Rancho Las Voces: Literatura / Argentina: Alfaguara publica la edición aumentada «Cartas del autor de Rayuela»
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lunes, febrero 13, 2012

Literatura / Argentina: Alfaguara publica la edición aumentada «Cartas del autor de Rayuela»

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«Cortázar ya debe ser considerado un clásico de la literatura en español del siglo XX», sentencia el compilador Carles Alvarez Garriga. (Foto: Corbis)

C iudad Juárez, Chihuahua, 13 de febrero 2012. (RanchoNEWS).- La edición original, de hace doce años, era de tres volúmenes con 700 misivas; la nueva consta de cinco libros y más de mil cartas hasta ahora inéditas, que dan la sensación de que el autor de Bestiario «está escribiendo desde la mesa de al lado». Una nota de Silvina Friera para Página/12
 
El destino vestido de cronopio sonríe. Una inmensa secta de lectores, también. El eco de las carcajadas es contagioso. Siempre el humor, un lema que brilla con la intempestiva fuerza de un relámpago. Ahí donde esté, Julio Cortázar guiña un ojo, como si desconfiara de las exclamaciones admirativas que no van más allá de la boca abierta. La distancia temporal no es insalvable. Sus palabras permanecen en el afecto y en el recuerdo; se multiplican y sorprenden. ¿Será cierto que la verdad está en los extremos, en la desmesura de seguir escribiendo a veintiséis años de su muerte? Quienes suelen atrincherarse en las categorías lógicas despreciarán a priori el interrogante. La reedición de las Cartas del autor de Rayuela, que la editorial Alfaguara acaba de lanzar en cinco volúmenes –en una versión corregida y aumentada que incluye más de mil epístolas hasta ahora inéditas–, inclinaría la balanza del entusiasmo hacia una respuesta afirmativa. Si otros grandes autores se «agotan» en las muchas o escasas páginas publicadas –en tanto no hay ni habrá pesquisa posible más que volver una y otra vez sobre la obra editada–, Cortázar, en cambio, en una doble burla exquisita contra el tiempo y el espacio, regresa «como si estuviera escribiendo en la mesa de al lado», certera imagen del filólogo español Carles Álvarez Garriga, a cargo de poner en circulación los consejos del vasto epistolario cortazariano junto con Aurora Bernárdez, primera mujer y albacea literaria del escritor.

«Cortázar ya debe ser considerado un clásico de la literatura en español del siglo XX.» El veredicto, compartido seguramente por escritores, lectores, críticos e investigadores del mundo, pertenece a Alvarez Garriga. Las Cartas vistas en conjunto, suerte de bellísimo bazar de «antigüedades» en el que se mezclan y entrechocan todos los tiempos, manifiestan «la formidable coherencia entre vida y obra, la absoluta falta de astucias o renuncios, su gran disponibilidad», dice el especialista en el prólogo a la nueva edición corregida y muy aumentada respecto de la publicada hace doce años, en 2000, por la misma editorial. Entonces fueron tres volúmenes para 700 cartas; ahora son cinco tomos con más de 1000 cartas nuevas en 3 mil páginas. El itinerario que propone el epistolario comienza en 1937, cuando el escritor era maestro normal en Bolívar (provincia de Buenos Aires), y se extiende hasta enero de 1983, pocos días antes de su muerte en París. En ese bazar convive un magma de destinatarios entre los que sobresalen, por la frecuencia del contacto sostenido durante décadas, la familia Jonquières y el excéntrico Fredi Guthmann. El largo listado de escritores con quienes intercambió opiniones literarias de diversa índole comprende a Juan Carlos Onetti, Octavio Paz, Mario Vargas Llosa, Roberto Jarroz, José Lezama Lima, Victoria Ocampo, Guillermo Cabrera Infante, José Bianco, Alejandra Pizarnik, Arnaldo Calveyra, Leopoldo Marechal, José Donoso y Tomás Eloy Martínez, entre otros.

En la primera carta, a Eduardo Hugo Castagnino, del 23 de mayo de 1937, Cortázar se queja de su existencia pueblerina con una ironía que no omite un desdén típicamente porteño: «Los microbios, dentro de los tubos de ensayo, deben tener mayor número de inquietudes que los habitantes de Bolívar». Más allá de las primeras impresiones del joven maestro, irrumpe un estilo fluido que bascula a extrema velocidad, como si empezara a experimentar una prosa «conversada», liberada de las normas que congelan la lengua. Se puede detectar, conforme avanza la lectura, una especie de «teoría» sobre el género epistolar. «Perdóname las innumerables faltas de estilo, pero no pienso hacer borrador y pasar luego en limpio la carta –plantea Cortázar–. Te escribo directamente, ya que no me preocupa el temor de tanta gente que está a la espera de que se publiquen, en la edición de las Obras completas, las correspondientes colecciones epistolares.» Ya en Chivilcoy, en agosto de 1940 –«período de despiadada crítica» sobre sus propios poemas–, escribe: «Ya sé que cuando yo muera (de alguna manera rara, ya verá), ustedes los amigos publicarán mis obras completas, y que, en bellos apéndices, agregarán mi copiosa correspondencia».

Es cierto que hay ocasiones en las que aspirar a una correspondencia «integral» no suena descabellado. Menos en el caso de Cortázar. Muchos escritores conservaron, ordenadas, copias de todas y cada una de las cartas que escribieron y recibieron a lo largo de su vida. «¡Felicidad, y facilidad, de los editores de las 8500 cartas que forman los últimos 32 volúmenes de las obras completas de Tolstoi, conservadas junto a otras 1500 en el museo que lleva su nombre, en Moscú!», exclama Alvarez Garriga. «Lamentablemente, Cortázar guardó pocas copias de las que escribió (apenas las de los últimos tiempos relativas a cuestiones «en marcha») y, según parece, apenas ninguna de las recibidas –agrega el especialista cortazariano–. ¿No es para echarse a llorar, pensar qué se hizo de las cartas de Octavio Paz, de Lezama Lima, de Italo Calvino, de...? Basta con recordar lo que escribe a Manuel Antín el 23 de agosto de 1962: «Hay que conocer muy mal a los Cronopios para imaginar que guardan cartas...».

Un párrafo aparte merecen las lecturas «iniciales» que hace Cortázar sobre poesía, no exentas de polémicas con sus interlocutores. «Decir que Neruda es pirotecnia, significa azotarme en ambas mejillas, ¡voto a Dios! –dice en otra carta a Castagnino–. Te concedo –homenaje a la amistad, o armisticio momentáneo– que Residencia en la tierra sea un merengue y que resulte necesario desmontar el libro verso a verso, sacarle lustre y luego mirar adentro, para ver qué hay. Concedido. Pero, ¿y Veinte poemas de amor y una canción desesperada? Ahí tienes algo que es muy simple, simplísimo. Una iniciación a Neruda. ¿Qué contestas, acusado? (...) Lamento no tener aquí el libro, y carecer de memoria; de lo contrario, te endilgaba algunos versos que habrían de mostrarte si ese chileno es o no un señor poeta, quizá menos que Federico (por Lorca), pero sin que esto sea lesivo para él, ya que Federico es la cúspide». A Luis Gagliardi le cuenta –en 1939– que está estudiando alemán; y que «día a día me convenzo más de que la poesía no puede ser traducida; algo muere en esa mudanza a otros moldes; algo se marchita, en la pura flor». En 1945 en Mendoza, en la Universidad de Cuyo donde enseñó Literatura Francesa y de Europa Septentrional, confiesa que de a ratos perdidos vuelve al poeta Ricardo Molinari, «la gran voz en la Argentina».

Aunque abundan «intuiciones muy felices» en materia literaria, el joven Cortázar –que augura erráticamente que «nunca se meterá en política»– despotrica contra los «tiempos profanos» del peronismo. Cada quien se plantará de acuerdo con las reservas sentimentales que cultive hacia esa etapa de la historia argentina. Entre 1946 y 1949, Cortázar es nombrado gerente de la Cámara Argentina del Libro; y de nuevo en Buenos Aires, en una de las cartas desliza una imagen que sólo podría ser digerida desde el humor; pero no resulta tan fácil, por cierto, alcanzar apenas la mueca de una amarga sonrisa. El escritor maldice su (mala) suerte porque viaja «colgado del estribo de un tranvía o aguantando a sudorosos descamisados en la plataforma». Y sin embargo, en esas instancias donde puede amainar en unos cuantos lectores la simpatía hacia Cortázar, conviene evocar otro fragmento de una carta, de 1939. Pero no es a modo de «consuelo» –la empatía jamás se rompe, aun en la profunda discrepancia que pueda generar–- sino como dato de la propia biografía consciente del autor: «¡La vida nos cambia tanto! Hay seres lo bastante ingenuos como para decir: ‘Yo ya estoy formado’. Nada está formado, todo fluye hacia un estado distinto, y lo que seré yo mañana puede ser la contrafigura de mi ser de hoy. Mañana quedará el nombre, el cuerpo, los datos civiles. ¡Pero lo que cuenta es el alma!».

En el texto preliminar de Cartas –los primeros tres volúmenes están ya en las librerías; los otros dos se lanzarán recién en abril–, Alvarez Garriga subraya que este material permitirá completar cabalmente la formación intelectual y las peripecias del autor de Bestiario. «La correspondencia de Cortázar es su biografía, la mejor escrita y documentada que cabe esperar, pero también el relato en primera persona de lo que ocurrió en sus varios cautiverios geográficos, políticos y hasta sentimentales; su última novela inédita, que lo toma como protagonista, y, en fin, casi su diario a diario». La gran novedad que parte literalmente en pedazos el corazón de los lectores –claro que se admite que siempre habrá piedras insensibles en el camino– es la carta del escritor en respuesta al padre –Julio José Cortázar Arias–, hasta ahora inédita. Ese hombre reaparece como un fantasma «desde el fondo del tiempo y la distancia» para reclamarle al hijo que, en lo sucesivo, use su nombre completo, Julio Florencio, en los artículos que dé a publicidad: «Todavía estoy vivo y se me conoce por el nombre que ha aparecido en (el diario) La Nación. Tantas son las pruebas de esta formidable biografía, qué duda cabe que es la mejor escrita, que no alcanzan las líneas para registrar los hallazgos. En otra de las epístolas inéditas, a Victoria Ocampo (23 de junio de 1965), se lee: «Si yo fuera tan egoísta como me creo a veces, debería alegrarme de que sus insomnios le hicieron conocer mis cuentos, pero debo tener alguna generosidad, puesto que lamento las circunstancias que la acercaron a mis armas secretas. Es curioso que yo, cuando estoy enfermo, me vuelvo resueltamente hacia los novelones del siglo XIX. En un hospital, hace diez años, releí casi todo Dickens; en una clínica, otra vez, llené un montón de lagunas balzacianas (...). Yo estoy muy contento de que mis relatos la hayan distraído, arrancándola por un rato a sus dolores. Y estoy todavía más contento de que hayan sido Las armas secretas, porque en ese tomo están los cuentos míos que todavía prefiero».

Álvarez Garriga recuerda que, a propósito de la correspondencia de Flaubert, Borges registró una frase que «muy bien» podría ser el lema de la compilación de las cartas de Cortázar: «Pese a que en los otros libros está su credo, aquí está el rostro de su destino». ¿Cuántos rostros despliega el escritor, cuántas mutaciones? Probablemente, como lo señaló Vargas Llosa, su metamorfosis más radical sea la que arranca hacia mayo del ’68. Antes de que su rostro aniñado adoptara la melena y la barba –signos estéticos de su marcha hacia la militancia–, está el antecedente de la revolución cubana. Otra carta inédita, a Guillermo Cabrera Infante en 1967, permitiría ilustrar una de las piezas del rompecabezas identitario. Cortázar necesita preservar la amistad, aun en la abismal disidencia política: «Tampoco pienso comentar todo el contenido, digamos, político de tu carta, porque si bien es tu derecho darme todas las razones de tu discrepancia, yo tengo el de seguir apoyando por otras razones una revolución que me parece la única esperanza más o menos visible en América latina. No abriremos, pues, discusión sobre eso –advierte–; lamento solamente que algunas referencias personales tuyas a gente de la Casa de las Américas me duelan en un plano que no tiene nada que ver con las diferencias políticas; puedo comprender que tengas motivos para hacerlas, pero tú a la vez comprenderás si te pido, en nombre de una amistad y un afecto que mucho cuenta para mí, que no volvamos a tocar cuestiones en las que evidentemente andamos muy lejos el uno del otro».

La versatilidad formal de Cortázar, que ha conseguido que varias generaciones establezcan un vínculo indisoluble con su obra –ese que se forja con la educación sentimental que confieren las lecturas–, «no era un don innato sino el resultado de un ejercicio tenaz y admirable para liberarse de lo que él mismo llamó ‘los floripondios inútiles de la retórica’», aclara Álvarez Garriga. Las cartas confirman, renglón tras renglón, esa práctica incesante de romper amarras con los moldes retóricos desde el humor, la ironía y la autoparodia. «Si hoy alguien manda una carta como las más largas de Cortázar, sin duda lo llamarían pelmazo, Matusalén o loco de atar –postula, con razón, el filólogo–. Es por ello que la lectura de cuatro décadas de cartas finalmente nos mata de nostalgia: al terminar, sentimos que ya no recibiremos más páginas del amigo». Más allá de la tristeza que se avecina a la vuelta de la esquina de 3 mil páginas, tal vez en un cajón, en un polvoriento baúl olvidado o en una frágil caja de zapatos, emerja nueva correspondencia «perdida»; una herencia imprevista, un tesoro que nietos o nietas de amigos y conocidos de Cortázar recibirán y compartirán como un acto de fe. Ese cronopio que jamás se aburrió un segundo a lo largo de toda su vida sigue escribiendo las cartas del porvenir.



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