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Diana Bellessi, Homero Manzi, Oliverio Girondo y Leónidas Lamborghini. (Foto: Pablo Piovano, Ana D’Angelo)
Ciudad Juárez, Chihuahua. 15 de julio 2010. (RanchoNEWS).- La poesía es un género fundacional por estas tierras donde se ha contado y cantado en versos. «El pueblo argentino es poeta por carácter, por naturaleza». Lo afirmó Sarmiento en el capítulo II del Facundo, quien fue más allá de la superficie de la frase al advertir que existía «un fondo de poesía que nace de los accidentes naturales del país». En la inmensidad y la extensión del desierto se hallaba la ocasión de una mirada que, «al clavar los ojos en el horizonte», no encontraba límites. La monumental antología 200 años de poesía argentina (Alfaguara), seleccionada y prologada por Jorge Monteleone –que se presenta hoy en la Biblioteca Nacional aspira a ser una memoria y una identidad tan robusta como abierta en este aniversario redondo que propone el Bicentenario de la Revolución de Mayo. Al clavar los ojos en cientos y miles de poemas del pasado, Monteleone ofrece una constelación «crítica, didáctica y hedonista» de la poesía argentina que incluye nada menos que a 218 poetas. Una nota de Silvina Friera para Página/12:
El punto de partida es la Marcha Patriótica de Vicente López y Planes, un texto neoclásico que la Asamblea del año XIII decidió declarar Himno Nacional. La antología se extiende hacia los poetas nacidos hasta 1959 inclusive. Ordenada cronológicamente, según el año de nacimiento de cada poeta, en 200 años de poesía argentina circulan poemas de Bartolomé Hidalgo, Esteban Echeverría, Hilario Ascasubi, José Mármol, Carlos Guido y Spano, Estanislao del Campo, José Hernández, Almafuerte, Leopoldo Lugones, Macedonio Fernández, Evaristo Carriego, Baldomero Fernández Moreno, Antonio Porchia, Pascual Contursi, Oliverio Girondo, Alfonsina Storni, Celedonio Flores, Juan L. Ortiz, Carlos de la Púa, Jacobo Fijman, Luis Franco, Borges, Leopoldo Marechal, Enrique Cadícamo, Enrique Santos Discépolo, Carlos Mastronardi, Silvina Ocampo, Aldo Pellegrini, Raúl González Tuñón, Homero Manzi, Atahualpa Yupanqui, Enrique Molina, Edgar Bayley, Alberto Girri, Joaquín Giannuzzi, Mario Trejo, Leónidas Lamborghini y más acá en el tiempo –imposible dar cuenta de todos los poetas incluidos en 970 páginas– Juan Gelman, Arnaldo Calveyra, Francisco «Paco» Urondo, María Elena Walsh, Juan José Hernández, Miguel Angel Bustos, Héctor Viel Temperley, Rodolfo Alonso, Alejandra Pizarnik, Juana Bignozzi, Ricardo Zelarrayán, Daniel Freidemberg, Diana Bellessi, Arturo Carrera, Irene Gruss, Jorge Boccanera, Tamara Kamenszain y Fernando Noy, entre otros.
Conjunto más o menos razonado o azaroso de inclusiones, toda antología está acosada por el fantasma de una totalidad imposible. Reparar en las omisiones, en los poetas que no están, es «un falso problema». «Teóricamente las omisiones deben ser entendidas desde un punto de vista crítico, pero muchas veces no dependen ni siquiera del antólogo», cuenta Monteleone. «Me parece que es injusto señalar las omisiones en cualquier antología. Probablemente hay una confrontación íntima-crítica de aquel que ha tenido una lectura de la poesía argentina y está imaginando una antología virtual. Entonces ahí se produce la confrontación con la antología del otro», agrega el escritor, crítico literario y traductor. «Una antología también se alimenta de otras antologías, de las omisiones, de los huecos. Esto está relacionado con la constitución de una teoría», sugiere. «Cuando uno constituye una teoría, la teoría verdadera nunca puede ser total. Una interpretación crítica que implica la reunión de elementos razonados, estructurados, tiene huecos. Una antología que no esté hecha de ausencias y de huecos no puede ser sostenida porque es una contradicción en sí misma».
En el prólogo de 200 años de poesía argentina, Monteleone repasa las representaciones de la política y de la historia argentinas. Si el primer objetivo de El gaucho Martín Fierro «era la denuncia de la situación social del gaucho» y en La vuelta de Martín Fierro «era el de educarlo», la poesía de José Mármol habla de los proscriptos «y la evocación de Mayo sirve como ideal patriótico en su invectiva contra Rosas». Ascasubi en La refalosa utiliza la voz de la gauchesca para articular el enunciado violento de la mazorca –«la contestación del amenazado Jacinto Cielo pone en escena la disputa entre unitarios y federales»–; la Nenia de Guido y Spano es «la oración fúnebre dedicada al Paraguay arrasado por la guerra». La poesía también contribuye a construir el Estado. El nido de cóndores de Olegario V. Andrade, dedicado al general San Martín, «por décadas alzó la voz de las declamaciones en el orden sublime del héroe y el prócer, desde la poesía nacionalista, hasta la estatua ecuestre y los coros escolares». Como un contrapunto distante, Monteleone propone leer la visión de Aldo Oliva (1927-2000) en sus poemas dedicados al general Belgrano. Pero el imaginario de Andrade articuló la retórica de la nacionalidad argentina. El antólogo recuerda que hasta la expresión «hacer tronar el escarmiento», que se atribuye a Perón, debe provenir de la evocación de un verso de Andrade: «¡Y no sintió tronar el escarmiento!».
Del Poema conjetural de Borges –escrito en 1943 contra las corrientes nacionalistas que imperaban en el gobierno militar de entonces, pero que pronto deslizaría su sentido ideológico hacia una crítica al peronismo naciente–, a la relectura original de la tradición de los gauchipolíticos rioplatenses del siglo XIX de Leónidas Lamborghini, que con sus parodias y reescrituras ejerció «una política del ritmo»; de la poesía de Gelman, «política en un profundo compromiso con la lengua» a cómo los poetas debieron escribir «de un modo oblicuo y a la vez crítico con esa lengua comunitaria que la dictadura había pervertido hasta la pudrición» –Néstor Perlongher en «Cadáveres», «acaso el gran poema de la época», o Diana Bellessi y su metáfora de un mudo que canta su canción–, la selección de Monteleone revela que el humus de la poesía argentina es de una gran riqueza, variedad y vitalidad.
La revolución de Baldomero
Hay decisiones del antólogo para celebrar. En el caso de Baldomero Fernández Moreno acertó olímpicamente al sustraerlo del Billiken poético. Monteleone omitió el trillado soneto Setenta balcones y ninguna flor. «Hace muchos años que trabajo en la relectura de Baldomero, por eso me propuse sacarlo de la lectura escolar. Él decía que ‘a cada paso que doy, se me caen 70 balcones’, terminó detestando ese poema. Es un autor que entre 1915 y 1917 hizo una revolución en la poesía argentina». En su primer libro, Las iniciales del misal, una especie de homenaje a Rubén Darío, está Barrio característico –incluido en la antología–, un poema que le gustaba mucho a Borges. «Cuando dice ‘es hermoso, de noche, ver huir calle abajo los tranvías’, en esta calificación hay una traza de la recepción íntima, intimista. Eso que se llamaba sencillismo era una operación estética de gran complejidad que no existía», explica Monteleone con un entusiasmo extraordinariamente contagioso. «Borges dijo que Baldomero había realizado un hecho revolucionario, había mirado alrededor. Cuando mira la ciudad, comienzan a aparecer los objetos de la ciudad en esa poesía. Baldomero realiza un doble movimiento: el poema se vuelve en cierto modo objetivista, un gran precursor del objetivismo como poeta urbano, y al mismo tiempo establece una complicidad con el lector. Una complicidad que los poetas urbanos de hoy, incluso los de la poesía de los noventa, también heredaron», relaciona el antólogo. «Baldomero inventa la ciudad de la poesía, la inventa por primera vez porque en realidad Carriego había sido el poeta del barrio; pero lo que prevalece en su poesía no es la mirada, sino la audición, las voces. Carriego es un poeta de los dichos, de los chismes incluso. Es muy impresionante analizar los poemas de Carriego donde habla del entorno barrial. Todas las referencias son auditivas; no describe tanto lo que se ve, sino lo que se dice. Ése es el mundo de Carriego, un mundo barrial limitado que no llega al centro».
Fernández Moreno, en cambio, como precisa Monteleone, miró todos los entornos. «Pero hace algo más: es el primero que se pone en el centro de su poesía como persona real y hace un pacto autobiográfico con el lector. Dice ‘este que habla soy yo, yo me llamo Baldomero Fernández Moreno’. Es el primer poeta en el que aparece un nombre reconocible, el poeta que dice ‘dejaré mi nombre escrito a punta de verso’. Eso es algo completamente novedoso en la poesía argentina. Ahora puede verse en algún punto como anacrónico por cuestiones del ritmo y del vocabulario. Era un poeta que nunca cedió al verso libre, a pesar de que el verso libre ya había pasado por muchas instancias, y siempre se mantuvo con la estructura del verso castellano clásico. Baldomero es tan complejo que cuando en los últimos años tuvo una gran depresión porque murió un hijo escribió un libro de sonetos, Penumbra, que incluí en la antología, donde critica toda su poética de la mirada y de la autobiografía», señala el antólogo.
Otra intervención de Monteleone fue incluir el poema póstumo Me voy a dormir de Alfonsina Storni. «Esta forma de morir de Alfonsina es muy distinta de la muerte de Lugones, que tuvo una presencia pública tan fuerte y constituyó un ‘yo’ sostenido en el heroísmo. Pero cuando tuvo un amor clandestino que lo lastimó, se retiró en el Tigre, se mató y dejó dicho que su nombre mismo debía desaparecer. Esta actitud se contrapone con la de Alfonsina, que se mató porque no resistió el dolor físico de su enfermedad –compara–. Ella constituyó un sujeto poético que fue la primera manifestación de una autoconciencia de la poesía femenina. Esta actitud de enviar un último poema me pareció inquietante y a la vez conmovedora. ¿Hasta qué punto hay una creencia en la verdad poética que anuncia y metaforiza un suicidio? Es una relación con los límites, a la que también llega Pizarnik. En el modernismo hay una fusión entre poesía y vida en la que el sujeto autor está como sostenido por el poema con diversos procedimientos. En el caso de Alfonsina, la figura de la mujer que va a matarse se sostiene en la de un sujeto poético que anuncia su muerte; se postula como poesía póstuma, es decir que escribe póstumamente. Eso es muy impactante, algo de eso hace Pizarnik también. Cuando se produce esta fusión entre vida y poesía tan extrema, el pensamiento sobre el sujeto poético tiene que recurrir a otras explicaciones, a otros fundamentos. No es autónomo; establece una relación muy particular y compleja».
Un ladrillo en la pared
La tarea de cada lector que se lleve el «ladrillo» poético al hogar consistirá en trazar múltiples recorridos por el corpus de poemas de la antología. «Cuando se habla de las omisiones, me fastidia que se señalen las omisiones de los contemporáneos, los que están ahí, a la vuelta de la esquina o en otro barrio, o cercanos en la biblioteca –admite Monteleone–. Nadie me pregunta por qué no puse a Luis Domínguez, que escribió El ombú; o a Juan Chassaing, el autor del Himno a la Bandera, que tiene un verso maravilloso, que casi por ese verso pongo el poema, que dice ‘melancólica imagen de la patria’».
Entre los hallazgos notables están los poemas de la neuquina Irma Cuña (1932-2004). «Escribió toda su vida poesía; era una gran crítica literaria, vivió mucho tiempo en Buenos Aires pero volvió a Neuquén, donde terminó siendo reconocida como la máxima poeta de la provincia y una de las poetas emblemáticas de la Patagonia –repasa Monteleone–. En Neuquén la conoce todo el mundo, pero en Buenos Aires nadie. De acuerdo con los materiales a los que fui accediendo traté de incorporar una cantidad importante de poetas de las provincias. Mucha gente no conocía a un poeta fundamental del noroeste que es Jacobo Regen». Se sabe que una antología conforma un canon. «Hay dos formas de escribir el canon: en el mármol o en el agua –plantea–. Escribir el canon en el mármol corresponde al monumento, a la educación, a lo que se transmite como continuidad cultural. Pero el canon literario también está escrito en el agua; fluye, se modifica, aparece y desaparece y se transforma». Si una antología tiende a crear la ilusión de totalidad y ante la ausencia de ciertos nombres algunos se inquietan, la pregunta que cae de madura es qué hacer. «Muy bien, se hizo la pirámide pero este ladrillo no está. ¿Hay que tirarla abajo? –dispara Monteleone–. Esta antología no es el monumento definitivo de los argentinos; es un estado de la situación poética lo más amplio posible. Pero parcial».
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