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La viuda del escritor. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua, 4 de febrero, 2009. (RanchoNEWS).- José Emilio Pacheco hizo una crónica de su relación como lector con el autor de Juntacadáveres. «Caí en manos del monstruo; Onetti tenía el encanto de lo prohibido», dijo su viuda. Una nota de Arturo García Hernández para La Jornada:
El primer homenaje formal a Juan Carlos Onetti en el año de su centenario natal comenzó ayer en El Colegio de México (Colmex), donde su viuda, Dorotea Muhr, Dolly, confrontó su conocimiento personal e íntimo del escritor con la leyenda construida a su alrededor; por su parte, el escritor José Emilio Pacheco hizo una crónica de su relación como lector con los libros del autor de Juntacadáveres.
Todo, dentro del coloquio internacional Presencia de Juan Carlos Onetti en su Centenario, con sede en la sala Alfonso Reyes de ese centro de estudios, llena de integrantes del, así llamado por Dolly, «club de fanáticos» del escritor uruguayo.
Luego de la bienvenida protocolaria por parte del presidente del Colmex, Javier Garciadiego, la coordinadora del coloquio, Rose Corral, presentó a Dorothea Muhr.
La viuda de Onetti enumeró algunas de las muchas descripciones que otros –prestigiados o no– han hecho de la personalidad del escritor: un ogro malhumorado que no sonreía, con anteojos, metido en un voluminoso abrigo, doblado bajo el peso de la edad, alto, enjuto, con mechones blancos en el pelo gris, ojos desvelados, labios retorcidos en una mueca dolorosa, hombrecillo tímido hasta la mudez, que sólo podía ser simpático a mujeres fantasiosas o amigos íntimos, ensimismado, tembloroso ante la idea de enfrentarse a un micrófono.
Sólo leyendas
«Leyendas», dijo Dorotea Muhr. La leyenda de su humor sombrío y de su acento un poco arrabalero; la leyenda de sus ojos tristes y su mirada de animal acosado, con la boca sensual vulnerable, la leyenda de sus mujeres, sus múltiples casamientos, la leyenda de sus infinitas copas y de sus lúcidos discursos en altas horas de la noche.
Y cuando murió –dijo la violinista– «el escritor Onetti fue usurpando el lugar del Juan íntimo, el que escuchaba con vivo interés historias sorprendentes, aunque nada le sorprendía; el de las larguísimas charlas con amigos, en casa, cómodamente descansando en la cama; el que leía con interés los manuscritos de los noveles autores que tocaban el timbre de la casa siempre y cuando no estuviera en la puerta el cartelito sostenido con una tachuela que rezaba: No estoy, no insista».
Dolly Onetti, criada en una familia políglota e interesada en la cultura, conocía historias de ogros, «lo que ignoraba era la sutileza de tal sobrenombre».
En un momento dado y por razones que aún hoy ignora, «caí en manos del monstruo, la cosa tenía el encanto de lo prohibido, la atracción de lo siniestro».
El día de su primer encuentro, se presume que en coctel o algo por el estilo, sin conocerla, Onetti le pidió que fuera detrás de un tipo que estaba sentado por ahí: «andá y sacale un vaso de sangre». Después de «tan cruel mandado, me dio un sacacorchos y con un leve empujón me dijo andá, apurate que tengo sed».
Como todos los escritores apasionados, «Juan vivía soñando despierto». Una vez, luego de una noche agitada, le preguntaba: «¿Dije algo anoche». Si ella no recordaba, él se lamentaba: «Qué lástima, era un cuento perfecto».
Cuando intentaba descansar, «me pedía que le escondiera su libreta, pero entonces hacía anotaciones en papelitos difíciles de ordenar, y en la mañana, después de haber escrito toda la noche, me anunciaba triunfante: hay mucho para pasar a máquina.
«Si me quejaba de tener los dedos gastados, me reprochaba: Madame Tolstoi copió a mano La guerra y la paz y tenía 700 mil palabras. Y si me sorprendía bostezando cuando leía alguno de sus textos, me amenazaba: ¡aja, así que Onetti te aburre!»
Dos fugaces encuentros con JEP
Juan Carlos Onetti celebraba que su mujer tuviera una vocación distinta a la suya, «esto no impedía que al gastarse de oír escalas y arpegios, me sugería: ¿por qué no grabas un disco con aplausos y bravos? O si me sorprendía escuchando una versión de Menuhim de una sonata que estaba estudiando, decía: el hijo de perra toca mejor que vos, ¿verdad?»
Una noche, «mientras yo estudiaba, dirigiéndose a la salida con manos en forma de garras, imitando a los ratones del flautista de Hamelin, preguntó: ¿dónde está el río? No soporto más».
Después de contar cómo fueron llegando a sus manos codiciadas ediciones tempranas de los libros de Onetti, José Emilio Pacheco relató sus dos fugaces encuentros, por razones profesionales, con el autor uruguayo.
El primero fue cuando el poeta mexicano hizo un texto de presentación del disco de Onetti en la serie Voz viva de Latinoamerica, publicado por la Universidad Nacional Autónoma de México. Durante una de las dos visitas Onetti a México, sucedió que Pacheco lo recibió a cenar en su casa.
Consternado, el autor de Para una tumba sin nombre se encontró que había más invitados. Entre otros: Juan García Ponce, Carlos Monsiváis y Tito Monterroso.
«A la hora de servir la cena, llegó hasta la puerta del comedor y retrocedió diciendo: no puedo entrar, me duele la sandía, está partida y está sangrando. Onetti se quedó solitario en la sala y se dedicó a beber whisky por el resto de la noche».
Años después, Pacheco se enteró de que la escena en su casa se asemejaba a otra, atribuida por el propio Onetti a Roberto Artl, quien «lloraba ante la presencia de una flor en un vaso, cuando se le pregunta, ¿qué le pasa señor? Artl responde: pero ¿que no la ven? Se está muriendo, cómo no voy a llorar».
Tiempo después, durante un viaje a Uruguay, le propusieron a Pacheco llevarlo con Onetti. El mexicano rehusó, prefirió mantener su relación con el uruguayo «en el plano libre y desinteresado del lector».
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