.
El autor de esta fotografía es desconocido. Pero tuvo la virtud de, en un fogonazo, cazar a sus colegas cazaimágenes. La instantánea fue tomada desde la puerta del avión que conducía a la exuberante y deseada (por los paparazis, pero no solo) actriz sueca Anita Ekberg a Roma. Corría el verano de 1959. (Foto: Archivo)
C
iudad Juárez, Chihuahua. 26 de febrero de 2014. (RanchoNEWS).- Se les ve subidos a la verja que sirve de entrada a la mansión de Gina Lollobrigida. Esperando a Anita Ekberg, cual jauría humana, al final de la escalera del avión que la llevaba de vuelta a Roma. O metiendo la nariz en el jardín privado de Tom Cruise o en los amoríos al volante de Leonardo DiCaprio. Pero en Paparazzi!, la exposición dedicada a su sedicioso oficio que hoy abre las puertas en el Centro Pompidou de Metz, también les observamos tomando posesión del canon estético de la última mitad de siglo. Una nota de para El País:
Esa es la novedosa tesis que manejan los comisarios de la muestra —Clément Chéroux, Quentin Bajac y Sam Stourdzé—, responsables de un recorrido en más de 600 obras por la historia de la escuela menos respetada de la fotografía de prensa, que a la vez es un estudio sobre su permeabilidad en el campo del arte contemporáneo, en el que reconocidos creadores, armados de flash y teleobjetivo, se han reapropiado de sus códigos.
La muestra yuxtapone las imágenes de legendarios paparazis, como Ron Galella, Tazio Secchiaroli y Pascal Rostain, junto a obras de Richard Avedon, William Klein, Gerhard Richter, Cindy Sherman o Andy Warhol. El resultado logrado por unos y otros no se distingue en exceso. Demuestra cómo la intrusión en la vida ajena se ha convertido en una práctica socialmente aceptada, pero también hasta qué punto la fotografía robada ocupa un lugar central en el paradigma artístico, pese a que nos empeñemos en menospreciarla. «La idea era elaborar un proyecto científico de un fenómeno con un siglo de existencia, pero que nadie ha estudiado con atención», asegura Chéroux.
La exposición, que se puede visitar hasta el 9 de junio en la sucursal del Pompidou en la capital siderúrgica de la Lorena francesa, se abre con La dolce vita. Fellini no se inventó un fenómeno que ya era práctica común desde hacía décadas —Otto von Bismarck ya fue fotografiado en su lecho de muerte, como Whitney Houston más de un siglo más tarde—, pero sí que le confirió un nombre y una mitología. El cineasta bautizó a estos lobos solitarios sin moral y con escasos escrúpulos. La sociedad biempensante de la época aborrecía sus imágenes obscenas, que luego leía con avidez en los primeros semanarios sensacionalistas. «Desde el principio, los paparazis se convierten en el contrapunto al reportero de guerra, capaz de arriesgar su vida para transmitir lo que sucedía en el mundo», apunta Chéroux. En realidad, las cosas eran algo más complejas. Jacques Langevin, el fotógrafo que capturó los últimos momentos de vida de Lady Di, también había cubierto la caída del Muro de Berlín y la Guerra del Golfo, igual que Nick Ut, ganador de un pulitzer por sus fotos en Vietnam, se gana la vida hoy fotografiando a Paris Hilton.
La muestra estudia las relaciones entre los paparazis y algunas de sus presas más preciadas. Por ejemplo, Elizabeth Taylor, cuyo affaire con Richard Burton provocó que el primer beso adúltero fuera publicado en la prensa italiana.
«Los paparazis no son artistas, porque no trabajan con la voluntad de hacer arte, pero su obra tiene una calidad estética involuntaria», apunta el comisario. «Si los creadores de la última mitad de siglo no tardaron en reinterpretar sus códigos es porque eran conscientes de que la foto robada simbolizaba su tiempo. La sociedad del espectáculo, y también la hipermediatización de la celebridad y la frontera porosa entre lo público y lo privado quedan reflejadas en ella». Por ejemplo, Gerhard Richter reinterpretó una fotografía del arresto de Werner Heyde, responsable del programa que eutanasiaba a los discapacitados durante el nazismo, para realizar uno de sus retratos más perturbadores. El sueco Ulf Lundin siguió a una familia de clase media con un teleobjetivo, convirtiendo su banalidad en pura inquietud. Sophie Calle, Cindy Sherman o Gavin Turk se ponen en escena como si fueran una estrella perseguida.
En algunos casos, hasta los propios paparazis se han reciclado en artistas: el citado Rostain hurga desde los noventa en la basura de los famosos para elaborar sugestivos retratos in absentia. Igual que Kertész retrató a Mondrian con una simple foto de sus gafas y su pipa, el paparazi consiguió una semblanza de Madonna a partir de 15 botellas de agua, una pizza congelada, una bolsa de galletas de arroz y una bebida de soja. Pese a incluir imágenes de políticos, el comisario ha preferido no publicar las que revelaron la relación de François Hollande con Julie Gayet. «Un museo debe tomar distancia con la actualidad», justificaba ayer el comisario.
La muestra también habla de un mundo en el que, gracias a las redes sociales, todos somos paparazis potenciales, a menudo de nosotros mismos. Al final del trayecto, una portada sensacionalista revela el escándalo cocainómano de Kate Moss. Al acercarse a esta obra de Jonathan Horowitz, el visitante se observa reflejado en el marco de la imagen. El mensaje queda claro: la intrusión se ha desarrollado tanto como el exhibicionismo. En el catálogo de la muestra, se menciona una empresa estadounidense que proporciona a falsos paparazis, falsos fans y falsos agentes de seguridad «para poder convertirse en estrella por un día, haciendo realidad la profecía de Warhol». «Podemos decir que hoy todos somos paparazis, a la vez que todos somos estrellas», concluye el comisario.
REGRESAR A LA REVISTA