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.La patria según el pintor chihuahuense.(Foto: Archivo)
Ciudad Juárez, Chihuahua. 1 de agosto de 2010. (Margarita Muñoz / RanchoNEWS).- Los calendarios de Jesús Helguera me remiten a mi infancia.
Solían aparecer en todas las casas y me fascinaban cuando era una niña que aun no sabía leer. Yo «leía» el colorido de las imágenes, lo idílico de los paisajes. Creo que fue en esa época cuando comencé a ver a mi país bajo esa óptica de los colores, las fiestas, lo cálido de las reuniones familiares. Los pueblos llenos de flores, la belleza de las mujeres, me parecían el retrato exacto de un México que yo veía desde mi ventana de la casa familiar. Los calendarios eran el referente perfecto del paisaje lleno de nopaleras y huisaches, y siempre creía adivinar detrás las escenas que Helguera traía hasta la cocina de mi casa.
No era muy difícil para mí recrear los jardines porque en el de mi casa había una gran cantidad de flores… rosas de castilla, claveles, lluvia de oro, amapolas de todos colores, gladiolas, lirios del valle… Entonces, mirando mi jardín y los calendarios de Helguera, yo pensaba que así eran todos los jardines y los paisajes de México. Nunca consideré que las facciones de los personajes no coincidían con las de la gente que me rodeaba, empezando por mi propio color de piel, muestra del mestizaje que corre por mi sangre.
Todos los años, a finales de diciembre, mi padre aparecía con uno o dos calendarios de formato grande que pasaban a decorar las paredes de la austera cocina familiar. Yo los miraba embelesada, me dejaba llevar por la fantasía sobre esos paisajes bucólicos y me pasaba hurgando en el ropero de mamá para sacar chales y faldas, y tratar de parecerme a las bellezas de esos calendarios y enamorar a los galanes impecables y musculosos que aparecían retratados ahí. En una ocasión, para el festejo de fin de año de mi escuela, salí bailando el paso doble España cañí y mi mamá me fabricó un vestido de volantes amarillo con lunares cafés, ese atuendo sería por años mi favorito pues podía encarnar a las españolas de mantilla y claveles en el pelo o enredándome en una sábana a guisa de túnica, a las indias, con la cabeza llena de plumas y cuajadas de abalorios de los calendarios de Helguera. Así nació, sin duda, mi gusto por los trajes típicos y el folclor mexicanos.
La Bamba. (Foto: Archivo)
Cuando conocí los calendarios de Jesús Helguera, yo vivía en San Luis Potosí en una estación de un pequeño ferrocarril que llevaba por nombre Potosí–Río Verde. Éste, comandado por mi padre, trasladaba el material extraído de las minas de la zona hasta las fundiciones de Morales en aquella ciudad y la de Ávalos, en Chihuahua. Nosotros vivíamos a las afueras de la ciudad; antes de que yo asistiera a la escuela estaba prácticamente aislada, pues la mancha urbana quedaba muy lejos y no había niños con quienes jugar o socializar. Mi hermanita, que me seguía, era mi única compañía y comparsa de mis teatrales representaciones.
También entonces nació mi fervor patrio. Me emocionaban los paisajes del altiplano y las figuras de los volcanes en los personajes de Helguera retratando la fundación de Tenochtitlán, a Itzacíhuatl, «la mujer blanca», y a Popocatépetl, «el flechador del cielo», en ese mítico romance de los volcanes, y la figura del padre de la patria arengando a las multitudes y ese Zapata de ojos de fuego. Aprendí también de la conquista, en las románticas imágenes de la mujer indígena seducida por el hombre español. Años más tarde me dí cuenta de la alegoría que esto representaba.
En aquel tiempo, la gente al final del año recortaba la parte de abajo de los calendarios y mandaba a enmarcar las maravillosas imágenes que venían a decorar los modestos talleres, las carnicerías, los merenderos de pueblo, las tienditas de abarrotes y las cantinas, y, por supuesto, nuestras casas, en donde de la cocina pasaban a ocupar un lugar de honor en la sala. No se necesitaba una gran inversión para el modesto decorado de las casas de clase media de entonces, en las cuales engalanaban el lugar de cortinas floreadas y lámparas con colgantes de chaquiras.
Un calendario de la época. (Foto: Archivo)
Ahora que vuelvo a ver los calendarios, me parece imposible que todas esas experiencias y sensaciones hayan nacido acompañadas del trabajo de Helguera. Reconozco en él a un dibujante de mano exquisita, que supo mezclar los colores e idealizar un México inexistente al que nunca visualicé entonces. Ahora que veo su fotografía, atildado, enfundado en ese traje gris impecable, me parece tan ajeno… ¡Y pensar que nació y vivió en Chihuahua sus primeros años! Es para mí como un cuento. ¿De donde sacó Jesús Helguera sus imágenes, si lo primero que vio fue este sol impertinente, brillante, enceguecedor y los cerros pelones que rodean nuestra ciudad? Enseguida pienso que cuando abrió bien los ojos ya estaba en la lujuriosa zona veracruzana, mirando cómo amanece entre la niebla el Pico de Orizaba.
Desdeñado como «pintor de almanaques» por los exponentes de la escuela mexicana de pintura es innegable que ninguno de ellos ha tenido tanta fama ni tanto reconocimiento por parte de la gente como Jesús Enrique Emilio de la Helguera. Se le equipara con Norman Rockwell quien pintó «el sueño americano»; ambos usaron el realismo para pintar lo irreal, quizá porque lo que no existe es mejor que la realidad. Después de tantos años, ahora se le hace justicia al arte de Jesús Helguera, inspirador de religiosidad, de valores familiares, de amor a la patria. Curiosamente esas lecciones calladas y coloridas, que fueron arte para los que no podíamos tener arte, son una lección de quien cumplió su trabajo con maestría y amor al oficio, ejemplo para muchos y creador de una obra que permanece en nuestra memoria.
Chihuahua, Chih., 28 de mayo de 2010
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