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El cineasta . (Foto: CORBIS)
C iudad Juárez, Chihuahua. 3 de abril de 2015. (RanchoNEWS).- Reproducimos el texto de Luis Martínez publicado en El Mundo por el motivo del recién fallecimiento de Manoel de Oliveira.
«Lo importante es que hoy estamos aquí [pausa dramática]. Ayer no lo estábamos». La frase la pronunció Oliveira en su última visita a Madrid. Lo hizo, como a él le gustaba, con esa teatralidad extraña del actor que se sabe dentro y fuera del escenario a la vez. Vivo, más que nunca, pero, vejez obliga, irremediablemente unido a la muerte. Entonces estaba a punto de cumplir los 100 años y se complacía en sorprender a quien quisiera escucharle con frases rotundas sobre el fin de todo, el principio de nada. «La búsqueda del amor absoluto sólo es posible a través del acto simple de morir», decía tranquilo. Y con una sonrisa.
Y quién sabe si, a su manera, no estaba ofreciendo en esas declaraciones el sentido último de todo su trabajo. Cada una de sus obras maestras que vieron la luz desde los años 90 (citamos tres: El valle de Abraham, O convento y Viaje al prinicpio del mundo. Y El principio de la incertidumbre) se ofrece al espectador como un testamento de todo lo que él mismo y el propio cine fue y, quién sabe, podría haber sido. Cada fotograma milita en el contrasentido de un programa quizá imposible. Él, que nació al invento de los Lumière cuando aún no sabía hablar, estaba convencido de que el cine o es palabra o no es. Y desde esta creencia con modales de dogma construyó una filmografía perfecta alimentada de la profunda paradoja de convertir cada imagen en una idea, en un pensamiento callado.
En El extraño caso de Angélica, una de sus última aproximaciones al abismo, retrató lo que de profundamente vivo hay en el cadáver tendido de la una mujer. La cinta recuperaba un viejo proyecto de los años 50. Cuando aún era casi joven. Un día fotografió a la mujer de su primo. Muerta. Y de ahí, de esta tira de piel arrancada al tiempo nació una película que es a la vez un poema sutil, naíf en la superficie y profundamente conmovedor en sus modales. ¿El argumento? El amor y la muerte. Para Oliveira, el cine no es otra cosa que realismo, fantasía y comedia. Su espiritualidad es tibia, blanda, carnal. Exactamamente igual que su mirada siempre vieja y siempre profundamente nueva; una mirada que se desnuda, se quiebra, se reconstruye y, finalmente, se llena de sentido.
Y así siempre. Por siempre incluso. Decía que lo que llevaba trabajo era preparar los proyectos. Que, para él, un rodaje era un descanso. Y lo afirmaba con la misma sonrisa trágica del que se sabe vivo y muerto a la vez. En su última película (El viejo de Belén, del año pasado) sentaba a dialogar en el jardín de la eternidad a Don Quijote, a Luís de Camões, a Castelo Branco y a Teixeira de Pascoaes. Hablaban del pasado y, en realidad, su única ocupación era el futuro. Oliveira murió ayer, pero algo dice que, en realidad, no ha hecho más que nacer. Tan contradictorio, tan trágico, tan divertido. «Lo importante es que hoy estábamos aquí [pausa dramática]. Mañana, ya veremos».
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