
La vigencia de Joan Manuel Serrat / 18

jueves, marzo 15, 2012

Textos / Marcos Ordóñez: «El teatro, esa máquina de imaginar»

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Escena de la obra Incendios,de Wadji Mouawad. (Foto: Archivo)


C iudad Juárez, Chihuahua, 15 de marzo 2012. (RanchoNEWS).- Reproducimos el siguiente texto de Marcos Ordóñez tomado de El Cultural. Me había gustado tantísimo Incendios,de Wadji Mouawad, soberbiamente dirigida por Oriol Broggi en el Romea, que cuando supe que existía una versión cinematográfica corrí a alquilarla. A la media hora ya estaba frito. ¿Por qué era todo tan plano, tan aburrido, tan poco interesante? ¿Mi sopor se debía a que ya conocía los giros de la historia? No. Se debía, creo yo, a que, en lo tocante a potencia imaginativa, el teatro siempre irá muy por delante del cine. Todos hemos visto esas obras montadas con cuatro cuartos en las que aparecen dos tipos, vestidos de calle, ante una cortina negra, y a los pocos minutos nos plantan, por el vigor de sus palabras, en la antigua Roma. El cine, por el contrario, está obligado a mostrar minuciosamente, con todo lujo de detalles, el espacio que rodea a esos dos tipos, el entorno de la antigua Roma.

En mi hit parade de máquinas de imaginar, el cine ocupa el tercer lugar, por detrás de la novela y el teatro. En una novela, como decía Hemingway, un punto y aparte en el lugar que le corresponde puede desgarrar el corazón con la fuerza de una tenaza. En el teatro, la potencia expresiva de un actor siempre batirá a las más sofisticadas escenografías. Por supuesto que adoro el cine, que no podría vivir sin el cine y que a menudo me hace volar, pero a veces su tiranía de lo real es excesiva.


El cine, tirano y esclavo de lo concreto, se ata y nos ata a lo real, por muy maravilloso que lo real sea, mientras que el teatro permite, con una extrema economía, los más altos vuelos de la imaginación: quizás a esto se deba su eterna y actual preeminencia. Sobre el escenario, los personajes de Incendios viajan y nos hacen viajar en el tiempo: les basta un giro del cuerpo, un encorvamiento o un salto, y pasan de tener veinte años a tener ochenta, o viceversa. Hay escenas simultáneas en épocas distintas, y sin apenas decorados. Hay un lenguaje que pasa de lo elevado a lo prosaico en un pispás, tal como nos enseñó Shakespeare. En la película lo primero que se perdía era ese lenguaje, que sonaba tan funcional como una instancia, y cada nuevo flash-back llegaba con una molesta liturgia expositiva y un ensordecedor chirriar de engranajes.

Cuando adapta teatro, la tiranía cinematográfica de lo real puede llegar a cotas risibles. En Enrique V, Shakespeare inventó a un narrador fenomenal, al que le bastaba decir «imaginen ahora el fragor de los cañones en los campos de Francia» para hacer avanzar la acción (y ahorrarse una pasta en decorados). En la adaptación de Kenneth Branagh, ese narrador era el gran Derek Jacobi, y daba su penita cuando nos contaba lo que estábamos viendo en ese momento, mientras aceleraba el paso para esquivar los zambombazos. Un viejo lugar común considera a Shakespeare un autor «ideal para ser llevado al cine», cuando todo el cine imaginable (nunca mejor dicho) estaba ya en su teatro. Reinventa la épica e inventa la interioridad, el plano general y el primerísimo plano, y, sobre todo, el montaje, el montaje sobre escenas y, más difícil todavía, «sobre verso», que toma de los poetas renacentistas, pero esa sería una larga historia. En nuestro patio, el autor que sigue más de cerca sus pasos es Valle. Las adaptaciones de Valle al cine son flojas sin excepción porque le añadieron lo que no necesitaba: la concreción como una piedra atada al cuello (de cisne, de cine) de lo imaginario.


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