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El artista español. (Foto: M.N.C.A.R.S)
C iudad Juárez, Chihuahua. abril 2010. (RanchoNEWS).- Roma y Valencia, Burgos, Murcia y Madrid celebran el centenario del pintor y escritor Ramón Gaya (10 de octubre de 1910-15 de octubre de 2005) con exposiciones y libros. Para empezar, Pre-Textos lanza una nueva versión de sus Obras Completas, en edición de su viuda, Isabel Verdejo, y del hispanista Nigel Dennis, en la que figurarán los ensayos inéditos de Recinto español, escritos por Gaya durante su exilio mexicano. Este lunes comienzan además las jornadas Pintar la orilla de un abismo con tu mano, organizadas por la Universidad de Murcia y en las que participan, entre otros, Tomás Segovia, Juan Manuel Bonet, Andrés Trapiello y Jaime Siles, como anticipo de la antológica que el IVAM inaugura el 10 de junio: Ramón Gaya. Homenaje a la pintura, y que en noviembre llegará a Madrid. Texto publicado en El Cutural:
Recinto español
Cuando pienso en el Prado, éste no se me presenta nunca como un museo, sino como una especie de patria. Hay allí algo muy fijo, invulnerable y también sin remedio, sin redención. Para los franceses, el Louvre no puede ser sino un museo, un museo que está en Francia, pero que, claro, no es Francia. Los museos de Italia siguen siendo exterior, calle italiana, y no hay diferencia entre una sala de los Uffizi y el Arno; todo es igualmente navegable, vivible. Pero el Prado es un lugar hermético, secreto, conventual, en donde lo español va metiéndose en clausura, espesándose, encastillándose. Y no es que sólo guarde pintura española, pero allí dentro todo parece convertirse en una misma tierra, en una misma terquedad. La pintura española (Berruguete, Ribera, Zurbarán, Velázquez, Murillo y Goya) no puede, ni con mucho, presentar un índice como puede presentarlo la poesía española (Cantar de Mío Cid, Berceo, Arcipreste de Hita, Jorge Manrique, El Lazarillo, Hurtado de Mendoza, Gil Vicente, La Celestina, Garcilaso, Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Lope, Cervantes, Góngora, Quevedo, Gracián, Calderón) y, sin embargo, sentimos que la pintura es nuestro suelo, casi nuestra seguridad. Hay en todo lo español una especie de hambre que en la pintura es donde parece quedar más satisfecha. Si España no hubiese pintado –como no han pintado Alemania, Inglaterra ni Francia–, España sería un país más hambriento, más frenético, más absurdo, más loco; el sentimiento plástico le ha dado a España como una cordura pesante, contrapesante. También Holanda sin la piedra descomunal de Rembrandt, sería otra, o quizá ninguna, ya que las aguas podían muy bien haberla borrado. Pero la pintura es suelo firme, cuerpo, carne, es decir, realidad. Seis nombres españoles –que si se quiere pueden reducirse a tres: Velázquez, Murillo y Goya– han bastado para que España pueda codearse con las otras fortalezas pictóricas: China, Flandes, Italia y Holanda. Como se sabe, Francia llegó o se asomó a la pintura con mucho retraso, y no parece haber llegado por verdadero impulso vital, sino por comprensión y por afición; de ahí que sus pintores (Watteau, Chardin, Corot, Daumier, Seurat, Cézanne, Bonnard) tengan siempre ese aire de placenteros cultivadores de la pintura, casi de hortelanos. Alemania cuenta con nombres insignes –Durero, Cranach, Holbein– pero son más bien como artesanos concienzudos, rigurosos, nobles. Inglaterra, aparte del extravagante caso de Turner, gran artista artístico, sólo dispone de un nombre firme: Constable; se trata, desde luego, de un magnífico pintor, pero debilitado ya por ese gusano moderno de lo sensible, de lo emocional transitorio.
Entrar en el Prado es como bajar a una cueva profunda, mezcla de reciedumbre y solemnidad, en donde España oculta una gran riqueza, una especie de botín de sí misma, robado, arrebatado a sí misma, defendido de sí misma. La pintura española es real como no ha podido serlo nunca la realidad misma española. Por eso el Prado es casi como un manicomio al revés, como un manicomio de cordura, de realidad, de certidumbre. Afuera está la realidad ilusoria, la vida sueño; pero el arte, para el español es, precisamente, despertar. (Algunos jueces han lamentado y criticado la ausencia, en el arte español, de toda fantasía; se trata, claro, de estetas muy ligeros, muy triviales, muy artísticos, que no han sabido comprender que en España el arte no brota del arte, del juego imaginativo del arte, sino de la vida, de la realidad de la vida, y no es que brote de ella para mimarla, para adularla, para copiarla, sino para salvarla.) El arte español es siempre un despertar, una vigilia, una sabiduría última. Y no me olvido de Goya, del llamado Goya fantástico; sus fantasías –oídas en la vida real española– no son nunca cántico o creencia, sino condenación, burla, despego de ellas, desvelo de ellas. Las llama «Disparates» porque no son fantasías vistas por un enamorado, por un visionario, es decir, vistas desde dentro, desde su propio clima fantasmagórico, sino desde una sensatez desnuda, dura.
Cuando pienso en este recinto español no se me presenta nunca como un museo –puesto que no se trata aquí de una simple colección de objetos artísticos–, sino como una roca viva.
Ramón Gaya, México, 1955
Paisaje de la Villa Medici
(Velázquez, Sevilla, 1599-Madrid, 1660)
Este paisaje, llamado por algunos El mediodía, es el trozo de pintura más auténticamente moderna que puedo recordar. Goya mismo se vuelve arcaico y de museo junto a este vigoroso manantial de vida presente, de existir presente. Constable, en sus bocetos magníficos, a lo sumo nos recuerda, nos refresca una emoción, la resucita para nosotros –como Proust– pero no nos la entrega actual, viva actual. Y los impresionistas han quedado acartonados, secos, víctimas de sí mismos, de sus cientificismos, de sus teorías, víctimas, en fin, de su invención. De las telas de Monet, por ejemplo, ha desaparecido el aire, la luz, la niebla, el agua, y han quedado unos restos materiales, cortezas de colores, una especie de pared sucia y triste. Es el castigo reservado a los inventos mecánicos: convertirse, con el tiempo –muy poco tiempo–, en un montón de herrumbre, de hojalatería rígida, muerta.
El verdadero artista no puede acercarse a la naturaleza con la estúpida intención del robo, de tomarle tal verdad o tal secreto y, separándolos de ella, hechos ya abstracción pura, mostrarlos con aire de triunfo. El verdadero artista no quiere arrancarle secretos o verdades a la realidad, sino compartirlos con la realidad, incluso ignorándolos si es necesario.
En este paisaje, Velázquez nos da, no sólo la luz, el pestañear de las hojas, el clima, sino su propio sentimiento, su embeleso, su arrobo, toda una especie de lirismo muy casto. No es, pues, un cuadro impresionista, si llamamos impresionista a ese sistema un tanto policial de observación de la naturaleza en que se mantuvieron Monet, Pisarro, Degas, el mismo Sisley, una observación que era más bien como una vigilancia, como si sospechasen de la naturaleza misma, como si esperasen descubrirle un artificio, un truco.
Velázquez es lo contrario. Velázquez confía, cree en la naturaleza, es decir, no se fija en ella, y ella entonces se le entrega descuidada y sin recelos.
Ramón Gaya, México, 1955
La familia de Carlos IV
(Goya, Fuendetodos, 1746-Burdeos, 1828)
Todo Goya parece reunido aquí: el sensible, el feroz, el malhumorado, el delicado, el bruto, el sensual, el tierno, el desalmado, el sabio, el torpe, el poderoso, el truquista, el moderno, el tartamudo, el expresivo. Es uno de sus cuadros más planos, su superficie es realista y tranquila, casi feliz, pero su debajo lo sentimos muy absurdo, turbio, trágico, angustioso. Todas estas figuras parecen aves de corral, apretujadas contra el cuadro como gallinas ridículas, entre petulantes y asustadas. Hay también, esparcido por todo, como un sombreado lúgubre, de taberna espesa, de fusilamiento carnavalesco; es un sombreado de una consistencia rara, como formado de murciélagos mustios. Pero de pronto, cuando ya estábamos dispuestos a lo sombrío, se nos adelanta esa mujer, el brazo completamente en cueros, deslumbrante, descarado, y nos escupe una plebeyez de reina, una decencia infantil, algo bondadoso y roto. Lo tierno y lo horrible conviven aquí sin disgusto alguno, en una especie de tercer clima, de armonía ignorada, demoníaca. Se pensó que el antecedente indudable de este lienzo era el de Las Meninas. Es posible, pero lo cierto es que resultó lo contrario. Porque Las Meninas es un cuadro abierto de par en par, que pone en libertad a la realidad completa, pintado por un retratista redentor, que se hace el distraído para que todo tenga posibilidad y tiempo de salvarse; mientras que La familia de Carlos IV es una cárcel, una cárcel para encerrar a la realidad, y en donde Goya mismo ha quedado prisionero, con su genio y todo.
Ramón Gaya, México, 1955
El sueño del Patricio
(Murillo, Sevilla, 1618-1682)
Murillo es, quizá, el pintor español peor situado, peor estudiado, peor comprendido por la crítica y la historia profesionales. El éxito verdaderamente analfabeto de una parte un tanto dulzona y débil de su pintura ha tapado y borrado, por lo visto, al gran pintor de reciedumbre, de cepa, de solera, de grandeza antigua que hay en él. Yo, por mi parte, no puedo dedicarle aquí, por lo enmarañado que está hoy su caso –¡tan sencillo!–, la atención y la extensión que le debo; sólo puedo adelantar hasta los ojos cultos y sumamente distraídos del moderno catador o gustador de pintura esta sevillana durmiente que puede codearse con las mejores figuras de Tiziano, de Rembrandt o de Velázquez.
Pintar, lo que se dice pintar, pocas veces se ha hecho como aquí; con todo, no es eso lo que me gustaría dejar señalado. Esta figura, de peso tan real, tan terrenal, la sentimos habitada por dentro, reclamada desde dentro, por la imagen viva de lo que sueña; es una figura pesante y, sin embargo, está como suspendida, como sostenida en vilo; no sólo duerme, sino que sueña delante de nosotros. Es lo castizo español; señalarlo todo dentro de la realidad.
Ramón Gaya, México, 1955
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