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El músico con «Leoncito», en la década del ’80, en ocasión de la grabación de De Ushuahia a La Quiaca. (Foto: Alejandro Palacios)
C iudad Juárez, Chihuahua. 25 de abril 2009. (RanchoNEWS).- Autor de más de 300 temas, en su mayoría gatos y chacareras, fue el exponente más genuino de la cultura rural santiagueña. Aun en los últimos años, aquejado por múltiples dolencias producto de la edad, conservaba su picardía intacta. Desde Aregentina una nota de Karina Micheletto para Página/12:
Ayer a los 94 años falleció don Sixto Palavecino. Ciudadano ilustre de Santiago del Estero, patrimonio cultural de la provincia, entre otros títulos que se ganó en los últimos años, cuando le había llegado el tiempo de cosechar los reconocimentos institucionales. Defensor acérrimo del quichua, la lengua que como tantos comprovincianos habló «desde el vientre materno», prohibida durante años en las escuelas santiagueñas, transformada en una vergüenza. «Peluquero peinador», según el diploma que lo habilitó para el oficio con el que se ganó la vida durante años. Violinisto sachero, según se definía él en la lengua que amaba: sachero, del monte. Compositor de inspirados gatos y chacareras, también sacheritos. Y por si fuera poco, uno de los primeros en tender puentes entre el folklore tradicional y los jóvenes más habituados a géneros como el rock, de la mano de su amigo León Gieco.
Don Sixto murió rodeado de sus hijos y nietos, en el Instituto de Cardiología de Santiago, donde había sido internado hacía unas semanas por problemas cardiológicos, complicados por una fuerte neumonía. En los últimos años necesitaba de una silla de ruedas para desplazarse, debido a una fractura que lo postró. Su salud estaba debilitada, al punto de que no pudo ir a recibir el último homenaje que le hicieron en la Feria del Libro de Santiago del Estero, el año pasado, en el que estuvieron por él todos sus hijos. En 1999 había recibido un doble bypass, en 2000 nuevamente había sido sometido a una intervención quirúrgica tras un golpe en la cabeza que sufrió en una caída. Tenía sus achaques, pero conservaba esa mirada pícara y esa dulzura que se profundizaba con su hablar en diminutivo, ese modo tan bello que arrastraba de la traducción mental que hacía del quichua.
Había nacido el 28 de marzo de 1915 en un paraje llamado Barrancas, en el departamento de Villa Salavina, Santiago del Estero. «A campo abierto, nada de potreros ni alambrados», explicaba él para ubicar las coordenadas geográficas. En pleno monte, donde «el juguete eran los cabritos y corderitos» que su familia criaba como modo de vida. Cerca de los 14 años perdió a su madre, y pronto a su abuelo, y así quedó al cuidado de su hermano mayor. «He venido respirando quichua desde el vientre de mi madre, y lo hablaba en el monte, cuidando cabras, ovejas, sembrando un poquito para el consumo... Así han sido las vivencias nuestras: médico no se conocía, era la curandera nomás. Y así hemos vivido nosotros», contaba sobre su infancia. Por entonces ya había aparecido el violín en su vida de niño crecido de golpe, como por arte de magia. O de la Salamanca, como decían algunos vecinos. Porque sin que nadie se lo enseñara, sin más elementos que unas maderitas, aquel niño solo en medio del monte se fabricó un violincito y salió tocándolo, y siguió haciendo hasta el final. ¿Cosa de la Salamanca?
En 2006 Don Sixto recibió a Página/12 en su casa del barrio Almirante Brown de Santiago del Estero, donde el sillón de peluquería permanecía en un lugar central del living, rodeado de premios, fotos, recortes, discos y recuerdos de todo el país. Conservaba un ánimo fantástico y ganas de contar, y cuando se le propuso posar con su violín para las fotos, prefirió largarse a tocar una chacarera tras otra, aunque ya no lo hacía públicamente. Contó, entonces, del misterio del violín. En ese paisaje del monte de su infancia, ¿cómo aparece el violín?, le preguntó esta cronista. «Lo he hecho yo mismo con unas maderitas que he encontrado, a mis nueve años –contó él, con naturalidad–. Mi madre no quería saber nada, pero yo lo he fabricado y lo he escondido en un hueco de un quebracho añoso, en un caminito de animales, en el monte. Ahí lo tuve yo al violincito, más de un año guardado. Todos los días iba con los animales y me bajaba en el quebracho, donde estaba el violincito guardado, ahí paradito. Ese hueco del quebracho era mi estuche. ¡Ese tipo de estuche no lo tiene nadie en el mundo! Y yo lo he tenido en el monte. Qué bendición».
La madre de don Sixto, claro, «no quería saber nada con el violincito»: los musiqueros tenían una ganada fama general de borrachines. Pero el violín ya estaba en la vida de Sixto, era para él parte del paisaje: «En la zona donde yo he nacido, si en cada rancho había dos o tres hermanos, todos tocaban violín –describía–. Esa parte de Barrancas, en el departamento de Salavina, es como una islita: un lugarcito lleno de gente que tocaba el violín y le gustaba. Así como le digo. De esa manera, yo lo escuchaba desde chico. En casa había guitarras, pero yo les sacaba las cuerdas que se gastaban y se las ponía a mi violincito. Así era, bien encordadito. La primera cerda del arco la hice de la cola de un caballo».
Respiro en quichua
«Yo vivo en quichua, respiro en quichua», decía siempre don Sixto, y seguía ensañado en ampliar las fronteras de esa lengua que alguna vez, cuando cursó la escuela primaria, le fue negada. Para eso se valió no sólo del poder de su violín, también de un programa de radio que mantuvo desde 1969, que primero se llamó La audición quichua y después El alero quichua, por Radio Nacional Santiago del Estero. Lo hacía con compañeros como el poeta Felipe Corpos y, en un principio, con la apertura del profesor Domingo Bravo, pionero en el estudio de esa lengua. El programa ha cosechado numerosos premios y sigue hasta hoy, con la conducción de Rubén Palavecino, hijo de Sixto, y con el mismo firme objetivo: la difusión de la lengua materna de don Sixto, que se hablaba y se habla en toda la región del río Dulce.
Hubo otro proyecto de magnitud con el que el violinista encauzó su objetivo: la traducción del Martín Fierro al quichua, que le llevó ocho años de trabajo y cuya primera edición publicó en 1990 (Marcos Veloso Ediciones). No se quedó satisfecho: siguió trabajando y en 2007 logró concretar una segunda edición del libro de José Hernández, esta vez bilingüe, con la incorporación de una nueva signografía y respetando fielmente la rima y la métrica de los 7210 versos originales. La presentación del libro, publicado por el gobierno de Santiago del Estero, se hizo a toda fiesta en la capital provincial, con la presencia de Peteco Carabajal, el luthier de bombos Froilán González, y por supuesto León Gieco.
Con Leoncito
«Don Sixto Palavecino, gato escondido de amor. Cuando escucho tu violín, Santiago es como una flor», dice el estribillo de la canción que le dedicó Gieco. Se la escribió sin conocerlo, cuando sólo habían hablado por teléfono y él cortó emocionado por haber escuchado el saludo en quichua de quien consideraba un patriarca inalcanzable, «un Bob Dylan del monte». Años después don Sixto le devolvió la gentileza componiendo un par de temas para su amigo: el gato «Leoncito», una suerte de declaración de amistad, y una chacarera en la que comenta medio en broma y medio en serio lo que pasó cuando se juntó con Gieco, identificado con el palo del rock, y las reacciones que provocó al principio esta juntada entre los más tradicionalistas.
Alguna vez llegó hasta su peluquería Jorge Cafrune, para intentar convencerlo de que saliese de gira con él. Se negó: se había mudado a la capital de Santiago para darles un estudio a sus hijos, y no eran tiempos para andar llevando una vida tan inestable como la del musiquero itinerante. Años más tarde, a Gieco, un admirador incondicional con quien Palavecino dio conciertos revolucionarios para la época, no le costó nada convencerlo. Que un folklorista y un rockero venido de Buenos Aires tocaran juntos no era algo fácil de tragar para los santiagueños más tradicionalistas. Cuentan que hubo discusiones fuertes, que alguna llegó a las manos. Por toda respuesta, don Sixto compuso aquella chacarera: «Anda diciendo la gente / que Sixto ya no es sachero / se junta con los de afuera / ahora se ha vuelto rockero».
«Amigo del alma es ése... Muy fiel amigo», decía de Gieco, y contaba sus andanzas como lo más natural del mundo: «El me invitó por teléfono a participar de un recital suyo en Santiago del Estero. Así empezó la amistad. Después me vino a buscar para De Ushuaia a La Quiaca. Y para grandes festivales que hacía él en los clubes, con la juventud, con musiqueros de otros países que también traía... Una vez, por ejemplo, vino el Chico Buarque. ¡Quería que yo le enseñara a tocar chacarera, para que hiciéramos algo juntos! Le expliqué que no se podía, porque ellos estaban de paso y con poco tiempo. Y la chacarera no es algo que se aprenda así nomás».
La biografía de Sixto Palavecino indica que es autor de más de 300 temas. Recién comenzó a registrarlos en 1966, cuando tenía 45 años y grabó los primeros discos con el conjunto Sixto Palavecino y sus hijos: Cuando mecha el sol, Pa’que bailen y Carbonerito santiagueño, para el sello RCA Victor. Se editaron catorce discos propios más, entre grabaciones y antologías, entre ellos Por qué... Por quién, reeditado por este diario. También participó en trece discos de otros grupos, como De Ushuaia a La Quiaca, o Kuska (Juntos), junto a Ariel Ramírez, Jaime Torres y Chango Nieto, o sus participaciones en discos de Soledad, el Dúo Coplanacu o Cuti y Roberto Carabajal. La mayoría de sus canciones son «overitas», como él las llama: una mezcla de quichua y español. Casi siempre las tocó junto a sus hijos, Rubén, Carmen y Haydée. «Así es la cosa con mi violincito», decía don Sixto, cuando se le preguntaba por su música, y sonreía. Don Sixto hablaba en diminutivo y sonreía, muchas veces. Cuando lo hacía, transmitía algo de otro orden.
Sixto Palavecino
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