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Hawthorne Blossom, Woldgate No. 4, 2009.oil on canvas.36 x 48" by David Hockney. (Foto: Jonathan Wilkinson)
C iudad Juárez, Chihuahua. 8 de noviembre 209. (RanchoNEWS).- A los setenta y dos años David Hockney sigue asomándose al mundo detrás de sus gafas enormes como un niño antiguo que mirara el escaparate de una juguetería de lujo pegando mucho la cara al cristal. Con sus gafas de búho, su gorra blanca calada sobre las cejas, su pelo teñido de amarillo, Hockney tiene un aire de jubiloso empollón que lo estudia todo y al que le gusta todo, lo mismo las óperas de Wagner que los descapotables veloces, que se interesa igual por el funcionamiento de una cámara oscura en el taller de un pintor del siglo XVII que por el de esa aplicación del iPhone que permite dibujar en colores tan sólo deslizando la uña y la yema del pulgar sobre la pantalla y enviar instantáneamente a cualquier lado del mundo un boceto tan delicado como una acuarela. Manejando el lápiz, el hilo de tinta, Hockney sabe dibujar sobre la hoja de un cuaderno con una solvencia técnica inspirada igual en Ingres que en Picasso, con un pulso tan preciso como el de esos artistas chinos por los que tiene tanta admiración. Pero siempre ha sentido a la vez una afición entusiasta por las novedades de la tecnología, y ha usado las polaroids, las impresoras láser, las máquinas de fax, las fotocopiadoras, los programas de ordenador, como esos chicos curiosos y diestros con las manos que se dejan subyugar por el mecanismo de cualquier aparato. Una nota de Antonio Muñoz Molina para El País:
A finales de los años setenta había alcanzado una casi insolente maestría como dibujante y pintor y un éxito comercial que le habría permitido acomodarse para siempre en la madurez de su estilo. Cuando mejor estaba pintando dejó de pintar. Lo que ya no era un desafío se convertía en un aburrimiento. Durante bastantes años, para desolación de sus amigos y de sus marchantes, se dedicó a tomar fotos y polaroids, millares de ellas, a organizarlas en collages tan complicados como rompecabezas, a usarlas para descomponer en un mareo poliédrico imágenes muy parecidas a las que antes pintaba con una esmerada determinación artesanal. Luego lo sedujeron las posibilidades del fax, esa máquina antediluviana que nos parecía a todos tan futurista hace poco más de veinte años, y más tarde las impresoras y las fotografías digitales. A finales de los años noventa sospechó que los maestros antiguos, desde los pintores flamencos del siglo XV a Caravaggio y Vermeer e Ingres, habían logrado una maestría tan asombrosa en la reproducción de lo visible gracias al uso de la cámara oscura. Tanto se sumergió en su búsqueda erudita, en su estudio de viejos documentos y de millares de reproducciones de cuadros que llenaban los suelos y las paredes de su casa y que él examinaba muy de cerca con esas gafas que parecen una lupa doble, que durante mucho tiempo apenas tocó los lápices ni los pinceles. Pero también se apasionó por la pintura china, por los paisajes que se abren delante del espectador como invitándolo a internarse en ellos, o por esos dibujos de pájaros y de ramas de bambú que había en los platos chinos del siglo XVII que llegaban a Holanda, y que tal vez, conjeturaba Hockney, influyeron en la manera de dibujar de Rembrandt. El impacto recobrado de Rembrandt y de Vermeer lo impulsó de nuevo a pintar. Pero sólo brevemente, porque entonces descubrió la acuarela, y se enamoró de su inmediatez, de la necesidad de una destreza que tiene mucho de salto en el vacío porque no admite la corrección ni la vuelta atrás. Para muchos críticos, Hockney llevaba perdido casi un cuarto de siglo: un talento agotado que se empeña en explorar callejones sin salida. De pronto volvió a su tierra natal y se puso a pintar con más furia que nunca, con la energía de un artista muy joven arrebatado por la impaciencia de representar sin descanso una parte del mundo visible que siente como exclusivamente suya.
Me gusta mucho ese activismo de Hockney, esa falta de reparo para entregarse a la sobreabundancia. En el otoño de 1983 le dio por dibujar autorretratos y lo estuvo haciendo sin parar durante seis semanas. Cómo parar, si a cada momento está cambiando la expresión de la cara, si basta un ángulo nuevo o una fuente distinta de luz para que la expresión sea otra, si cada día y casi cada hora el tiempo la está modificando. Criado en la provincia inglesa, en la estrechez y la austeridad de la posguerra, homosexual indudable en una época en la que su condición aún podía llevarlo a la cárcel, David Hockney se marchó a Estados Unidos en los primeros años sesenta, conoció a Andy Warhol en Nueva York y a Christopher Isherwood en Los Ángeles, y en enero de 1964 se instaló en California, la tierra prometida en la que había soñado viendo en Inglaterra fotos de hombres jóvenes musculosos y bronceados en las revistas de culturismo. El inglés pálido, desgarbado y miope, tan extranjero en la claridad de la costa del Pacífico, inventó una California pop de azul de cloro de piscinas y de lisos cielos sin nubes, de habitaciones blancas inundadas de sol y horizontes de palmeras y colinas terrosas en las que de un momento a otro podía aparecer el letrero de Hollywood. Inglaterra, al otro lado de un continente entero y de un océano, era el pasado opresivo y ligeramente sórdido, el lugar de la familia, de las diferencias de clase marcadas en la entonación de una palabra cualquiera, de las miradas de soslayo, censoras o sarcásticas. En el paraíso terrenal de California no existían las estaciones ni posiblemente tampoco la enfermedad ni la muerte. El amor era un hombre de pelo largo tendido al sol junto a una piscina.
Llegó el sida, y las series de retratos de David Hockney se convirtieron en galerías de muertos. En Inglaterra, al otro lado de aquella distancia planetaria, envejecían los padres, morían, iban muriendo también los amigos. Hockney empezó a regresar con más frecuencia. Y entonces descubrió algo que tal vez fue lo que lo hizo pintar otra vez: los paisajes que veía, las carreteras curvándose entre colinas y bosques, entre campos cultivados, los estaba viendo en el presente y también en la memoria. Debajo de la frondosidad de un árbol en el verano su memoria, no su mirada, distinguía la silueta que tendrían las ramas cuando las desnudara el invierno. Los copos blancos de los espinos florecidos al principio de la primavera eran tan idénticos a los de su infancia como si el tiempo no hubiera pasado, o como si estuviera leyendo sobre ellos en una página de Proust. Una casa abandonada, un sendero desierto, eran sobre todo la ausencia de gente que vivió allí y que murió muchos años atrás. Ahora esos paisajes del regreso de Hockney pueden verse en las dos sedes de la galería PaceWildenstein en Nueva York, en la calle 57 y en Chelsea, llenando los grandes espacios blancos con una vehemencia como de crecimiento vegetal, con una feracidad arrebatada que tiene algo de los cielos y campos de Van Gogh y de las selvas del Aduanero Rousseau. Después de los setenta años, en el regreso a su lugar de origen David Hockney ha descubierto otra vez la pintura.
David Hockney: Paintings 2006-2009. Galería PaceWildenstein. Nueva York. Hasta el 24 de diciembre.www.pacewildenstein.com/
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