.
El narrador regiomontano. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 1 de noviembre de 2009. (RanchoNEWS).- En la última semana de febrero de 1992, mientras acá en Cuauhtémoc ya se agitaban los duendes literarios para hacer de las suyas, llegaban, desde Monterrey, a la ciudad de México tres escritores noveles que, durante algunos años, habían formado parte de una agrupación cultural, un tanto anárquica, autodidacta, autonombrada «El panteón de la novela» y cuyos nombres eran Eduardo Antonio Parra, Hugo Valdez Manríquez y David Toscana. En su libro, «Crónicas de viaje», Hugo Valdez Manríquez, no exento de cierta vanidad jocosa, nos describe paso a paso, las peripecias padecidas por esta tercia de escritores neoleoneses en el Distrito Federal.:
No fueron, la jactancia de la voz narradora, ni las autoatribuciones desfachatadas, ventajosas, ni los comentarios, un tanto pedantes y despectivos que hacía el cronista sobre sus compañeros de periplo lo que me impulsó a seguir leyendo; tampoco me atrapó esa personalidad franca, desparpajada y noble de Eduardo Antonio Parra tan bien descrita en aquellas páginas. Me interesó, sobremanera, lo que se dejaba vislumbrar detrás de aquellas bambalinas literarias del libro, sobre el tercero de aquellos personajes, sobre esa presencia semioculta, como queriendo pasar desapercibida, por callada a veces; por ausente, austera, aunque más bien sencilla, de David Toscana.
He aquí una presencia interesante, me dije. Con aquel retrato muy bien logrado, que hacía de él Hugo Valdez Manríquez, me atreví a comparar entonces a David Toscana con la figura, con la imagen de un iceberg, un témpano que siempre está callado, que casi no se mueve, que enseña poco sobre la superficie del agua, una metáfora de la vida misma, porque oculta mucho más debajo de ella, un símbolo de que quien parecía no decir nada, era quien más tenía qué decir.
Con el transcurrir del tiempo, he podido comprobar que aquella intuición de entonces, que mi empatía, no estaban mal encaminadas. David Toscana, a la fecha, se ha convertido en uno de los mejores narradores latinoamericanos contemporáneos.
El resultado del periplo del trío de mosqueteros de la literatura regia a la gran urbe mexicana, trajo como consecuencia para David Toscana, la publicación de su primer libro en el Fondo Editorial de Tierra Adentro, titulado «Las bicicletas», en cuyas páginas encontraríamos sus lectores, el surgimiento de algunos de los primeros símbolos que, de manera obsesiva, ocuparían un espacio importante dentro de su narrativa posterior: para empezar, una cantina, un bar, vistos como epicentro del universo narrativo por excelencia; como un punto de encuentro natural y sobrenatural entre sus personajes, tramas e historias.
La cantina de Melitón, en «Las bicicletas», habrá de ser, qué duda cabe, el reflejo en el espejo del bar Lontananza de un tal Odilón, mencionado fugazmente en lo que habrá de ser, poco tiempo después, su segunda novela: «Estación Tula» y en la reducida geografía central de su libro de relatos del mismo nombre: «Lontananza», y, de nueva cuenta, en forma también suscinta, en su obra titulada «El ejército iluminado».
Para continuar, y regresando a la trama de «Las bicicletas», un personaje secundario, casi desapercibido, en esta ópera prima, Miguel Pruneda, habrá de concebir un vástago del mismo nombre, mismo que cobrará su mayor importancia, como personaje principal, en el que será el quinto de sus libros: «Duelo por Miguel Pruneda», iniciándose así, una correspondencia inter y multi textual entre todos y cada una de las obras literarias de este autor regiomontano.
El segundo libro de David Toscana, cuyo nombre es «Estación Tula», va despertar, por ese manejo diestro, sabio, en los diversos tonos e hilos narrativos, los elogios de los diversos medios de comunicación cultural, tanto en nuestro país como en España y en los Estados Unidos. La maestría literaria conseguida en esta novela, por ejemplo, hará que el New Yorker Times Books Review y la Crónica de Houston le otorguen citas elogiosas en sus páginas y coloquen al autor como uno de los grandes autores latinoamericanos modernos.
Por primera vez en mucho tiempo, y en una novela mexicana, se unen la crónica, el arte de escribir cartas, la historia de un pueblo, la investigación detectivesca, el mito y esa modalidad en la cual el mismísimo autor aparece como uno de los personajes sustanciales de la trama, un personaje él mismo no exento de citas al pie página que harán ver el discurso narrativo con un altísimo grado de verosimilitud. Otros lo había hecho, sí, pero no con igual talento como el que muestra David Toscana.
En dicha novela, la historia habrá de ser desacralizada, desacreditadas las versiones oficiales de la historia regional mexicana en materia de guerra e invasión internacional, en este caso, del país vecino hacia el nuestro, y esa sensación de frustración que nos es transmitida por ese hecho doloroso de la apatía, de la dejadez, de la cobardía en haber permitido la pérdida de lo que ahora es el territorio texano, la referencia a la famosa y tergiversada Batalla del Álamo, anzuelo de heroísmo contento y mediocre que, proyectado hacia el futuro narrativo en la obra del escritor regio, se afincará de nueva cuenta en «Duelo por Miguel Pruneda» y en «El ejército iluminado», prosiguiendo así, con esa familiaridad e intertextualidad de las que hemos hablado líneas atrás.
De esta manera, mediante los hilos de diversos discursos narrativos entrelazados, David Toscana establece que, tanto historia como literatura sean las dos caras de un mismo ejercicio de formulación de la realidad, dos actos complementarios para lograr un solo objetivo: reformular el pasado histórico a través de la ficción.
«Santa María del Circo», resulta ser una excepción a la regla. Sin mayores bases que una portentosa imaginación, David Toscana aísla esta novela de las que la anteceden y la preceden. «Santa María del Circo» alcanza y supera, a mi juicio, el poder de la trama de «Albedrío», más no la de en «Porque parece mentira la verdad nunca se sabe», ambas de Daniel Sada. «Albedrío» y «Santa María del Circo» comparten una misma línea temática, pues giran en torno a las vidas de unos gitanos itinerantes. Pero mientras que Daniel Sada, con un lenguaje poderoso y evocador, y un estilo indirecto libre –una de las más difíciles de las técnicas narrativas de conseguir– nos da una visión cruda e irónica de una realidad que nos atañe en nuestra infancia generacional a los nacidos en los años sesentas, la de los famosos «robachicos» u «hombres del costal» con que nos aterrorizaban las abuelas; David Toscana, en ese parteaguas de su propia obra narrativa llamada «Santa María del Circo», nos entrega magistralmente una panorámica de los cirqueros envueltos en ese proceso de su anacronismo, de su decadencia, de su derrumbe, con esas cualidades que posee Sada, más un toque de farsa; farsa magnífica que nos deleita como lectores, por su agudeza, por su finura de narrador ya decantado.
Aquí entra en juego su libro de relatos, «Lontananza», un bar, el oasis de la vida citadina, gris, desordenada, incomprensible. El lugar de encuentro entre el dios Baco y las miserias humanas; un bar, el centro de atención de aquellos tránsfugas y noctívagos que anhelan un lugar en el cual refugiarse de su cotidianidad, de su mundo mediático y mediocrático; el sitio de las soluciones y de las resoluciones, trágicas o no; el espacio donde el absurdo entra como en su propia casa. «Lontananza» es precisamente eso, un sitio a lo lejos, en el que todos alguna vez hemos deseado estar, en el que hemos estado alguna vez, huyendo del acá, de este lado, del cerca y del junto, del encima y del aquí, del ahora.
A estas alturas, David Toscana se ha consagrado como escritor. Tiene oficio, curiosamente, lo tiene como si siempre lo hubiera tenido. Su obra ha despertado el interés internacional y es traducida al inglés, al alemán, al griego, al italiano y al árabe. En Alemania, por ejemplo, comienzan a llamarlo escritor virtuoso.
Su quinto libro, «Duelo por Miguel Pruneda», en el cual surge, precisamente, el hijo de aquel personaje del mismo nombre de la primera novela de Toscana, «Las bicicletas». El descendiente de Miguel Pruneda se coloca ahora en el centro del podium exigiendo un sitio preponderante, un lugar de primerísimo calidad dentro de la trama novelística y de la narrativa mexicana. Un Miguel Pruneda nostálgico, quien recuerda, recurrentemente, su niñez, montado en una Western Flyer, la bicicleta predilecta de E.T., ridícula bicicleta voladora del oeste. Miguel Pruneda, tanatófilo, hijo de aquel Miguel Pruneda pueblerino al que le gustaba tanto escuchar precisamente la antiquísima canción llamada «Las bicicletas». Las reminiscencias de un tal José Videgaray sobre la invasión yanqui y la derrota dolorosa de los regios, que extiende un canal, una línea de parentesco con «Estación Tula» y «El ejército iluminado», cuya ambientación antinorteamericana, antigringa permea en las tres. Lo que nos hace pensar en la obra narrativa, totalizante, conectada por diversos canales intertextuales discursivos que la hacen a la vez conceptualmente rica diversa.
En «El último lector», David Toscana continuará fiel a la consigna dicha alguna vez por William Faulkner: Si quieres ser universal, habla de tu aldea, porque simple y sencillamente, David Toscana, como todo hijo agradecido con el terruño que lo vio nacer, ubica la trama en Icamole, un punto geográfico, un pequeño pueblo cercano a la ciudad de Monterrey, desde donde se puede contemplar el cerro de El Fraile; y donde, supuestamente, en 1876, se llevó a cabo una batalla oscurecida por los anales de la historia nacional, entre los rebeldes encabezados nada más y nada menos que por el general Porfirio Díaz y las fuerzas gobiernistas del presidente de la república, don Sebastián Lerdo de Tejada, perdiendo vergonzosamente los primeros.
Lucio, el protagonista, está convencido que la Historia es Literatura y es vida y viceversa. Aunque a Lucio le ganará siempre la Literatura, porque él es el único, el último lector de ese pueblo olvidado de Dios y del Diablo. Por ello, la única mujer que se digna a visitarlo hasta esa biblioteca anacrónica, exclama que Lucio tiene mejor un tino para hablar de un miserable que de un presidente. La relación de Lucio con los personajes de los libros que lee es profunda. A pesar del misterio que en su cuarto encierra su hijo Remigio y que habrá de unirlos más que nunca. Hay una extraña simbiosis que rompe con los límites que separan la realidad de la ficción. Está convencido de que los personajes de una novela son más reales que los de la historia. A Lucio no se le escapan los excesos estilísticos de la Biblia, y con cierto desdén la coloca en su librero como una obra buena, pero saturada de vicios, salvándola, así, de ser confinada al sitio en el cual llega a parar lo que él considera como literatura chatarra. La mujer que lo visita, quien es la madre de la niña desaparecida, en determinado momento:
Déjeme echar un libro, dice ella. Lucio saca una navaja del cajón y se dirige a las cajas. Ahí corta unos flejes y raja la cinta adhesiva. Ella extrae un libro, observa la tapa, lee las solapas y se detiene en la fotografía del autor. No lo conozco, dice. Extrae una segunda novela: «El hijo del cacique». Ésta es maravillosa, ¿la ha leído? Lucio niega con la cabeza. La tercera tampoco la conoce (p.108).
Luego, ocurre el hallazgo, otro guiño como el que nos ha lanzado en «Estación Tula», pero esta vez no siendo él un personaje, sino la anagnórisis operística, donde el propio autor desacraliza su propia literatura, cuando la mujer prosigue con su búsqueda de libros, en las siguientes líneas:
Esto debe ir derecho a las tinieblas, «Santa María del Circo», un melodrama sobre enanos y mujeres barbudas. ¿Hay algún ritual o sólo los arrojo por el hueco? Sólo los arrojo. Ella va hacia la puerta y hace el ademán de lanzar el libro, voltea hacia Lucio y, al verlo cruzado de brazos, con signos de impaciencia, lo deja caer (Ibidem).
Es curiosa la sensación que, en lo personal, me ha producido la lectura de esta novela. Durante toda la trama he creído que Lucio era más joven que Remigio, aunque la historia quiera convencerme de lo contrario. Pero quizá se deba a que la lectura continua que realiza Lucio, quien es el padre, puede llegar a rejuvenecer y el misterio, el secreto, lo sórdido, que guarda Remigio, envejece. Esta novela se desarrolla al estilo de las cajas chinas, la historia y las metahistorias que se derivan de la primera logran su cometido según las exigencias más altas de todo lector que son: entretener, atrapar, enganchar.
«El ejército iluminado» es una novela inolvidable, misma que tuvo como fuente de inspiración un instituto que atendía a niños con retraso mental, en cuya visión se inspiró el autor cuando vivió una temporada en Berlín, disfrutando de una beca del Berliner Kunstler Programm.. El absurdo del antiyanquismo cobra su máxima expresión en un pequeño grupo de niños que se hacen llamar «El ejército iluminado», y cuyos integrantes sueñan con dar a México un hermoso presente, la travesía que habrá de situarlos como los últimos héroes de nuestra patria al recuperar el estado de Texas arrebatado por los gringos en las postrimerías del siglo XIX. Esta novela es verdadermente emotiva. Ubaldo, el gordo Comodoro –cuya posición se vuelve harto incómoda– el «cerillo», del que su fuego presencial se convierte necesario, la tierna Azucena y el «Milagro», comandados por Ignacio Matus, todos ellos alumnos de primaria, formarán «El ejército iluminado». Esta novela se vuelve realmente entrañable. Ignacio Matus, ya adulto, mostrando su fiero antiyanquismo hasta en las olimpiadas de 1968, impidiendo, en solitario, extraoficial, que un norteamericano gane la medalla de bronce. Corriendo acá, en el norte de México, bajo un clima agotador de 40°, con cronómetro y todo, sin más público que uno de sus más fieles amigos. Y otra vez David Toscana tendiendo redes hacia otras obras mediante los sitios, los lugares y las calles: Cerro del obispado, calle Degollado 467 sur, el bar Lontananza.
En suma, y además de todo lo anteriormente escrito, la narrativa de David Toscana, sin llegar a ser histórica, queda ligada tenuemente a los fragmentos de la historia nacional, no para añadirse a la opinión de los historiadores y cronistas oficiales, sino para divertirse y divertir con un punto de vista distinto. El autor nos lanza sus guiños maliciosos. Diríase que detrás de éstos se esconde un hombre astuto, inteligentísimo, frío y a la vez sumamente emotivo en la elaboración de cada una de las tramas que se suscitan en su novelística. La imagen de un David Toscana hermético, en el fondo afable, misterioso. Un iceberg que sólo muestra lo que quiere, pero que lo que oculta lo traslada hasta las páginas de sus libros para fortuna de quienes somos sus lectores. Hay en David Toscana un silencio y una serenidad individualizadas que estallan en los maravillosos fuegos de su pirotecnia verbal, estilística y temática, porque leerlo es una verdadera fiesta. Ya lo han comprobado quienes han hecho de sus libros un foco de atención internacional, traduciendo su obra, además de a otros idiomas, también al eslovaco, al portugués, al serbio y al sueco.
REGRESAR A LA REVISTA