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Aurora Bernárdez trabajó como traductora con el autor de Rayuela en la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), en París. (Foto: EFE)
Ciudad Juárez, Chihuahua. 9 de noviembre de 2014. (RanchoNEWS).- La viuda y albacea del escritor argentino Julio Cortázar (1914-1984), Aurora Bernárdez, falleció ayer a los 94 años en el hospital Sainte-Anne, de esta ciudad, donde permaneció los últimos cuatro días, anunciaron fuentes próximas a la fallecida.Una entrega de Notimex:
La noticia fue confirmada por la agencia literaria Carmen Balcells, de Barcelona, quien explicó que la escritora y traductora murió a primeras horas de ayer como consecuencia de una caída que sufrió el pasado miércoles y que la dejó en estado inconsciente.
Hasta sus últimos días, Bernárdez residió en la casa que compartió con Julio Cortázar en París durante años, en el distrito XIV de la capital francesa.
Pese a su avanzada edad, Bernárdez mantenía una activa vida cultural en España y Francia hasta que sufrió el accidente vascular en una calle de París el pasado 5 de noviembre, de acuerdo con fuentes próximas a la viuda de Cortázar.
Trabajó como traductora con el autor de Rayuela en la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), en París. Además tradujo al español obras de Camus, Sartre, Flaubert, Calvino, Nabokov y Faulkner, entre otros.
En 1967 se separó de Julio Cortázar, quien tuvo dos parejas más y se volvió a casar con su última compañera, Carol Dunlop, cuyos restos se encuentran en la misma tumba del cementerio de Montparnasse, una de las más visitadas de la necrópolis.
Se conocieron cuando eran estudiantes
Hija de padres gallegos, Aurora Bernárdez nació en Buenos Aires el 23 de febrero de 1920. Fue en esta ciudad donde estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires (UBA) y se licenció en Literatura.
Fue en esta época estudiantil cuando conoció a Julio Cortázar en la capital argentina y en la década de los 50 contrajeron matrimonio, y se instalaron en París, ciudad donde ambos vivieron algunos de los mejores y más fructíferos años de la vida del escritor.
Se trata de una época en la que se fraguó la amistad con el escritor Mario Vargas Llosa, quien el pasado año en presencia de la propia Bernárdez durante los cursos de verano de la Universidad Complutense, recordó la sensación que tuvo cuando conoció al matrimonio en París.
«De mi primer encuentro con ellos —relató Vargas Llosa— recuerdo, sobre todo, la manera en cómo se convirtieron en los protagonistas de la noche. Había entre ellos una complicidad, una inteligencia. Eran maravillosos conversadores, se tenía la impresión de que esa conversación no era espontánea, que había sido ensayada previamente para impresionar a los contertulios.»
La traductora argentina nunca escribió obra propia. Algo a lo que nunca ha querido dar respuesta, como dejó claro durante una visita a Madrid.
Tras su separación de Cortázar en los años sesenta, ambos mantuvieron una relación de amistad, aunque el escritor tuvo dos relaciones más, una con la agente literaria Ugné Kurvelis y otra con la ya mencionada fotógrafa y escritora Carol Dunlop.
Fue en 1983, con la muerte de Dunlop, cuando Bernárdez regresó al lado de Cortázar, y se encargó de cuidarlo hasta que este falleció el 12 de febrero de 1984 a los 69 años de edad en el hospital parisino de Saint-Lázare.
En los años 90, junto a la editora Carmen Balcells, comenzó a rescatar obras de su marido, y a editar otras con textos inéditos del autor argentino, sobre todo su abundante correspondencia.
En 2009 apareció Papeles
inesperados, una compilación de textos encontrados por la propia Aurora Bernárdez y que conforman un conjunto que permite apreciar las múltiples facetas de Julio Cortázar.
«La Maga, ni guapa ni mágica»
Conocí a Aurora Bernárdez en París después de la muerte de Julio, y en una cena con ella y Steven Boldy, el crítico inglés, me animé a preguntarle si era verdad lo que Octavio Paz me había dicho: que la Maga no era guapa ni mucho menos mágica, que tenía mala dentadura y era sentimental. Aurora me miró con intensidad y aprobó, profusamente aprobó. Ella no era como las chicas de los años 30, que según Eliot «amaban la poesía y bailaban bien.»
Ella era como las novias de los años 50, domésticas e incrédulas. Aurora cultivaba con gracia la imagen de un Julio alelado y casual, que creía, antes de un viaje a Italia, que ya hablaba italiano, sólo para meter las cuatro en una conversación de signo equívoco con una romana robusta. Cuando iban de fin de semana al campo, él era quien le recordaba a ella: «Che, ¿y el botiquín?» Julio, según Aurora, era un hombre con botiquín. En una conversación algo desinhibida que tuvimos en la Cátedra Cortázar, en Guadalajara, ella me respondió que Julio le dijo: «No quiero matricularme en el curso de conducir porque tú serás la primera de la clase y yo el último.»
Pero cuando ella fue a París a vivir con él (luego de rechazar las pretensiones matrimoniales del imperioso Juan Carlos Onetti, cuyas novelas, dados esos antecedentes, Julio detestaba) él la esperaba con la historia de la Maga. «Tengo que contarte, le dijo, que mientras tú llegabas en el barco y en segunda clase, ha aparecido en mi vida una Maga.» «Pero qué bien,» respondió ella, con su ingenio inocente y feroz, «¡quiero conocerla! Invitémosla a cenar.»
En efecto, la Maga fue a la cena y todo iba muy bien hasta que ella preguntó por el baño y Aurora le mostró el camino. Pero pasaban los minutos y ella no volvía a la mesa. Por fin, Aurora se levantó y fue a buscarla al baño; la encontró, sentada, llorando. «La pobre... La ayudé a componerse, y se despidió pronto.»
Cuando finalmente se separaron, Aurora no dejó de darle una mano en las cosas de este mundo poco cortazariano. En una carta, Julio cuenta: «Vino Aurora. La casa está en orden». Julio le había dicho, según me contó, que yo, otro de los tantos Julios, sabía lo que había que hacer con sus manuscritos. Eso porque tuve la suerte de convencer a la biblioteca de la Universidad de Texas, en Austin, donde fui profesor, de comprarle su archivo. Julio, que nunca había recibido más de 500 dólares por sus derechos, recibió de pronto de esa Universidad, una importante suma. Con Carol, pensaron comprar una casita en el Caribe. Pronto, ella enfermó (los vi, antes, en Poitiers quizá en 1982) y los planes y los días se apagaron.
Aurora se ocupó, con total diligencia, de los últimos días de Julio, y lo asistió día y noche, durmiendo al pie de su cama de moribundo. «Si él hubiese contraído el sida —me dijo, refutando una versión vulgar—, yo estaría contagiada». Fue ingeniosa y doméstica, irónica y aguda, pero también graciosa, mundana. A mediados de este septiembre estuve en su casa de la Place del General Beuret, donde Julio escribió Rayuela. La vi más que frágil, vulnerable. Me preguntó por nuestro amigo Luis Loayza, que fue compañero de Julio y Aurora en las jornadas de traducción en la UNESCO. «Dile que me llame», me pidió, y se corrigió: «Lo llamaré yo misma, no vivimos lejos... Lo recuerdo con cariño.»
Comprendí que ella vivía menos sola del lado de allá. Se enfrentó a malas ediciones, pésimas películas, dudosas biografías y exhumaciones oportunistas de su obra, con firmeza y buen humor. Contó con la ayuda de Carmen Balcells para poner en orden una casa más grande. Nunca se sintió la viuda de Cortázar, sino la compañera de un gran escritor, al que jamás endiosó ni convirtió en vaca sagrada. Una vez le pidieron el espejo ovalado de su piso para una exhibición dedicada a Cortázar. «No sé por qué quieren este espejo —me confió—, si Julio nunca se miraba en él». Ella nunca se miró en Julio, pero él sí se reconoció tal como era en esos ojos vivarachos, de intensa piedad.
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