El funeral del dramatúrgo en el Piccolo Teatro di Milano. (Foto: Luca Bruno)
C iudad Juárez, Chihuahua. 14 de octubre de 2016. (RanchoNEWS).- Con motivo del recién fallecimiento de Dario Fo reproducimos el texto de Ana Fernández Valbuena publicado en El País.
Tras más de setenta años pisando las tablas del escenario, y forjando las del compromiso político, se nos ha ido Dario Fo, que gustaba presentarse a sí mismo como un continuador de la escuela juglaresca; de una narración oral arcaica y eficaz, cuya presencia, pertinaz en su dramaturgia, Fo consiguió preservar, contra el viento y las mareas políticas y teatrales del siglo XX. Un siglo que atravesó llevando el arte dramático desde el papel al escenario como autor, actor, director y activista.
Su compromiso político le granjeó problemas con la censura, ataques fascistas, agresiones graves —a él y a su compañera, la también teatrera Franca Rame— e incluso la denegación de visados para actuar en EE UU por su izquierdismo, durante los años sesenta. Las mismas razones que retrasaron su presencia en nuestro país, no materializada hasta los ochenta, convertido ya en un virtuoso de la escena, tan sobrio como eficaz: se presentaba en solitario sobre un escenario desnudo, con una indumentaria negra que destacaba un rostro y un cuerpo extraordinariamente expresivos. ¡Qué descubrimiento para los que acudimos, perplejos, a sus primeros monólogos en España! Traía un repertorio cómico que ponía en solfa la hipocresía del catolicismo y lo advenedizo de la política occidental… ¡y oriental! a través de una interpretación que destilaba la memoria viva de la tradición popular, a la que perteneció su figura única.
Su coherente actualización de esa tradición, vinculada a los temas de nuestra sociedad, le hicieron merecedor del Premio Nobel de Literatura 1996, abriendo dicha categoría, hasta entonces asociada a la alta cultura, a ejemplares como el que hoy mismo le flanquean: Bob Dylan, Premio Nobel de Literatura 2016. Y es algo hermoso que celebremos la despedida de Fo el mismo día en que se hermana con otro poeta popular. La Academia Sueca atribuyó entonces la concesión «al espíritu renovador de un teatro que castiga a los poderes establecidos y restaura la dignidad de los oprimidos». Y en su discurso de entrega, Fo homenajeó a los juglares, a los bufones renacentistas, a Molière y a los narradores de historias de su infancia. Un linaje de hondas raíces tan necesario antes como ahora, que dio a su obra un alcance universal.
Nacido en el norte de Lombardía, Fo se había iniciado en la interpretación como narrador de historias de raíz popular, hasta que, en los años cincuenta, el mimo francés Jacques Lecoq, durante un viaje a Italia, le enseñó a habitar el escenario, ofreciendo con las palabras la otra cara de lo que su mímica desgarbada podía ofrecer. El resto de su escuela procedía de la riquísima tradición italiana del teatro popular, a la que perteneció también Franca Rame. Hija ella misma de artistas, epígonos de la comedia del arte, su familia era aún depositaria de materiales ancestrales, como las antiguas tramas de los cómicos piamonteses del siglo XIX, por lo que la contribución de Franca a la obra de Fo se extendió del nivel dramatúrgico y político, a la gestión de las compañías que ambos fundaron, forjando en buena medida la personalidad teatral de su compañero de vida.
La insólita mezcla de fineza vanguardista transmitida por el mimo francés, y los motivos populares, remotos y cercanos, fueron la base de la totémica personalidad de Fo, que conoció, sin duda, la erudición, pero la tamizó luchando contra el academicismo. Qué falta nos ha hecho siempre disfrutar de la cultura como él nos enseñaba: como un bien de todos, accesible a todos. Por eso Fo no deslindaba el hecho de escribir del hecho de actuar, pues mantenía que el teatro no era literatura, aunque se sirviera de ella: de ahí que practicara la «escritura escénica», adscribiéndose a la escuela dramatúrgica juglaresca.
Su compromiso político y su deuda con lo popular le permitieron desarrollar su propio lenguaje, actualizando las tradiciones orales y los espectáculos de calle en una nueva forma combativa y mordaz, fundamental para la historia del siglo XX. No solo la del teatro. Con él termina, tal vez, la estirpe del juglar moderno.
A nosotros nos toca seguir construyendo desde su legado.
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