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Escribió su novela mientras cursaba el doctorado en Literatura Latinoamericana en Pittsburgh. (Foto: Página/12)
C iudad Juárez, Chihuahua. 28 de noviembre de 2012. (RanchoNEWS).- La bella alegría animal de la adolescencia se escurre en los puños del tiempo. «Tener 16 años era tener un corazón de piedra», dice López, alumna de un colegio religioso plagado de leyendas escabrosas y peligros inminentes. Betina González, la joven que fue dark y quería romper todo, la rara, la looser, es la ganadora del Premio Tusquets con Las poseídas, novela gótica experimental que pone la lupa sobre la pérdida de la inocencia de tres jóvenes en la década del ’80, durante la transición democrática. El jurado –integrado por Juan Marsé, Almudena Grandes, Juan Gabriel Vásquez, Fernando Aramburu y Beatriz de Moura– destacó «la destreza con que la autora teje una trama que combina géneros y elementos diversos» en la recreación del despertar sexual de la adolescencia y la actitud desafiante ante la herencia de los adultos, con una escritura «envolvente y original de altísima calidad literaria». «El centro de la historia no es la dictadura –aclara la flamante ganadora a Página/12–. Pero para mí es importante porque la novela no sería igual si transcurriera en otra época. Hablar frontalmente de la dictadura era imposible para mí porque no la viví.» Una nota de Silvina Friera para Página/12:
En uno de los bares de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL), González cuenta detalles de un libro que considera «muy diferente» y «más arriesgado». Apostó por una escritura transparente a pesar de la oscuridad del tema. Felisa Wilmer es la alumna nueva, la excéntrica de actitud rebelde y mal comportamiento que ingresa en escena para revolver el metódico avispero de un colegio religioso. Las criaturas que no se pueden clasificar generan problemas. Pronto esta extraña deviene un imán tan misterioso como fascinante para López, la narradora «looser y resentida» de la novela. Lo único autobiográfico de Las poseídas es que la escritora estudió en una escuela católica y ese universo le dio letra para componer una atmósfera opresiva. La autora de Arte menor –Premio Clarín de Novela en 2006– y Juegos de playa escribió su última novela mientras cursaba el doctorado en Literatura Latinoamericana en Pittsburgh (Estados Unidos), el lugar en el mundo donde vivió los últimos ocho años de su vida. «Me apareció una voz, la de la narradora López, y dejé todo. Realmente viví esta novela como un arrebato; con otros libros no me pasó lo mismo. Lo más intuitivo, lo que menos controlo, tiene que ver con mi escritura», subraya la narradora, que acaba de cumplir 40 años.
En Pittsburgh hay «más ciervos que personas»; es una ciudad muy oscura. Y nieva todo el tiempo. «Lo gótico de la novela debe haber venido del ambiente en el que estaba», sugiere González medio en broma, medio en serio. «La novela me rescató de la esterilidad de la escritura del doctorado, tan académica y nociva; era un momento deprimente para mí». Se pueden capitalizar las circunstancias más adversas. Betina lo hizo cuando les sacó el jugo a los textos menores del siglo XIX que leyó para la disertación de su doctorado. «Hay textos góticos que no se conocen mucho. Cuando se habla del gótico latinoamericano, la mayoría piensa en Las fuerzas extrañas de (Leopoldo) Lugones. Pero cuando empezás a revolver el arcón, hay montones de novelas sorprendentes. Aluísio Azevedo, un escritor brasileño, tiene una novela buenísima, Os demônios, que se trata de un personaje que se levanta en Río de Janeiro, sabe que es mediodía por equis razones, pero es de noche. Y toda la trama tiene que ver con la ciudad que se está degradando. El gótico fue un movimiento que tuvo muchas novelas menores de las que se burlaba Jane Austen. Creo que en algo me sirvió el doctorado», admite.
¿El gótico le permite que en Las poseídas aparezca el contexto político de modo oblicuo?
Sí, aparecen los cadáveres NN que se desenterraban todo el tiempo y la teoría de los «dos demonios»; noticias de las que se hablaba en la televisión. Hay una escena bastante fuerte que es la relación que tuvo la Iglesia Católica al apañar la actuación de los militares durante la dictadura. Aparece cuando a las alumnas –ya en democracia– las llevan a una excursión a la base aérea del Palomar. En las instituciones, en las familias, en los colegios, la dictadura no se derrumbó de un día para el otro. La escuela es una especie de microuniverso simbólico en el que todo se va enrareciendo, se van destapando cosas o se va haciendo evidente la coyuntura del país. Y también se hace evidente la pérdida de la inocencia, una de las lecturas posibles de Las poseídas. Acudir al gótico o al terror tangencialmente me permitía contar otra historia de la post dictadura, que tiene que ver con cómo se formó la juventud de la transición democrática.
¿Cómo fue ser joven en los ’80?
Yo era bastante looser, estaba más del lado looser que de la winner (risas). Era la época del dark y yo era una chica dark, una adolescente depresiva; algo de esto está en la novela. Quizá hay algunas de mis vivencias de los años ’80. Recuerdo un recital de The Cure. En ese recital la gente rompió todo, tiraron botellazos a los músicos, incendiaron una guitarra, hubo robos en la cancha de Ferro. Era salir de la dictadura y querer romper todo. Querer de repente hacer todo lo que no habían podido hacer los otros ni nosotros, pero sin saber qué romper ni qué hacer. Yo viví mucho esta contradicción. No te podías afiliar a un partido político porque había un descreimiento total sobre la militancia. Esa idea estaba clausurada para nosotros, pero a la vez se quería romper por romper. Me parece que esta tensión está en la novela, que se percibe. Era raro enterarte de todas las cosas de las que no se hablaba...
El murmullo en el café de la FIL sofoca el timbre de voz de González. «Yo leí el Nunca más a los doce años –recuerda–. Lo tenía mi abuela en su casa, como un libro más en su biblioteca. No es que los adultos me lo dieron o alguien me explicó antes. Lo agarré y lo leí. Me impactó tanto que me acuerdo que fui a decirles a mis viejos: ‘¿Estaba pasando todo esto y no nos contaban?’. Como muchos de mi generación, les enrostramos a los padres cómo era posible que dijeran que no sabían nada. Nos dimos cuenta no sólo del ocultamiento oficial, sino del silencio de muchas familias. Todas las cosas que habíamos vivido de chiquitos tenían por detrás la masacre de la dictadura, pero pensábamos que estábamos seguros y que el mundo era lindo, cuando era una especie de horror camuflado. ‘No saber’ era muy difícil».
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