Durante una protesta contra el racismo en Río de Janeiro, Brasil, se alzaron pancartas que decían: «Las vidas negras e indígenas importan».(Foto: Silvia Izquierdo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 14 de julio de 2020. (RanchoNEWS).- Es probable que ninguna persona marrón pueda olvidar la primera vez que alguien le sugirió que se bañara, señalando una supuesta suciedad de su piel. A mí me lo dijeron en una playa limeña. Recuerdo cómo al volver a casa lloré restregando cien veces la esponja a ver si se borraban las partes más oscuras de mi piel. No sé cuántas veces he tenido que decir la frase «soy así» a gente que ha sentido como legítima su curiosidad por la gradiente de marrones que sube y baja caprichosamente en mi epidermis.
Jamás se me hubiera ocurrido hace unos años llamarme a mí misma marrón. En el imaginario colectivo racista es un color alevosamente asociado a la suciedad, incluso al excremento. Y eso que hay muchísimas cosas marrones hermosas, como la tierra, las hojas en otoño, las galletas recién horneadas. Pero no. A las niñas y niños peruanos, en gran parte marrones, nos enseñan en el colegio que el rosa pálido de nuestros lápices es el «color piel» y el que se parece a nuestra piel, el «caqui». Hace unos años, una persona racista se hizo famosa en Perú porque insultó a otra llamándola «color puerta».
El texto de Gabriela Wiener es publicado por The New York Times
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