Rancho Las Voces: Textos / Michael Meyer: Una crónica de la caída del Muro
La vigencia de Joan Manuel Serrat / 18

martes, noviembre 10, 2009

Textos / Michael Meyer: Una crónica de la caída del Muro

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Berlín el 9 de noviembre 1989. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 6 de noviembre 2009. (RanchoNEWS).- La noche del 9 de noviembre de 1989 una muchedumbre de berlineses desesperados remataron el siglo XX. Michael Meyer (1952), corresponsal de Newsweek en Europa del Este durante 20 años y que en la actualidad es jefe del gabinete del Director General de la ONU, acaba de publicar en Estados Unidos El año que cambió el mundo. La historia jamás contada de la caída del Muro de Berlín (Scribner). El Cultural publica hoy su crónica de los instantes previos al fin de una época.

Comenzaron a reunirse temprano, poco después de las 7 de la tarde, cuatro horas antes del fin. Iban indecisos, acurrucados en pequeños racimos que guardaban las distancias con la policía, formulando tímidas preguntas y sosteniendo sus tarjetas de identidad. Pero como su número crecía –primero por docenas, luego fueron millares– su valor iba aumentando. A las 10 de la noche, una multitud se agolpaba a pocos pasos de los guardias que se alzaban ante ellos.Y ellos seguían navegando hacia el checkpoint desde tres calles convergentes, como afluentes que acaban en un dique. Las voces de la multitud gritaban al unísono: «¡Abrid! ¡Abrid!» Más allá de la policía y de sus perros adiestrados, más allá de los vigilantes de las torres y de las alambradas rizadas de la infame línea de la muerte, en la otra cara del Muro, surgía otro grito de una multitud similar de alemanes occidentales: «¡Venid!,»

Los focos de las televisiones de repente cayeron desde el Oeste, descubriendo las siluetas del Muro y de los guardias, y acentuando lo siniestro de la escena. Dentro de su caseta iluminada de paredes de cristal, el capitán responsable de la custodia de la frontera de Alemania Oriental, un muchacho de aspecto vacuno, cara ancha y pelo duro de dóberman, seguía telefoneando incansablemente. Durante horas esperó en vano instrucciones. Estaba confuso. Y asustado. La multitud había crecido demasiado rápidamente, de una manera que no había visto jamás, y ahora empujaba tan cerca de las barreras que sus respiraciones, heladas en la noche, se confundían con las de los ciudadanos cada vez más ansiosos.

Llamadas telefónicas atemorizadas cruzaban arriba y abajo el Muro, desde las fronteras y los cruces al Ministerio del Interior, en vano. Los oficiales intentaban localizar a los miembros del Politburó, pero los líderes del régimen parecían haber desaparecido. Una vez más el oficial a cargo de la barrera cogió el teléfono. Silencio. Nadie tenía ninguna respuesta. Otros responsables de las fronteras se sentían tan confusos como él. Quizá le acababan de informar de que el cruce de Bornholmerstrasse, al norte, había abierto sus barreras hacía unos minutos, asediadas por 20.000 personas. Quizá tomó su propia decisión. Quizá le apetecía. Fuese como fuese, a las 11:17 p.m. se encogió de hombros, como si dijera: «¿Por qué no?» y ordenó: «Alles auf!»,«Abridlas», y las pesadas puertas de abrieron.

Un rugido inesperado brotó de la multitud. De repente, el Muro de Berlín había desaparecido. «Die Mauer ist Weck,» gritó la masa, mientras celebraban lo ocurrido y las cámaras fotográficas se apoderaban de la noche: «¡El Muro ha caído!» –En ese momento, la historia tomó un tinte épico. La frontera que había dividido durante cinco décadas el Este y el Oeste había desaparecido. En un parpadeo, el Muro había caído. La Guerra Fría había terminado. Los alemanes, de repente, volvían a ser alemanes. Los berlineses eran de nuevo berlineses, no del Este o el Oeste.

Esa misma tarde, antes de las 6 p. m., otro hombre estaba tan desconcertado como el guardia de la frontera. Gunter Schabowski, portavoz del nuevo Politburó de la RDA, se detuvo ante las oficinas del jefe del partido comunista, Egon Krenz, de camino a la rueda de Prensa diaria, una reciente innovación que demostraba la nueva apertura del régimen. «¿Algo que anunciar?», preguntó, casualmente. Krenz barajó algunos papeles de su mesa y le entregó un memorándum de dos páginas. «Toma esto» –dijo con una sonrisa. «Nos hará poderosos»

Schabowski revisó el memorándum mientras conducía hacia el cuartel general del Partido. Parecía lo suficientemente inocuo para una rueda de Prensa. Lo leyó entre otros cuatro o cinco anuncios. Tenía que ver con los pasaportes. Todos los alemanes del Este tendrían ahora, por vez primera, derecho a uno.

Para una nación aprisionada desde hacía tanto tiempo tras el Telón de Acero, era una noticia tremenda. En la conferencia de Prensa se hizo el silencio, seguido de un oleaje de susurros. Entonces, desde el fondo de la sala, un reportero formuló la pregunta decisiva: «¿Cuándo tendrá efecto?» Schabowski se detuvo, le miró, confuso y preguntó: «¿Qué?»

El periodista repitió la pregunta y Schabowski giró la cabeza, en busca de ayuda. «Um, es una pregunta técnica, no estoy seguro». Colocó sus gafas al final de su nariz, revolvió sus papeles y se encogió de hombros. «Ab Sofort,» leyó de sus papeles.«Inmediatamente». Sin dilación. La sala de prensa estalló. Schabowski, ahora lo sabemos, no sabía lo que estaba anunciando. Había estado de vacaciones días antes de que la decisión se tomara, y se encontraba fuera de juego.

El impacto fue tremendo para los periodistas. En ese momento, miles de alemanes orientales estaban abandonando ilegalmente el país, en coches trucados, a través de la frontera de Checoslovaquia o por las montañas de la RFA. Al principio de ese mismo verano, cientos de miles de alemanes del Este habían huido a través de Hungría. Lo peor para los enfermos de comunismo, como ellos se sentían, era no poder viajar más allá del Telón de Acero. Querían ver mundo. Y, sobre todo, querían ver el Oeste. Un pasaporte representaba su derecho a ser libre.

De ahí el tumulto en la sala de prensa. En el alboroto, una pregunta restalló limpia y clara: «Mr. Schabowski, ¿qué va a pasar con el Muro de Berlín?» Como si finalmente comprendiese el peligro, y cómo desaparecía el suelo bajo sus pies, Schabowski esquivó la pregunta. Pero ya era demasiado tarde.

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