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Ian Anderson, impecable, con 40 años de rock encima y su flauta como compañera. (Foto: Leandro Teysseire)
A rgentina, 23 de Abril, 2007 (Cristian Vitale/Página/12).- Cuando Ian Anderson y MartIn Barre se conjugaron en uno para visitar «Someday the sun when shine for you», canción clave de The Breacons bottom tapes (1993), las casi siete mil personas que habitaban el Luna Park sabían que quedaban al borde del abismo: durante casi dos horas se entregarían a un mundo mágico, onírico, atemporal. A un microcosmos único. Jethro Tull abría las puertas de sus bosques medievales, misterios, alegorías y progresión musical sin tope y Anderson, una vez más, arrastraría a todos –sonámbulos y anestesiados– tras su flauta encantada. Ya para Living in the past –primer hit de los Tull, editado en un simple poco antes de Stand Up (1969)– no había forma de volver. Ian y Martin, ahora con banda incluida, se proponían perder a la audiencia en sus laberintos de ensueño. Transportarla a un mundo dominado por leyes propias, en el que la teatralidad de su único impulsor, su movilidad de bufón –no tan taladrada por el paso de los años– y los fraseos de su flauta generaran lo que el show fue: una celebración multisensorial.
Porque la estética que Jethro Tull ha inventado y reinventado durante casi 40 años de trayectoria está destinada irremediablemente a conmover la totalidad de los órganos vitales. Como cuando aparecen las reminiscencias medievales y transforman una canción como Bluegrass in the backwoods –también de Stand Up– en música de cámara, exenta felizmente de la solemnidad que ella conlleva. Cuando Anderson, que también es un guitarrista maravilloso, toma la mini acústica y transforma Jack in the green (Songs from the wood, 1977) en una canción folk –de época– que jamás ha perdido vigencia. O cuando se pone a jugar, como si estuviera desnudo corriendo entre campos yermos y abadías, con el resto de la banda y convierte a Beside Myself, de Roots to branches (1995), en una apoteosis sonora, llena de texturas y fantasía. «No te mueras nunca», grita un argentino extasiado desde la platea, temiendo quedarse sin la posibilidad de eternizarse en ese mundo. No hay posibilidades concretas de que algo así –ni parecido– ocurra: a diferencia de su anterior –tercera– visita al país (2005, en el Gran Rex) Ian luce físicamente impecable. Administra la energía, regula el oxígeno –¡cuánto aire hay que tener para ser él!–, descansa, se prepara y apunta en momentos precisos. Si salta, corre, escupe gemidos sobre su flauta durante América, se recluye y pierde entre sus compañeros durante el instrumental The donkey and the drum, en el que todos se muestran virtuosos: Barre, por supuesto, pero también David Goodier en el bajo, John O’Hara –que cuando agarra el acordeón a piano parece el Chango Spasiuk– y el exacto baterista Doane Perry.
Fundamental la presencia de Ann Marie Calhoun, talentosa violinista de rasgos orientales. Ian había dicho en la nota previa al show publicada por Página/12 que, entre el entramado de jazz, folk inglés, hard rock, música clásica y blues que Jethro propone en su péndulo estilístico, había algo de tango. Quedó comprobado durante los momentos en que se trabó con la violinista para transformar, por ejemplo, Mo’z arte or Birnam Wood en una pieza con claras reminiscencias piazzolianas. Dignas del Piazzolla que bebió de Ginastera. Con esto, hubiese bastado para que nadie se arrepintiera de haber pagado 50 o 150 pesos para estar ahí.
Los clásicos apenas reforzaron la sensación. El primero, estremecedor e inoxidable, hizo saltar los tapones del recuerdo. Once minutos de Thick as a brick, aquel tema inacabable, compuesto de movimientos, fugas y misterios, que duraba todo un disco, fueron la medida exacta. Sin la fuerza de la original pero con el mismo espíritu, operó como uno de los picos emocionales de la noche. Los otros hay que rastrearlos un año atrás de la obra conceptual (1971), cuando los Tull alcanzaron su primer y más grande éxito de la mano de Aqualung, apodo de ese mendigo alcohólico y nómade urbano, que cubre la tapa del disco. De esa gema electroacústica, Barre y su amigo juglar extrajeron el tema que le da nombre. La versión de Aqualung distó de la original, con un pattern de batería ¡de candombe! Para regocijo de Jaime Roos, Anderson la tradujo a idioma rioplatense y se llevó un sustancioso vuelto de aplausos. La multiclimática My God –la más «ideológica» del disco– resultó transpirada, potente, con el abismal solo de flauta de siempre. Y Locomotive breath, que la banda entregó como bis, solo vino a confirmar que el fantasma en harapos todavía anda suelto, haciendo de las suyas... demasiado joven para morir
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