Rancho Las Voces: Literatura / Entrevista a Alejandra Laurencich
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martes, octubre 23, 2007

Literatura / Entrevista a Alejandra Laurencich

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La escritora argentina. (Foto: Página/12)

A rgentina, 23 de octubre, 2007. (Silvina Friera/Página/12).- Los pensamientos de estas mujeres tienen el espesor del extremo y destilan la incorrección que produce la angustia o el exceso de imaginación. Son personajes que están expectantes, anhelando que algún acontecimiento inminente les permita emerger del caos de sus propias lucubraciones. Una madre se reprocha que piense cosas sin sentido, que no sirven para nada, pero no puede evitar imaginar un tsunami, una catástrofe o una guerra como la de Bosnia. Una mujer, que se pregunta por qué si tiene trabajo no es feliz, presiente que se acerca el fin: «Un año más y pronto seré menopáusica y la vida sexual se habrá acabado. Nunca más pasar la lengua por un cuello joven». Una actriz, que espera que le envíen el contrato de una productora, se plantea que es una cuestión de actitud. Si me creo vencida, me van a vencer», pero del fluir de sus ocurrencias al hecho hay un trecho que ella transita barriendo el living, sobresaltándose ante el sonido del timbre y nutriendo sus pensamientos con un pasaje de La montaña mágica, de Thomas Mann, o recordando, con vergüenza, una frase de Paulo Coelho. Un ama de casa, que se pasea por las góndolas del supermercado desechando productos que no puede comprar, como el café, compara su bolsa con la de un hombre que ella supone que vive en un country, «como gemelas crecidas en familias diferentes». En los cuentos de Historias de mujeres oscuras (Norma), el mundo pareciera que puede explotar en cualquier momento. La narradora y guionista Alejandra Laurencich explora con precisión el instante en que un incidente doméstico abre una grieta por la que aflora lo indecible, esa zona tenebrosa tan difícil de narrar por la amalgama vertiginosa de emociones, sensaciones, sentimientos e ideas «fronterizas», que nunca se sabe hasta dónde pueden llegar.

«Me gustan los personajes oscuros, los que están fuera de la zona de luz», dice Laurencich en la entrevista con Página/12. «En una fiesta, si veo que hay alguien que habla mucho, que está demasiado iluminado, desconfío. Prefiero observar al que está calladito; me dan ganas de acercarme y preguntarle: ¿qué hay detrás de esa mirada, de ese silencio? ‘Contame qué pasa en tu cabeza.’ Y es un poco lo que hago en estos cuentos: voy hacia esas mujeres que están más allá de los focos, que sobreviven, luchan y se esfuerzan, y busco las historias que hay en ellas. Siempre me identifico con los personajes oscuros, con la gente silenciosa, con sus miradas.» No es la primera vez que esta escritora –que como guionista ha trabajado junto con el director Eduardo Calcagno y el realizador Ricardo Preve– transita por las zonas menos iluminadas de los engranajes femeninos. Ya en su primer libro de cuentos, Coronadas de gloria (2002), hurgaba en lo que no se manifiesta de las emociones, lo que, como el polvo, se trata de ocultar bajo la alfombra. «Me atrae mucho más la oscuridad que la luz, incluso en el universo, cuando se habla de las estrellas o los agujeros negros. A mí me interesan los agujeros negros, quiero saber qué pasa ahí, cómo es entrar a un agujero negro. Cuando era chica, me iba a lugares oscuros a observar a mi familia, para ver si pescaba algo que no se decía en la zona de luz», señala Laurencich, que actualmente integra el plantel docente en Casas de Letras, dirige un taller de narrativa y coordina los talleres literarios virtuales de la Fundación Avón.

¿Por qué a la mayoría de las protagonistas, generacionalmente, se las podría definir como «hijas de la dictadura»?

No es casual. En casi todos los cuentos siempre alumbro los conflictos que se me presentan a mí o que escucho por ahí. Fui adolescente en la dictadura, y cuando me preguntan por qué el título del libro, por qué son mujeres oscuras, pienso que todas esas mujeres no están en una zona de luz. Todas fueron adolescentes durante la dictadura, quisieron salir a la calle y decir «acá estoy», gritar sus verdades. Pero tuvieron que aprender a callarse la boca, a disimular y entonces la procesión va por dentro. Estas mujeres están llenas de culpas y de pensamientos rumiantes.

En el primer cuento, «Bosnia sobre la almohada», sorprende hasta dónde pueden llegar las lucubraciones de esa madre. ¿Qué resonancia tiene la palabra Bosnia?

En el imaginario de una porteña, Bosnia puede ser el equivalente al infierno, a lo que se puede desatar sin que uno sepa cómo. Esa mujer piensa una guerra de la que todos escuchamos hablar y que de repente cree que puede desatarse en su barrio, en su casa. Seguramente también debe haber resonancias de las guerras del Imperio Austrohúngaro, que escuché contadas por mi abuela, que era de Eslovenia. Si pensás en una guerra, cualquier problema doméstico va a parecer nimio. El mecanismo a que apela esta mujer es llevar las cosas al extremo de la posibilidad de la muerte, donde su hija la necesitaría y que entonces ahí pudiera demostrarle su heroísmo y cuánto la quiere, lo que evidentemente en la convivencia cotidiana no le puede demostrar.

Este mecanismo de llevar las cosas al límite, ¿lo aplica en muchos de los cuentos?
Sí, soy medio extremista en todo lo que hago (risas). En la vida cotidiana llevo mis pensamientos al límite, al «qué pasaría si...», pero la gente me frena antes. Cuando la imaginación se desata, siempre llega a lo peor, no a lo mejor, y casi todas las protagonistas de los cuentos llevan sus pensamientos al límite. Me siento identificada con ese tipo de personajes que piensan mucho, que tienen una vida sin tanto heroísmo ni acciones deslumbrantes, pero tienen una cabeza que se las trae. En muchas épocas de mi vida creía que era una cabeza con patas, sentía el peso del rumiar constante. Recuerdo que una vez una amiga me llamó para que hiciéramos unas clases de biodanza juntas, para «integrar la cabeza con el cuerpo», y me quedé pensando dónde estaba mi cuerpo, porque tenía la sensación de que iba por la calle acarreando sólo el peso de mi cabeza. Todos los personajes de mis cuentos se la pasan pensando, para bien o para mal, y muchas veces para mal. En eso admiro mucho más a los hombres, que piensan menos y gozan más. Me parece que hoy la mujer se la pasa pensando... Bueno, pero también disfrutamos (risas).

¿A qué atribuye que las mujeres piensen tanto?

Las mujeres tenemos dos frentes: uno es el que siempre tuvimos, el hogar, la familia. El otro frente, en el que empezamos a batallar desde hace unas décadas, es el trabajo, la profesión, donde tenemos que salir a mostrarnos. Entre el adentro y el afuera, entre la presión, que no sólo viene del entorno sino de nosotras mismas, tenemos que demostrar que podemos, no sólo para los otros sino para nosotras mismas, para no quebrarnos, para decir «podemos con esto», «podemos con lo otro». Y entonces nos vamos cargando la mochila con muchos «podemos». Pero eso hay que organizarlo mentalmente: qué espacio le damos a cada cosa, a cada «podemos». Y encima tenemos que vestirnos bien, hacer dieta, estar espléndidas, ser divertidas... que sé yo cuántas cosas más tenemos que hacer y ser. Me parece que el hombre está menos fracturado que la mujer. La mujer tiene veinte mujeres en la cabeza y hay un diálogo permanente entre ellas.

¿Cómo trabaja con lo autorreferencial, con los materiales que puede escoger de su vida?

No hay ningún cuento que tenga que ver directamente con una vivencia mía. Mis cuentos son respuestas a situaciones que observo, y me sirven para sacarme de encima un pensamiento recurrente o algo que vi y que me dolió. La literatura me alivia bastante y me deja limpita, desintoxicada, porque todas esas cosas que observo o pienso me intoxican, me pesan demasiado. Y cuando las escribo, las vive el personaje, se las lleva por el mundo y a mí me saca el lastre de encima. Cuando vuelvo a leer los cuentos no me significan nada, ni siquiera entiendo a los personajes, están distantes de mí, se llevaron la carga que tenía. Pero mientras escribía los cuentos, los sufría.

¿Cuáles fueron los que la hicieron sufrir más?

«Bosnia sobre la almohada», que se lo dediqué a mi hija, en una noche en que pensaba mucho en ella porque la tenía lejos y no sabía qué le estaba pasando, pero intuía que era algo feo. Esa noche me pasé en vela pensando cómo se iba el tiempo, y cuando me levanté a la mañana siguiente escribí este cuento de esa mujer que le quiere decir a su hija tantas cosas, y recurrí a una situación donde el desgarro fuera inminente y preparara el terreno para que el conflicto tuviera significación. Yo me liberé escribiendo ese cuento; pensaba que no iba a conmover a nadie porque era muy personal y, sin embargo, es uno de los relatos del libro que más pega. Otro que me gusta mucho es «Sin motivo», que me liberó de ese pensamiento de que era muy vieja que tenía en una época. Cuando se lo contaba a mis amigas, me decían: «¡Pero pará la mano!». No es que me pensara que me fuera a morir mañana, pero me preguntaba cuánto más, cuánto quedaría... veía el fin en todo. Ese fue uno de los primeros cuentos, que marcó a casi todos los otros, porque me di cuenta de que casi todas estas mujeres están como expulsadas del paraíso, de un lugar luminoso, bello, de juventud; que no se puede hacer nada frente a eso, y para colmo eran conscientes. Y ser conscientes es lo peor.

Laurencich, que admira a narradoras norteamericanas como Lorrie Moore, Joyce Carol Oates y Paula Fox, comenta, resignada al equívoco, que cuando dice que escribe cuentos le preguntan si es para chicos. «Se tiene asociado al cuento con la literatura infantil. Quizá ésta sea una de las razones por las que editoriales no publican tantos libros de cuentos».

¿Y qué otras razones habría para «censurar» tanto al género respecto de la novela?

Supongo que tiene que ver con esto de que «ya que me pedís que haga un esfuerzo, manteneme los personajes», «ya que me pedís que me meta en un mundo, después no me lo cambies a cada rato». Creo que se publican y leen menos cuentos por la ley del mínimo esfuerzo. ¡Qué falta de compromiso que hay con un placer tan grande como el de leer! La gente está tan poco acostumbrada a resolver situaciones, a completar sentidos, que si leen un libro piden que se la hagan fácil. Y esta facilidad de la lectura la encuentran más en la novela que en el cuento.

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