Joan Colom, en la sede de Foto Colectania de Barcelona en 2011. (Foto: Carles Ribas)
C iudad Juárez, Chihuahua. 3 de septiembre de 2017. (RanchoNEWS).- El fallecimiento ayer de Joan Colom, gran retratista de la Barcelona marginal, la suya, significa que se apaga la mirada de uno de los mejores cronistas gráficos de la cara oscura de la ciudad. El fotógrafo, fallecido a los 96 años, hizo la calle como nadie, o mejor dicho, como esas prostitutas a las que siguió pormenorizadamente en su oficio en las callejuelas del barrio Chino, hoy Raval, donde se crió, ofreciendo a la vez un sensacional documento social y artístico. Así se tituló la gran exposición retrospectiva que le consagró en 2013 el Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC) -depositario de su obra que ayer lo recordó como «uno de los mayores fotógrafos de la segunda mitad del siglo XX»-: Yo hago la calle. Premio Nacional de Fotografía en 2002, y de Artes Visuales (2004), Creu de Sant Jordi, Medalla de Oro al Mérito Cultural del Ayuntamiento de su ciudad, Colom (Barcelona, 1921), impactó en la fotografía española a inicios de los 60 con su exposición El Carrer (La Calle), sobre el Barrio Chino,. Su trabajo provocó admiración, y también polémica. Laura Terré reporta desde Barcelona para El País.
«Bien, si no entramos en detalles» Así siempre respondía el saludo Joan Colom. Su estado de salud se había resentido en estos últimos años, pero su aspecto no denotaba los más de noventa que llevaba a sus espaldas. Un hombre sencillo, bajito, rápido y audaz fotógrafo. Empezó a fotografiar después de casado, para abrir un espacio de distracción fuera de las actividades familiares. Se apuntó a la Agrupación Fotográfica de Catalunya en el año 1957 cuando ya estaba abierta la crisis que empujaría fuera de sus salones a los inquietos de aquel momento. Buscó un tema que le definiera fotográficamente, pues sentía que la importancia de la fotografía radicaba en el qué y no en el cómo, que era la preocupación en las tertulias de la agrupación a las que él, no obstante, no dejó de acudir hasta hace pocos años. Allí no le comprendían, pero a él poco le importaba. Podía esperar, pues sabía que no estaba equivocado. Su motor era algo muy fuerte que no necesitaba del elogio. Se trataba de mostrar aquel misterio, aquella fuerza de la que él había nacido. La vida en el Raval barcelonés donde sus padres tenían una floristería y donde él se crió.
«No sé qué me lleva allí, también hay gente en la zona alta, pero yo nunca haría una foto». La gente del Raval con sus problemas de subsistencia, con su vida interior a la que a duras penas podían dar cabida sobrepasados por los quehaceres, por los problemas de cada día. Al Raval llegaban los náufragos y los marineros, los emigrantes esperanzados y hasta ricos fracasados, los ángeles caídos... Había sitio para todos. Joan Colom observó desde niño esta capacidad de acogida y mantuvo su mirada desprejuiciada y admirada hasta el final de sus días. Cargada de humor. Sin miedo, sin pena, sin vergüenza hacia aquellos que vivían su vida y sus pasiones sin reparar en aquel ojo que los seguía a todas partes. Joan Colom no hacía fotos robadas, según se podría pensar por la posición oculta de su cámara bajo la manga. Él miraba directamente a los ojos sin necesidad de un visor. Conocía aquellas calles, sus niños trabajadores, sus hombres cabizbajos, sus ancianas amargas. Y las mujeres a la espera de que algo ocurriera en los portales o en las calles oscuras. Su retrato del Barrio Chino fue sistemático e incansable. Su archivo fotográfico es un ejemplo de control sobre la autoría, drástico a la hora de eliminar las imágenes que no le satisfacían. Las fotos copiadas en 10 x 15 iban marcadas con puntos de colores que indicaban aquellas que habían pasado del «purgatorio» o fase de reflexión al cielo del copiado en 24 x 30. Unas pocas estarían destinadas a «la gloria» del 40 x 50, es decir, candidatas a la exposición que preparaba con ilusión durante los últimos años de su actividad fotográfica.
Aquellas fotografías habían entusiasmado a Oriol Maspons quien las presentó a Esther Tusquets, directora de la colección Palabra e Imagen de la Editorial Lumen, sirviendo de inspiración para que Camilo José Cela escribiera una de sus obras más originales: Izas, rabizas y colipoterras (1963). Los seres reales, de los que Colom conocía los nombres, sirvieron de modelo estereotipado para relatar un burlesco auto sobre la prostitución. Con la finalidad de diluir el juicio moralista, Colom se había esforzado por mostrar el barrio al completo en su exposición El Carrer celebrada en la Sala Aixelà en junio de 1961. Las que allí se mostraban eran abuelas, madres, tías, novias, hermanas, cuyo oficio era la espera. El descubrimiento de los originales de dicha exposición motivaron la muestra Distrito V en el MNAC en 1999 y la concesión del Premio Nacional de Fotografía en 2002. Colom, que llevaba ya casi 20 años fotografiando en color, pasó por ser un fotógrafo que había colgado las cámaras después de un affaire legal con una modelo denunciante. Le recuerdo avergonzado y acobardado: «¿Qué dirán de un premio nacional al que no se le conoce más que las fotografías que hizo al principio de su carrera?» Su paciencia, su insistencia, fueron premiadas con una gran exposición en la que también estuvo presente el trabajo en color, que se llevó a cabo en 2014 en el MNAC, el museo en el que quiso que se hiciera depósito de todo su archivo y que hoy es el referente de la obra de este autor.
Joan Colom fue un hombre tranquilo, discreto, amigo de sus amigos, seguro de sí mismo a la hora de fotografiar: de saber lo que buscaba cuando fotografiaba. La repercusión de su trabajo a nivel internacional vino dada por la fuerza de una temática poco común en la manera que él la trató: secuencialmente, insistentemente, metódicamente, apartando en todo momento su experiencia, su protagonismo en la escena, para dejar que fueran los otros, protagonistas uno a uno –su trabajo de calle es más de retrato que de reportaje-, los que imprimieran sentimientos y emociones al tiempo y al lugar.
Ya no le quedaban más reconocimientos que recibir, pero él se emocionaba como un niño con las palabras de admiración de los jóvenes o con el reconocimiento de un amigo. Aquella pulsión ciega por su barrio y su gente cristalizó en una dedicación extrema hacia la fotografía que, tal como dijo el día que le hicieron entrega de la medalla de la Ciudad de Barcelona, le restó horas de dedicación a su familia, lo que él más amaba. Pero ellas, sus hijas y su mujer, entendieron perfectamente aquel sacrificio. Sin querer indagar demasiado en las motivaciones, siempre estuvieron a su lado, sin censura, sin miedo, permitiendo que pudiera llegar, siendo un contable de profesión aficionado a la fotografía, a convertirse en uno de los más grandes de la fotografía española, a quién los expertos han llegado a comparar, sin entrar en detalles, con Brassaï.
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