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El realizador portugués, retratado en su casa de Oporto, en diciembre de 2009. (Foto: Ricardo Mireles)
C iudad Juárez, Chihuahua. 2 de abril de 2015. (RanchoNEWS).- Con 106 años, y con un ritmo de rodaje de un filme por temporada, parecía que Manoel de Oliveira había superado la muerte. Él mismo decía: «¿Que si pienso en parar? Si paro de rodar, me aburro y me muero. Tengo en mente un montón de proyectos. Ahora bien, no sé si la vida me va a dar para hacerlos todos». Pues al menos muchos de ellos sí. Tras su muerte esta mañana en su casa de Oporto, como informaron fuentes de su familia a medios portugueses, desaparece el último gran cineasta europeo surgido del cine mudo. Oliveira, que nació el 11 de diciembre de 1908 en una familia burguesa en Oporto –su padre poseía, entre otras, una fábrica de bombillas, la primera en Portugal-, estudió de joven en un colegio de jesuitas en La Guardia (Pontevedra), junto a la desembocadura del Miño. «Era un mal estudiante. Me interesaba más el atletismo». Y ya entonces empezó a ver cine y decidió que allí estaba su carrera. Escribe Gregorio Belinchón Yagüe para El Mundo.
En la década de los años veinte, Manoel de Oliveira hizo su primera aparición en pantalla como actor en una película de Rino Lupo, Os lobos (1923), un cineasta italiano que se había mudado a Portugal atraído por las mujeres (una constante también habitual en la carrera de Oliveira). Curiosamente, Oliveira siguió actuando incluso después de debutar como director: encarna a uno de los protagonistas de la segunda película sonora rodada en Portugal, A canção de Lisboa (1933), de Cottinelli Telmo.
Pero lo suyo era dirigir. En 1931, realizó su primer corto, Douro, faina fluvial, documental que muestra cómo le influían directores como Robert Flaherty y los documentalistas soviéticos, y en el que cuenta una jornada de trabajo de los pescadores de las orillas del río Duero. Ese tema, el de los pescadores, lo repitió en sus siguientes trabajos, con mucho tono etnográfico. Entre medias, completa su bagaje técnico con viajes a Alemania. Con las décadas, Oliveira decidió mantener fija la cámara, rodar con planos fijos, él que en su juventud apostaba por montajes rápidos. «Cuando empezó el cine, los Lumière querían dar movimiento a las fotografías, que son fijas. El asunto está en mover lo que está dentro del cuadro, no mover el cuadro. El tiempo no tiene movimiento, sino que el movimiento está dentro del tiempo. A mí me costó aprenderlo». Y ese detalle le gustaba remarcarlo con gestos, hombre como era de charla fácil y de muchos movimientos: «¿Tú mueves la cabeza a lo loco para mirar algo? No, las cosas se mueven delante de ti, y tú las sigues a veces en una panorámica. Eso de los directores que alardean de trucos técnicos... no, no. Un director portugués dijo que escuchaba los comentarios del público a la salida de sus películas. Si decían que se notaba que había un gran realizador, malo. Si decían que era un gran filme, se ponía contento. Pues eso. La técnica no pertenece a la expresión. Y el arte sí pertenece a la expresión, a la vida. El arte es pensamiento, imaginación, sentimiento... Ahí no entra la técnica. El cine se basa en el realismo de los Lumière, en la imaginación de Méliès y en la comicidad de Max Linder. Y no hay más. En realidad, el teatro es más honesto que el cine, porque no te engaña con sueños, voces en off o pensamientos de los protagonistas. Lo que está ahí lo ves. Muchos no estarán de acuerdo conmigo, ¿verdad? Yo antes veía mucho cine. Ahora...».
En 1942 dirigió Aniki Bobó, relato de una pandilla de chicos de las calles de Oporto, precursor del neorrealismo italiano. Fue tal el desastre en taquilla, que Oliveira se recluyó en los negocios familiares y no volvió al cine hasta 14 años después, con El pintor y la ciudad (1956), película en la que empieza a virar hacia los planos largos, textos trabajados y cierta teatralidad, y que le lleva a O acto da primavera (1963), una docuficción que apuesta por la antropología visual en el cine en una línea que comparte con otro veterano luso, António Campos: ambos serán los referentes posteriores de João César Monteiro, Pedro Costa o António Reis. Al año siguiente estrena el mediometraje A caça, y por culpa de algunos de sus diálogos pasa detenido diez días por la PIDE, la policía de la dictadura de Salazar. Más aún, por la censura y la falta de recursos económicos, los trabajos de esa época de Oliveira son escasos en número y en duración: casi todos son mediometrajes. En 1972 vuelve a las tramas novelescas con El pasado y el presente, y dos años más tarde, con la Revolución de los Claveles, comienza un nuevo periodo creativo. Con el tiempo, incluso recuperaría alguno de esos materiales iniciados y no completados, como el libreto en el que se basaba su último filme, El extraño caso de Angélica: «Es un guion que escribí en los cuarenta, que se publicó en los cincuenta y que retoqué para filmarlo. No puedo parar de rodar».
Con Amor de perdición (1979), que revisa la novela de Camilo Castelo Branco, arranca su etapa internacional y sus revisiones de la literatura: desde ese momento casi todas sus películas tendrán de base una obra literaria: Francisca (1981), basada en la novela de Agustina Bessa Luís; El zapato de raso (1985), cuyo guion adapta la obra de teatro de Paul Claudel, y con la que gana el León de Oro en Venecia; La divina comedia (1991); El día de la desesperación (1992), sobre el suicidio de su admirado escritor Camilo Castelo Branco; Valle Abraham (1993), basada en la novela de Agustina Bessa Luís; A Caixa (1994), siguiendo la obra homónima Alvaro de Carvalhal; El convento (1995), a partir de otra novela de Agustina Bessa Luís; Party (1996), según la pieza teatral de también Agustina Bessa Luís; Inquietud (1998), que difunde tres relatos de escritores de diversas épocas y estilos, o La carta (1999), basada en la obra de Madame de La Fayette.
Entre medias están Los caníbales (1988), una película cantada; No, o la vana gloria de mandar (1990), sobre la historia portuguesa, y Palabra y utopía (2000), sobre la vida y sermones barrocos del padre Antonio Vieira. En el nuevo siglo llegan Vuelvo a casa (2001), rodada en Francia con un guion suyo; Porto de mi infancia (2001), evocaciones sueltas de su ciudad natal (encargo de Oporto por ser capital europea de la cultura); El principio de incertidumbre (2002), basada de nuevo en la novela de Bessa Luís; Una película hablada (2003); El quinto imperio (2004); Espejo mágico (2005); Belle toujours (2006), especie de réplica del Belle de jour de Luis Buñuel, con Michel Piccoli, y Cristóbal Colón (2007).
En 2009 estrenó Singularidades de una chica rubia -protagonizada por su nieto, Ricardo Trêpa, habitual en su cine-, una visión muy irónica de los problemas morales y económicos de la burguesía y el atontamiento que provoca el amor pasional. «El filósofo Spinoza decía que creemos que somos libres porque ignoramos que nuestros actos son comandados por las fuerzas más oscuras. Y Ortega y Gasset, que cada día me gusta más, habla del hombre y sus circunstancias. Esto define lo que pienso de la pasión». Oliveira se basó en el primer relato que escribió su compatriota Eça de Queirós, que el cineasta trasladó del siglo XIX al XXI. «Toda la ironía que ves en el filme ya estaba en el relato. Por eso me atrajo».
Después realizó, con Pilar López de Ayala como actriz principal, la ya mencionada y fantasmagórica El extraño caso de Angélica (2010). «Me encantan las mujeres bonitas como Pilar. En la vida son más bonitas que los hombres. En realidad, creo que todas las mujeres tienen un atractivo natural. La mujer más conocida del mundo en pintura es la Mona Lisa, con su sonrisa enigmática, y en escultura, la Venus de Milo. Las dos son atractivas, no provocadoras. Y en el vientre de la Venus está algo para mí fundamental: la creación de la vida. La mujer es la madre de la humanidad, el hombre sólo aparece en un momento. No entiendo a esas esposas sumisas que cuidan a sus maridos. En la naturaleza ningún animal lo hace. Primero deben preocuparse por sí mismas; después, por sus hijos». Sin cesar en su ritmo, hizo un par de cortos -uno, para la película colectiva Mundo invisible- y estrenó en el certamen de Venecia de 2012 O gebo e a sombra (con Claudia Cardinale, Michael Lonsdale, su musa Leonor Silveira y Jeanne Moreau), ambienta a finales del siglo XIX y en el que describe el sacrificio de un patriarca para salvar a su hijo fugitivo. Su penúltimo trabajo es el capítulo O conquistador conquistado (un mediometraje socarrón, con mucha coña y bastante ágil) de la película colectiva Centro histórico, realizada como parte de los actos de la ciudad de Guimarães como capital cultural europea en 2012. En abril de 2014 rodó su último filme, el corto O velho do Restelo, con sus habituales Luís Miguel Cintra, Diodo Dória y Ricardo Trêpa.
A Oliveira le gustaba hablar de política –«España parece que no mira a Portugal, pero lo hace. Yo tengo premios de todas las zonas españolas y siempre me han atendido bien»- y de Jesucristo. En las entrevista muchas de sus respuestas contenían una anécdota bíblica y sobre el perdón, eso sí, con mucha socarronería. «Yo soy como Buñuel, otro creyente descreído. Sin el catolicismo no existirían las películas de Buñuel». Aunque llevaba bastón, el cineasta solo lo usó para apoyarse en los últimos meses, y parecía más un elemento engatusador que una ayuda física. Este periodista pudo visitar su casa hace años y encima de la mesita del salón, entre decenas de papeles, había un folleto titulado Ventajas de Internet. Llamaba mucho la atención en la estancia, un salón luminoso en el quinto piso de un bloque en el mejor barrio de Oporto: «No sé si Internet es bueno. La vida moderna aumenta la capacidad mecánica sin mejorar la habilidad del hombre. Acabamos dependiendo de la máquina. Antes cultivabas la memoria, otras habilidades... Piense en los grandes exploradores, como Cristóbal Colón, que se lanza a intentar llegar por el otro lado a la India. Sin ordenadores, basándose en su intelecto». Preguntado por la muerte, respondió: «Un poeta portugués dijo que el espíritu escapa cuando respiramos. Vi morir a mi padre, vi su último suspiro. Y en ese soplo se iba su espíritu. Ahí pierdes tu personalidad, queda la materia inanimada. También dicen que en esa expiración se iba la maldad, hay expiación. Así que cuando fallezca, en ese suspiro último al fin podré perder toda mi maldad».
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