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Una mujer contempla el autorretrato del artista. (Foto: AFP)
P arís, 12 de octubre 2007. (Octavi Martí/ El País).-Primero en París, en el Grand Palais. Desde hoy al 28 de enero. Luego, durante la primavera, en Nueva York, en el Metropolitan Museum. Por último, durante el verano, en el Musée Fabre de Montpellier. Ése es el programa de la gran retrospectiva de Gustave Courbet –120 telas, dos cuadernos de dibujos, 60 fotografías relacionadas o utilizadas por el pintor– que pretende sacar al artista de dos encasillamientos: el del realismo y el de la pintura social.
Durante décadas, Courbet (1819-1877) fue considerado como un pintor realista y social. En 1849, firmó Los picapedreros, un cuadro sobre un humilde empleo que raramente atraía la curiosidad de artistas. En 1871, participa a su manera –salvando el Louvre y las obras en él guardadas– en el efímero gobierno de la Comuna de París. Esa asociación con los revolucionarios le valdrá la cárcel, la confiscación de todos sus bienes y el tener que exiliarse en Suiza para escapar a la inicua multa que el Estado quiere obligarle a pagar.
En la exposición de París, Courbet se revela como un artista a contracorriente. De entrada, asume dos grandes retos: pintar la carne humana y pintar la nieve, dos problemas técnico-estéticos que pocos pintores resuelven de manera satisfactoria. Luego se revela como alguien capaz de renovar la tradición pictórica: los grandes formatos, tradicionalmente reservados a temas de historia o mitológicos, le sirven para evocar situaciones cotidianas.
En las grandes composiciones se burla de los equilibrios internos, de todas las normas de composición. En una de sus telas más célebres -Un entierro en Ornans, 1849- no sabemos quién es el muerto. Cuando pinta desnudos, pinta mujeres reales y no bellezas idealizadas. Su Origen del mundo (1866) es una provocación pues muestra un sexo femenino y sólo eso.
Los comisarios de la exposición han agrupado las obras temáticamente. Se arranca con una impresionante serie de auto-rretratos en los que él se inventa su propio personaje a través de múltiples disfraces. El mundo familiar y su tierra natal le inspiran otra serie de cuadros. Ciertas montañas o grutas le atraen lo suficiente como para realizar series sobre sus formas, al igual que el potente oleaje del mar –«cuando te pones de espaldas al cuadro, aún oyes el estrépito de sus olas», decía Joan Miró– o los temas cinegéticos, melancólicos a la vez que desmesurados.
Courbet, que era hijo de una familia de ricos terratenientes, que era pacifista, republicano, socialista y, sobre todo, partidario de los placeres de la carne, ha sido objeto de todos los equívocos. En su día se le reivindicó como padre del realismo socialista cuando supo ser más romántico que todos los románticos. No se sometía a lo que veía sino que se apoderaba de ello. Se le etiquetó de político cuando sólo se preocupaba por el arte y por su persona. No le perdonaron su orgullo. El conde de Nieuwerkeke, enviado por Napoleón III para convencerle de que realice una obra para la Exposición Universal, se encuentra con la siguiente respuesta: «¿Cómo ese gobierno se atreve a ofrecerme algo cuando yo solo ya soy todo un gobierno? No necesito de nadie para hacer mi exposición. Ustedes monten su pabellón, yo tendré el mío». Y así fue. «Señor Courbet, es usted muy orgulloso», dijo el conde. «Me sorprende que sólo ahora se aperciba de ello. Soy el hombre más orgulloso de Francia». Y mi pintura es la más potente, hubiera podido añadir.
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