Rancho Las Voces: Textos / Luciano Pérez: «Pulque a Go Go», un cuento
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martes, julio 27, 2010

Textos / Luciano Pérez: «Pulque a Go Go», un cuento

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Morrison, Rancho Las Voces Art. (Foto: RanchoNEWS)

Ciudad Juárez, Chihuahua. 1 de agosto de 2010. (Luciano Pérez / RanchoNEWS).- Le dijeron que el hijo del comodoro Morrison estaba en algún lugar del pueblo de Xoco. Así que la mujer salió del metro Coyoacán y caminó la larga calle de Mayorazgo, esperando encontrar algún sitio donde pudiese estar él. Eran las dos de la tarde de un lunes o martes, y de una enorme central bancaria salían por cientos los empleados a comer, tipos encorbatados, fanfarrones y de enormes barrigas, con el celular a la mano por si las esposas requerían saber de ellos al instante. Reían con estruendo, comentaban los resultados del juego de futbol, de si los Cowboys tuvieron bien merecido ser apaleados por los Vikings. Lo que decían le pareció no venir al caso a la mujer, llamada Jessy, no por Jessica, la del Mercader de Venecia, sino por la del sueño mágico y misterioso, la gorda inundada de pasteles, hot-dogs y hamburguesas, con John Lennon y una pala haciendo pasta de toda la comida. Esa Jessy, la tía. «El sueño de Jessy» se llama una tienda de abarrotes allá por Canal del Norte casi esquina con Jesús Carranza, donde termina Tepis por el norte, en la ruta de las peregrinaciones hacia la Basílica.


Pasó la mujer por la iglesia de San Sebastián Mártir Xoco. Quiso saludar al santo, tan japonés, tan Mishima, tan lleno de flechas el cuerpo que sangraba por todos lados, mártir pretérito que era un ídolo en cierto sector de personas. No para Jessy, que buscaba al hijo del comodoro acá en Xoco, un pueblo al que Mexicópolis se tragó sin misericordia, aunque quedan algunos restos de lo que fue antes. Como esta iglesia. Y el cementerio. Y la pulquería «Los Paseos de Santa Anita». El hijo del comodoro no estaría en la iglesia, eso era al cien por ciento seguro. Pero el cementerio y la pulquería parecían los sitios ideales para él. Ambos lugares serían visitados por la mujer, quien con sus cincuenta y tantos años procedía de un tiempo en que la sicodelia fue el camino de perfección, y escuchar L.A.Woman con los Doors el máximo nivel de éxtasis al que se podía llegar, luego de una buena borrachera con canciones de Buddy Miles y el Grand Funk Railroad.

«¡Hey, Douglas, no tenías por qué venir hasta acá tan lejos desde París!», pensó la mujer, de cabellos pajosos, de nalgas aún prominentes, aunque ya no la adolescente toda asustadiza a la que le dijeron que si estudiaba en San Ildefonso se llenaría de «por mi espíritu hablará la raza», la etnia conformada por Vasconcelos, Reyes y Paz. Pero en la prepa de 1971 estos tres hombres no eran queridos. Sí lo eran, en cambio, gente estrafalaria como Joplin, Lennon y el hijo del comodoro. Ser hijo de un jefe naval pudo no significar nada, pero para Douglas significó irse del hogar, antes de terminar a bordo de un acorazado con rumbo a Indochina. El Hijo no quiso eso. El Hijo odiaba al Padre. Y éste, comandante de barba blanca como un Yavé en uniforme caqui, decidió expulsar a su vástago del Paraíso, como cuando el príncipe más bello fue echado del cielo como cerdo rabioso, nada más porque se negó a matar los miles de borregos y palomas que requería el culto a Dios. Así el hijo del comodoro, no quiso matar a los miles de vietnamitas que requería la gloria de la nación elegida. Prefirió cantar con hermosa voz de borracho, grabar discos, irse a París, y embriagarse ahora en la pulquería de Xoco, donde cantaba a grito pelado L.A. Woman, para luego irse a dormir a su cripta del cementerio ubicado a un lado de lo que fue el río Huitzilopochco, alias Churubusco.

«¡Uno de esos gringos locos que no se persignan ni arrodillan en las iglesias!», decían las comadres del viejo alto de cabello largo, voz ronca y siempre empulcado, que deambulaba cual fantasma, que en efecto era, por esas calles del expueblo, ahora rebautizado como Colonia General Anaya. A veces se metía al Hospital, donde se dijo que bebía de la sangre de los atropellados, como si fuese vampiro de las novelas de Anne Rice y Poppy Z. Brite. Vampiro gringo, con la diferencia de que en Nueva Orleáns y San Francisco no había el pulque, verdadero néctar olímpico y asgardiano. Porque el hijo del comodoro estaba convencido de que Hera y Zeus, Odín y Freya, follaban mejor luego de probar a fondo uno de avena.

¿Dónde supo Jessy que Douglas andaba por Xoco? Fue por un viejo compañero de San Ildefonso, expulsado de la prepa, maldecido por ésta, quien le mandó un correo donde le dijo que había oído al gringo loco cantar en una pulquería sicodélica de nombre «Los Paseos de Santa Anita», de tercera categoría, licencia número 98072, ubicada en Avenida Centenario casi esquina con el mencionado río Churubusco. Un lugar anticuado, feo, polvoso, ante el cual los turistas japoneses pasaban de largo en su camino iluminado hacia cuadras más adelante, hacia la casa azul de Frida Kahlo, la marxista-leninista por excelencia. Quizá ella conoció «Los Paseos…», pero si fue así nunca dijo nada al respecto, y adentro de ahí las fotos en la pared con rubias flacas y sin gracia, sin grasa, se mezclaban con vómitos, mentadas y los aullidos de Douglas: «City of Light, City of Night…L.A. Woman, L.A. Woman!»

Pero ahora decidió variarle un poco, y el gringo borracho empezó a cantar «Xoco Woman, Xoco Woman!», mientras los morenos mandaron traer un acordeón para acompañarlo, y uno de ellos, el que lo tocaba, dijo: «Soy como un Julieto Venegas con esta mormeta de acordeón», riéndose, escupiendo, y los demás tipos bailaban, diciendo ser tigres del desierto, del norte, de Bengala, de Tepito. «¡Ah, Tepito!», dijo otro briago, «ahí sí que había buen pulque». El gringo seguía con «Xoco Woman» infinitamente, sucio y vestido de cuero negro. Se levantó cuan alto era y salió de la pulquería para dirigirse hacia su cripta. Unos gringos gordos pasaron junto a él, quizá lo sintieron paisano, y le preguntaron: «Where is Frida’s Museum?», y el hijo del comodoro les contestó, extrañado de oír hablar inglés: «Xoco Blues, Xoco Pulque, Xoco Woman», y se fue al panteón.

¿Cómo fue que se vino de París a Xoco? La mujer quería saber la respuesta, y nada mejor que preguntárselo a él mismo. Se metió al cementerio, su mirada hurgó entre las lápidas, y quiso descansar sentándose junto a un querubín de piedra, posible descendiente de aquellos querubines que mataron a Don Juan Manuel ahorcándolo en el Zócalo. Sacó uno de sus cigarrillos marca «Lilitu», lo prendió, y mientras fumaba las moscas verdes zumbaban a su alrededor como en alabanza al señor Belcebú. Como suelen hacerlo en los mercados en torno a las cabezas de cerdo expuestas para ser echadas al pozole, colocando huevecillos en los ojos, nariz y la irónica boca del marrano.

Jessy vestía ropas viejas, aunque no sucias. Se le notaba lo hippiosa a leguas, y ella lo sabía, y más se empeñaba en aborrecer la ropa elegante. Echaba humo por la boca y ensoñaba, no en Lennon con la pala y la comida de la tía, sino en qué tenía que hacer Douglas en este ya no pueblo, donde circulaban tipos en corbata y tipas con tacones altos y sin medias, hablando ellas sin cesar por el celular acerca del bello jardinero que se consiguió la bella patrona en el episodio de la noche en la tele. Para Jessy no había más tele. Los libros de monstruos le secaron el cerebro, haciéndola buscar ídolos del rock donde probablemente no se les encontraba. Aquí en Xoco, por ejemplo, en cuyo cementerio cabría la posibilidad de que el hijo del comodoro yaciese en alguna de las tumbas.

No quiso estar más ahí y se fue a buscar la pulquería. Preguntó por ella, pero antes de que abriese la boca todos daban por hecho que indagaba por la casa azul, y le decían: «Frida queda por allá» o «Frida queda por acá», señalando vagamente hacia algún lado. Y cuando por fin fue escuchada, resultó que nadie había visto «Los Paseos…», aunque todos los días pasasen por ahí. Los lugares fantasmales, como las cartas robadas, están a la vista pero no se ven. Y Jessy pasó junto a un enorme briago viejo que cantaba «Xoco Woman, Xoco Woman!», pero ella sólo se hizo a un lado, casi sin verlo. Cruzaron ambos Churubusco, pero en sentidos opuestos, él hacia el panteón y ella hacia donde pudiera estar la pulquería.

Y por fin la halló, pero no pudo entrar. En la licencia otorgada, la 98072 como ya señalamos, se especificaba que no se permitía la entrada a mujeres, y el pulquero no se arriesgaría a perder su autorización, otorgada con muchos trabajos, nada más por dejar que una hippie entrase a buscar al otro hippie. Dicho pulquero, muy parecido al magnate Carlos Slim, posiblemente su hermano, le gritó a Jessy: «¡Vete, me cerrarán el negocio por tu culpa!» La echaron pues de ahí, y ella, muy decaída, se retiró, para regresar al panteón. Sentía que ya no estaba viendo bien, y sacó sus anteojos, que sólo usaba para leer sus libros sobrenaturales, pero que ahora necesitaría usarlos más. Pensó: «Ya no veo bien. El pulquero me pareció que era Slim. El borracho alto que pasó junto a mí le daba un aire a Douglas, y hasta cantaba igual que él».

El hijo del comodoro, muy alegre por el pulque bebido, se metió a su cripta y se durmió. Los empulcados necesitan ascender al nirvana donde la reina Xóchitl efectúa su coito con el dios Thor del trueno. Ni Drácula estuvo mejor, pues no supo éste nada del pulque a go go. Pero, ¿a quién le importa ya eso? A Jessy le importaba, pero ella, tan fantasmagórica como el hijo del comodoro, ya no fue hacia el panteón, sino que vio pasar un microbús que decía «Metro Aeropuerto», así que lo abordó y no volvió más a Xoco. No porque no quisiera seguir la búsqueda, sino porque en el trayecto, en algún lugar de Iztapa-Rat, el microbús chocó con una camioneta manejada, como todas, mal, y los pasajeros quedaron prensados y ensangrentados. La hippie sintió zumbar a su alrededor las moscas verdes, que le colocaban huevecillos por todos lados, y de su boca salieron últimas y afamadas palabras: «Xoco Woman, Xoco Woman!», y falleció antes de que los de la Cruz Roja llegaran y no le hallasen ni dinero ni celular, ni reloj siquiera, tan sólo un libro viejo sobre la campaña de Vietnam, escrito por el comodoro Morrison, el Yavé blanco que quiso evitar que su hijo se hiciera briago y sólo logró impulsarlo más hacia ese otro Edén. Como siempre pasa.

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