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José Emilio Pacheco. (Foto: Enrique Bostelmann)
Ciudad Juárez, Chihuahua. 23 de abril de 2010. (RanchoNEWS).- En los primeros 80, un grupo de escritores iberoamericanos, en su mayoría mexicanos, se reunieron en la Universidad de Windsor. A esa jarca, desde el mismo México, se le comenzó a llamar «el grupo de Windsor». Allí estuvieron Eduardo Lizalde, Sergio Pitol, Fernando del Paso, Arturo Azuela, Bryce Echenique, José Emilio Pacheco, Salvador Elizondo y otros muchos. Un par de años más tarde, Azuela concibió un híbrido intelectual incorporando al primigenio Windsor otros muchos escritores de lengua española. Desde Carlos Barral y Jorge Edwards, a José Esteban, Sánchez Dragó, Caballero Bonald, Ángel González, Luisa Valenzuela, Margo Glatz, Vaz de Soto, yo mismo y algunos otros de los que me olvido ahora. Fuera de ese grupo quedó, por arbitrariedades del momento, un tipo de la envergadura intelectual y literaria de Moreno-Durán, llamado por todos nosotros «RH Positivo», que se vengó de su exclusión perpetrando en la revista Quimera un artículo sensacional, con título de comedia de Shakespeare: Las alegres comadres de Windsor. En él se daba cuenta, sin perder un ápice de la ironía cercana al sarcasmo intelectual del colombiano, de nuestros viajes, idas y venidas por el mundo literario mexicano, visitas a universidades gringas y francachelas que han pasado a la memoria vital y escrita de algunos de nosotros. A mí, me adornaba especialmente bautizándome como el vagabundo de las islas.
Ese equipo, que en el fondo no éramos más un grupo de escritores entonces todos amigos, irritaba a mucha gente y nos ganó muchos enemigos de la literatura y los medios culturales que, durante un tiempo, nos miraron como unos sospechosos privilegiados de la vida. Un día, Octavio Paz almorzaba con Barral en su casa de Reforma, en el Distrito Federal, y aprovechando la ocasión de la cercanía física le espetó de repente a modo de reproche: «¿Qué, Carlos, otra vez en el mismo lugar y con la misma gente?». Desde entonces, desde que Barral nos lo contó, asumimos como «himno» del grupo la canción mexicana cuyo estribillo central reza así: «Por eso aún estoy en el lugar de siempre,/en la misma ciudad/y con la misma gente...». Quien mejor cantaba esa canción era Bryce Echenique, con su voz arrastrada de dipsómano irredento, que raspaba las palabras en la garganta como si les echara encima media botella de tequila.
El centro de reunión internacional de ese grupo fue durante dos o tres años (desde el 81 al 84, aproximadamente) México, Distrito Federal. Nos alojábamos en el entonces fantástico hotel Ciudad de México, y asistíamos todos a la Feria del Libro Internacional que se celebraba en el Palacio de Minería, a tiro de piedra de nuestro hotel. Por regla general, no dormíamos, sino que las juergas se unían en la noche con el día y en el día seguíamos la francachela con cara de escritores serios en las reuniones y conferencias del Palacio de Minería. Les confieso, en nombre de casi todos, que estábamos deseando terminar para pasarnos, de inmediato, a una taberna genial, muy literaria, que estaba a unos metros del Palacio de Minería. Se llamaba La Ópera y durante muchos años no dejaron entrar allí a las mujeres. Pero, un año de aquellos en los que perduraba la prohibición, Ugné Karvelis, la lituana ex mujer de Cortázar, entró como un caballo en una cacharrería dando gritos en francés y protestando por no poder estar en el mismo cafetín en que estábamos los hombres. Nadie le llevó la contraria. A mi lado estaban Eduardo Lizalde y José Emilio Pacheco, que se reían del atrevimiento de la lituana con una carcajada literaria inolvidable. Poco después Lizalde le recitaba a la Karvelis sus mejores poemas de amor con su voz de pozo seco, mientras los demás aplaudíamos a rabiar las intervenciones poéticas del mexicano.
Ahora veo con nostalgia de viejo verde una foto de aquellas queridas comadres del grupo de Windsor en la Universidad de Notre Dame, Illinois. Estamos casi todos, pero lo más espectacular es ver que en esa foto, casi sepia ya por el paso del tiempo, hay un premio Príncipe de Asturias, el poeta Ángel González, y tres premios Cervantes: Jorge Edwards, Sergio Pitol y José Emilio Pacheco. Quiero decir que el grupo se deshizo en la nada, como grupo, pero que cada uno de aquellos mosqueteros de la literatura seguimos nuestro camino de escritura con cuanta vitalidad pudimos reservar para ese mismo vicio y menester de la literatura.
Algunos miembros eclécticos de aquel grupo de comadres escritores y escritoras seguimos viéndonos y celebrando la vida y la literatura en cualquier rincón del mundo. Recuerdo la tarde en la que le concedieron el Cervantes a Jorge Edwards. Yo estaba en Barcelona. Había recibido, junto con Eduardo Sotillos, el premio de La Nit de la Edició en la Ciudad Condal, por el programa de TVE Los libros, pero mi verdadera ilusión es que aquel día Jorge Edwards fuera por fin Cervantes.
En la tarde me fui a la oficina de Carmen Balcells y allí, después de más de dos horas de espera, recibimos la gran noticia. Edwards, sin embargo, tardó en aparecer por lo menos dos horas más. «Estará en labores propias de su sexo», le dije a Vargas Llosa por teléfono. Recuerdo también el día que le dieron el Cervantes a Sergio Pitol. Se hospedaba en el tristemente desaparecido y siempre literario hotel Suecia, en Madrid. En el bar, un remolino de escritores locos, encabezados por Enrique Vila-Matas y César Antonio Molina celebrábamos, en mesas esparcidas por el local, el que a un escritor que admirábamos -yo lo leía desde los primeros 70- y con el que habíamos coincidido en el grupo de las alegres comadres de Windsor, Sergio Pitol, con todos los merecimientos literarios del mundo, fuera premio Cervantes. Y, finalmente, recuerdo cuando el año pasado le dieron el premio Cervantes a José Emilio Pacheco, cuyo libro La edad de las tinieblas es el último de los suyos que he leído con fruición.
Mi médico y amigo Antonio Manrique me llamó un mes más tarde para decirme que estaba haciendo un crucigrama y que le pedían el apellido del último premio Cervantes. «Pacheco», le dije. Y le añadí que era un magnífico poeta del que le leería, cuando volviéramos a vernos, un poema impresionante que lo calificaba como un poeta verdadero, que es lo mejor, a mi modo de ver nada humilde, que se le puede decir a un poeta (a muy pocos poetas): que tiene voz y que esa voz es verdadera. Pocos días después fuimos a comer algunos amigos, entre los que estaba el doctor Manrique, el ingeniero José María Tío y José Esteban. Y allí, a los postres, en el Café Gijón, leí para los comensales el poema de Pacheco titulado Alta traición: «No amo a mi patria./ Su fulgor abstracto/ es inasible. Pero (aunque suene mal) daría la vida/ por diez lugares suyos,/ cierta gente,/ puertos, bosques de pino, fortalezas,/una ciudad deshecha, /gris, monstruosa,/ varias figuras de la historia,/ montañas/ y tres o cuatro ríos». A quienes todavía no saben para qué sirve la poesía, les vendría muy bien leer a José Emilio Pacheco, poeta verdadero, premio Cervantes, un ciudadano integral de la lengua española. Un tipo cuyo talento poético e intelectual, y cuya integridad personal, jamás le han permitido el frívolo lujo (tan de moda y aplaudido) de escribir mal.
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