Rancho Las Voces: Ensayo / «Liberales, conservadores... ¿o qué? », por Susana V. Sánchez
La vigencia de Joan Manuel Serrat / 18

viernes, marzo 21, 2008

Ensayo / «Liberales, conservadores... ¿o qué? », por Susana V. Sánchez

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Benito Juárez García. (Foto: Archivo)

E l Paso, Texas. Cuando cursaba la preparatoria oí por primera vez la pregunta: ¿Eres liberal o conservadora? Como ante muchas otras preguntas y aseveraciones que escuchaba en ese tiempo, me quedé perpleja y no supe que contestar, para deleite de mis compañeros. Hasta el momento, la única noticia que tenía respecto a los términos liberales y conservadores eran las lecturas históricas de las guerras del siglo XIX.

Gracias a eso, sabía que durante el siglo XIX se había librado en México una terrible guerra civil; y que un bando se llamaba de los Conservadores: traidores que se habían atrevido a traer a México un príncipe europeo para que nos gobernara, juzgando al pueblo de México y por ende, juzgándose ellos mismos, incapaces de organizar y gobernar debidamente. Mientras que los triunfadores de esa guerra, a los que pertenecían muchos de los próceres de la nación, entre ellos Benito Juárez, se denominaban los Liberales. Hasta ese momento los únicos liberales y conservadores de quienes tenía noticia eran los participantes de la decimonónica Guerra de Reforma.

Sin atreverme a preguntarles a quiénes con tal aire doctoral me preguntaban a qué categoría pertenecía yo, simplemente decidí investigar de qué hablaban y en la primera oportunidad contestar en consecuencia. Poco a poco me enteré que de lo que mis compañeros hablaban era de que si tenía o no la libertad para sostener relaciones sexuales antes o fuera del matrimonio. Ante ese descubrimiento mi perplejidad sólo fue en aumento.

Moda femenil de los años setenta. (Foto: Archivo)

En los primeros años de mi vida, en el medio donde yo había crecido, ese tipo de conceptos no se cuestionaban, simplemente se daba por sentado que cualquier mujer debía esperar hasta realizar un matrimonio para iniciar su vida sexual, precisamente con ese único compañero que también lo sería para todas las cosas, durante toda la vida. Un maravilloso ideal, aunque a lo largo de la vida pude constatar que no pasaría de ser eso, un ideal para un gran número de mujeres y de hombres también. Hablar del asunto con otras muchachas de mi edad no me ayudó mucho a entender por qué se me estaban cuestionando asuntos íntimos que tienen que ver con la moral. Ellas también habían recibido el mismo tipo de educación, aunque fueran muchachas citadinas.

Con el paso de los años y muchas otras lecturas sobre los avances sociales y sobre todo, lo que era para mí el novedoso tema de la Liberación Femenina, me enteré que algunas mujeres propugnaban que el dominio del propio cuerpo y la propia sexualidad era un derecho que debíamos tener las mujeres. La vida me ha demostrado que esa tan cacareada libertad que los hombres decían tener también era una mera ilusión.

Como probablemente lo fue para muchas de mis contemporáneas, el tema pasó a ser parte de un cuestionamiento que nunca llegó a tener una respuesta clara. Sin embargo, ser «liberal» en los años subsiguientes llegó a ser sinónimo, ya no solamente de tener relaciones sexuales sin que hubiera matrimonio de por medio, sino de llevar una vida que en ese tiempo se llamaba licenciosa por nuestros mayores, esto es, ser sexualmente promiscuo/a, ingerir drogas y alcohol, no tener horarios fijos para nada y no obedecer ningún tipo de reglas o convencionalismos sociales.

Muchos jóvenes que se consideraban liberales también usaron las modas más estrafalarias; los hombres que traían el cabello más largo o las camisas más floreadas y las mujeres con las minifaldas más cortas, los cabellos más teñidos y las cigarreras más escandalosas. Sin embargo, muchos de estos estrafalarios, en realidad usaban la moda como única manifestación de «liberalismo», ya que simplemente eran pacíficos estudiantes o jóvenes trabajadores que llegaban a su casa a buena hora y rara vez se ponían alguna borrachera. Probablemente la mayoría, si es que habían coqueteado con las drogas, fue solamente de manera muy tangencial y pasajera.

Estudiante mexicano protestando en la Ciudad de México en 1968. (Foto: Archivo)

Durante esa misma época se puso de moda tener ideas «izquierdosas», políticamente hablando y participar activamente en movimientos sociales para cambiar el status quo. También estas ideas se equipararon con el concepto de «liberalidad»; por más que muchos de sus exponentes, en la vida íntima fueran más apegados a ideas de lo más tradicionalistas y hasta bastante anticuadas, como ellos mismos decían, ideas francamente reaccionarias… Por ese tiempo, algunas de mis compañeras se casaron con líderes de la llamada izquierda mexicana, quienes resultaron ser maridos tan apegados al concepto tradicional de lo que debía ser una esposa, que varios de ellos por ejemplo, obligaron a estas muchachas a tener 7 u 8 hijos, a permanecer en sus casas desempeñando solamente el papel de amas de casa, sin que nunca les permitieran desenvolverse en sus profesiones; menos aún participar en los movimientos sociales o políticos en los que ellos participaban, o practicar la política como una profesión; prácticas bastante «antiliberales», diría yo.

Por otra parte, los jóvenes que se designaban a sí mismos como conservadores eran muchachos generalmente muy religiosos (la mayoría católicos), abiertamente defendían las ideas tradicionales sobre el matrimonio, la familia, las relaciones sociales y sexuales. Aunque también usaban el cabello largo, lo traían de un largo moderado y muy bien arreglado; no se vestían escandalosamente, sino que procuraban tener un look que fuera muy aceptable para sus mayores. En general, estaban muy opuestos al cambio social. Consideraban que las clases sociales existían—«así había sido siempre y así debería de seguir siendo». Muchos consideraban que la mujer estaba hecha para ser esposa y madre fundamentalmente—como antes lo habían considerado ya sus padres, abuelos y bisabuelos— y que el hecho de que las muchachas asistieran a universidades y tecnológicos debía ser con el único propósito de convertirse en personas con la suficiente competencia como educadoras para formar hijos mejores y más aptos.

Estudiante mexicana en la actualidad. (Foto: Archivo)

Aunque ésta pueda ser una pintura bastante maniquea de los jóvenes mexicanos, tanto de los universitarios como de aquellos que se integraron a la fuerza de trabajo más jóvenes, durante las décadas de los sesentas y setentas, creo que podemos usarlo como herramienta que nos ayudará a entender en qué contexto principiaron estas discusiones sobre los tan traídos y llevados liberales y conservadores del siglo XX; absolutamente distintos a sus contrapartes decimonónicos. Probablemente las ideas de la Ilustración y el Enciclopedismo derivados de la Revolución Francesa fueron la motivación para adoptar estos nombres para los Liberales del siglo XIX. Eran definiciones que aunque llevaban una gran carga social, pues propugnaban por un cambio humanista de la sociedad, en realidad su intencionalidad era claramente política.

Para empezar, la concepción, ya que nunca me he encontrado con una verdadera definición, de liberal y conservador en el siglo pasado, es una idea más bien sociológica que política y, con el paso del tiempo llegó al siglo XXI bastante adulterada. Las modas en las siguientes tres décadas han cambiado varias veces tanto el largo de los cabellos para hombres y mujeres, como el largo de las faldas; los pantalones dejaron de ser blue jeans súper ajustados y se volvieron pantalones tumbados imitadores de los que usan los pandilleros de los ochentas, modas importadas de los Estados Unidos y Centroamérica. Hoy en día, se ha acentuado mucho más la diatriba sobre las «corrompidas costumbres liberales» aunque siempre que oigo estas discusiones en cualquier reunión de respetables familias clase medieras, termino con la impresión de que nadie sabe de qué se está hablando en realidad; cada quien tiene sus ideas sobre lo que es ser liberal o conservador.

Una cantidad enorme de muchachas de mi generación fueron a la universidad con el ánimo de ser súper estrellas del hogar y de la maternidad, pero terminaron teniendo que trabajar a todo vapor y practicar en serio sus profesiones porque como a menudo sucede, la vida, siempre cambiante, nos obliga a adoptar papeles insospechados y por lo tanto a mudar radicalmente de manera de ser, aunque sigamos con las mismas retóricas. Una de las cosas que establecieron «de facto» muchos de esos muchachos tan «conservadores» de entonces fue el divorcio. En efecto, aunque se supone que éste es un invento «liberal», en realidad los conservadores que estaban mejor situados social y económicamente fueron los que más decidieron terminar con sus matrimonios hechos a temprana edad.

Al contrario de sus padres y abuelos, ellos creyeron que no era necesario ser tan fieles al mandato de: «hasta que la muerte nos separe». Este solo hecho provocó que las mujeres que se fueron quedando solas tuvieran que salir a trabajar fuera de casa. La necesidad las obligó a transformarse en trabajadoras muy serias, o decidieron casarse en segundas y hasta en terceras nupcias, así pues formaron familias muy diferentes a aquellas de las que provenían; eso por no hablar de las que decidieron ser madres solteras, que dejó de ser un estigma social para convertirse en algo más o menos tácitamente aceptado. Algunas otras, aunque permanecieron felizmente casadas, las numerosas crisis económicas mundiales y en particular las del país, las obligaron a contribuir económicamente a sus hogares para poder sobrevivir las muchas catástrofes que ha tenido que capotear la clase media mexicana. La mujer casada que trabaja dejó de ser un animal raro para convertirse en el promedio.

Por supuesto, no todas esas muchachas corrieron la misma suerte o tuvieron los mismos propósitos. Había estudiantes que desde un principio decidieron tomaron en serio la profesión y después practicarla también con el mismo ahínco. Muchas brillantes profesionistas de los setentas encontraron al principio muy restringido el campo de trabajo. Pero como al menos en el norte de México se estableció la industria maquiladora, en donde eran bienvenidas las mujeres de muchas profesiones, ya que el grueso de la mano de obra era y es hasta la fecha femenina, estas noveles profesionistas pronto encontraron acomodo y acabaron con el mito de que las mujeres no pueden ser buenas profesionales porque tienen otras prioridades.

Debido a estos avances sociales, el siglo XXI recibió a las flamantes profesionistas, hijas de mi generación, con los brazos abiertos para todos los campos y las disciplinas en el trabajo. Aún subsiste discriminación contra la mujer trabajadora en muchos lugares, sobre todo en lo que se refiere a sueldos y oportunidades de ascenso, pero las jóvenes de hoy en día tienen más probabilidades de triunfar en su profesión que una joven profesionista de hace 30 ó 40 años.

La mayoría de estas mujeres no tienen ni siquiera una idea de las luchas que han librado las activistas por la liberación de la mujer en todo el mundo. No saben por ejemplo que sus bisabuelas y probablemente sus abuelas no tuvieron derecho al voto; probablemente no las hubieran admitido en las universidades si hubieran querido estudiar ingeniería, medicina o cualquier otra profesión considerada masculina—hay un libro de Mariano Azuela que constituye una soberana burla de una muchacha que quería estudiar leyes; o aún cuando las puertas de la universidad se hubieran abierto para ellas, sus familias nunca les habrían permitido estudiar, o ejercer su profesión.

La cantante mexicana Vianey Valdez en los años sesenta. (Foto: Archivo)

Cualquier patrón se hubiera reído a carcajadas si le hubiera solicitado una oportunidad una mujer ingeniera o hasta una carpintera, entre las profesiones técnicas. Mi generación es probablemente la primera en la que se hizo común que una muchacha decidiera estudiar con toda seriedad cualquiera de estas disciplinas para después practicarla para ganarse la vida. Este es un logro de los movimientos de liberación femenina que es parte, desde luego, de las ideas consideradas liberales. Curiosamente, es en los hogares considerados por las propias familias «muy conservadores» donde más han alentado a sus hijas a estudiar y trabajar con toda seriedad.

En México, aunque en los setentas se comenzó a hablar de que la mujer debía ser dueña de su cuerpo y su sexualidad, es hasta este siglo XXI cuando realmente se comienza a dar este fenómeno y las jóvenes determinan con más libertad cuando quieren comenzar una vida sexual activa, estén o no casadas. Aunque no deja de haber entre ellas todavía una carga de culpabilidad o de incertidumbre al tomar estas decisiones. Desgraciadamente, aún se sigue manejando la misma hipocresía con que siempre se ha abordado o acallado el tema de la sexualidad. Incluso cada rato me encuentro con fósiles antidiluvianas de mi edad que encuentran atractivo como tema de conversación, comentar que ellas no tuvieron relaciones sexuales hasta que su matrimonio estuvo debidamente sancionado por el cura y por el juez. No sé hasta que punto es cierto o no, creo que el asunto no tiene la menor importancia, pero lo encuentro bastante aburrido en mujeres que ya son o están a punto de ser abuelas y que podrían hablar de experiencias mucho más importantes e iluminadoras para las nuevas generaciones. ¡Me dan severos bostezos…!

TOLERAR OTRAS FORMAS DE PENSAR

Desde luego, con las epidemias de enfermedades de transmisión sexual y la terrible pandemia del SIDA, sería mucho más importante transmitirles a nuestros jóvenes, hombres y mujeres, la gran responsabilidad que tienen entre manos para manejar su sexualidad responsablemente; como les enseñamos a mantener limpio y bien alimentado su cuerpo. Creo que la moral se ha quedado atrás, por no tomar en cuenta los avances en materia de higiene y todos los logros de la ciencia en todo lo que se refiere al manejo del propio cuerpo y sus necesidades.

Una de las peores catástrofes que acontecieron en el último cuarto del siglo XX fue la generalización del uso de las drogas, que aunque se dice que es por parte de los jóvenes, en realidad, el uso de las drogas ha sido y se está practicando por personas de todas las edades. Creo que ésta si la podemos considerar una verdadera hecatombe de fin de siglo. Junto con el SIDA y algunas otras epidemias de salud, pero tomando en cuenta el número de individuos que se enferman de drogadicción, el asunto de las drogas—eso sin hablar del terrible azote del narcotráfico y su secuela de muerte—creo que es con mucho, probablemente el mayor problema de salud pública que tenemos encima, una pandemia mundial de proporciones insospechadas.

No obstante, oyendo tanta sandez disfrazada de moralina por dondequiera, me doy cuenta de lo impreparados que estamos para enfrentarlo y combatirlo de una manera seria y eficaz. Nos portamos como unos verdaderos ignorantes y medrosos supersticiosos medievales. En lugar de respaldar a las diferentes disciplinas de la ciencia, que creo es nuestra única verdadera esperanza, preferimos ponernos a lanzar verborreas apocalípticas, hablar de los males del liberalismo e ignorar el problema, como si ignorándolo pudiéramos exorcizarlo.

Otra vez se pusieron de moda los «conservadores», o sea individuos religiosos y «muy morales», aunque ya se sabe que también entre ellos abundan los pederastas, y aquellos que también sufren todos los azotes de los diferentes vicios que aquejan al resto de la humanidad. Se han multiplicado como hongos una multitud de sectas de todas las religiones tradicionales, así como seudo-religiones de nuevo cuño que le ofrecen a los pobres desesperados enganchados en la drogadicción, o a sus desgarradas familias la salvación del alma y del cuerpo, cuando en realidad lo único que quieren es aligerarle la cartera.

Ciertamente que a algunos pocos les ha dado resultado el apego a las religiones, pero eso no es cierto para la mayoría de los miserables enfermos que están dispuestos a cualquier aberración con tal de conseguir la siguiente dosis de la droga o las drogas a las que sean adictos. Los narcos, mercachifles de la muerte, saben esto, y no se detienen ante nada para ejercer esta moderna forma de esclavitud. Tal vez habría que buscar en la propensión del ser humano a buscar paliativos a los males que nuestra condición de seres pensantes nos ha condenado, para encontrar la solución a la dependencia bioquímica de las drogas; o a muchas otras dependencias sicológicas—entre ellas podemos contar la anorexia, la bulemia, la glotonería, traducida en obesidad, la adicción al juego o al sexo indiscriminado—que también conducen a la locura y a la muerte. A ese tipo de problemas, hasta ahora, solamente la ciencia está dando algunos pasos vacilantes para darles respuesta adecuada.

Es sin duda, muy loable la búsqueda de respuestas en todas aquellas disciplinas que nos han ayudado tradicionalmente: la religión, la moral, la ética, la filosofía. Sin embargo, hablar sin ton ni son de la pérdida de «valores» cuando nadie aclara cuáles son esos valores y nadie define con precisión cuáles serían las metas a lograr, sucede lo mismo que con la tonta discusión sobre «liberalismo» y «conservadurismo». Cuando cada quien tiene en mente una definición diferente y nadie ha dicho de qué cosa estamos partiendo, todo se convierte en un diálogo de sordos, un parloteo de cotorras que no tiene sentido y probablemente no nos lleve a ninguna parte.

A lo largo de mi vida he tratado con gente de todas las condiciones sociales, de diferente educación y procedencia y he descubierto que lo único que tenemos los seres humanos en común, es la certeza de que nuestra manera de pensar, de vivir y de actuar es la mejor. Por lo tanto, para hablar de valores, habría que ver primero si nuestros valores son los mismos que los del vecino y los de los habitantes de la casa de la esquina. Tomar la decisión de tolerar otras formas de pensar, de vivir y de afrontar la vida. Si no echamos mano de la experiencia de muchos siglos de historia, de la comprensión, el respeto y la solidaridad que nos debemos unos a otros, estaremos perdiendo un tiempo precioso para solucionar muchos de los males sociales y de salud que hoy nos aquejan y que requieren soluciones novedosas, imaginativas y muy urgentes.

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