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El escritor estadounidense. (Foto: Archivo)
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iudad Juárez, Chihuahua. 14 de febrero de 2014. (RanchoNEWS).- Papeles, fotos, periódicos, telegramas, cartas, facturas de bares, tickets de corridas de toros y objetos varios que el escritor acumuló en su Finca Vigía, en Cuba, forman ahora parte de la Colección Hemingway de la Biblioteca y Museo John F. Kennedy. Una nota de Silvina Friera para Página/12:
Para Ernest Hemingway, el gran desafío de la escritura consistía en «la lucha entre la cosa viva que es la experiencia y la mano muerta del embalsamador». Instantes coagulados en un cúmulo de papeles, fotos, periódicos, telegramas, cartas, facturas de bares, tickets de corridas de toros, objetos varios. En el imaginario del «coleccionista del presente» –oxímoron de una pasión inaudita– no hay papelera de reciclaje ni bolsas de residuos. No hay posibilidad de seleccionar y descartar. Elegir implica perder algo, menudo dilema existencial. El escritor norteamericano tenía la costumbre de acumular literalmente todo en su Finca Vigía, una granja en las afueras de La Habana (Cuba), donde vivió entre 1939 y 1960. Su cuarta mujer, Mary, testigo inmediata y «víctima» de este «loco» afán de preservación, ha confirmado que el genial autor de El viejo y el mar «era incapaz de tirar nada». Esta obsesión emerge ahora con la luz fulminante de una evidencia: 2500 documentos que han sido digitalizados en la Colección Hemingway de la Biblioteca y Museo John F. Kennedy, en Boston. Las copias digitales, recopiladas por Fundación Finca Vigía –encargada del material–, representan el segundo cargamento que llega a Estados Unidos. El anterior, en 2008, incluía un final alternativo de Por quién doblan las campanas. Entre las novedades digitalizadas nunca antes reveladas hay un telegrama de 1954 con una noticia formidable que parece neutralizada por un lenguaje expeditivo: «En su sesión de hoy, la Academia Sueca ha decidido darle el Premio Nobel de Literatura. Por favor, notifíquenos si acepta el premio y si acudirá a Estocolmo el día 10 de diciembre a recogerlo».
La colección se nutre con 44 borradores para el final de Adiós a las armas (1929); un registro de Pilar, su barco de pesca, y libros que pertenecían a su biblioteca personal, muchos con inscripciones en los márgenes. «No hay ninguna bomba real en el nuevo material», advirtió Sandra Spanier, profesora de inglés en la Universidad Estatal de Pensilvania y editora general del Proyecto Hemingway Letras, a The New York Times. «El valor está en la textura de la cotidianidad, la forma en que completa nuestra foto de Hemingway», aclaró la especialista y añadió un detalle significativo: «Hemingway no sabía, cuando salió de Cuba, que nunca iba a volver. Sus zapatos están todavía allí. Es como si acabara de salir por un momento». Spanier recordó también que el escritor fue presionado por el embajador norteamericano en Cuba, Philip Wilson Bonsal, para que se fuera de la isla. Uno de los maestros mayores del cuento contemporáneo –nacido en Oak Park, un suburbio de Chicago, en 1899– dejó atrás esa especie de nomadismo frenético que practicó –«para escribir sobre la vida, ¡primero hay que vivirla!»– cuando se estableció en la Finca Vigía en 1939.
Cuba fue el lugar en el mundo donde permaneció más tiempo que en ningún otro. Hasta que en 1959 y en 1960 viajó a España para completar «Un verano peligroso», una serie de reportajes que le encargó la revista Life para que narrara el duelo entre los toreros Antonio Ordóñez –amigo de Hemingway– y Luis Miguel Dominguín, por entonces el número uno del escalafón taurino. Pero los problemas de salud iniciaban lo que pronto sería el epílogo. Las enfermedades minaban el cuerpo del autor de París era una fiesta, publicado póstumamente en 1964: ligera diabetes, hipertrofia del hígado, un curioso mal conocido como hemocromatosis, hipertensión, problemas serios en la vista. Andrés Arenas, uno de los biógrafos de Hemingway, plantea que aquellas visitas a Málaga en los veranos del ’59 y ’60, cuando siguió los duelos entre ambos toreros, «tuvieron bastante que ver con su locura y suicidio» (en Estados Unidos, adonde había regresado), el 2 de julio de 1961. La fascinación por los toros la había descubierto en los sanfermines de 1923. Hasta los años ’50 era común y corriente verlo asistir a las corridas, a veces del brazo de mitos vivientes como Ava Gardner o Lauren Bacall.
El seguro del Plymount de 1941, una licencia de porte de armas en Cuba –fechada el 19 de octubre de 1950, «para que pueda dedicarse al sport de la caza»–, boletos de corridas de toros, recetas de cocina del escritor... El Hemingway cotidiano, a través de esta colección, era expansivo: intentaba abarcar cuanto tenía y lo rodeaba. Muy diferente del estilo que supo concebir. «Si de algo sirve saberlo, siempre trato de escribir con el principio del iceberg. Hay nueve décimos bajo el agua por cada parte que se ve de él. Uno puede eliminar cualquier cosa que sepa, y eso sólo fortalecerá el iceberg. Si un escritor omite algo porque no lo sabe, habrá un agujero en su relato», confesaba a la revista Paris Review, en 1958. «Estamos encantados de contar con este material, que ofrece una nueva visión del día a día de Hemingway. De la figura literaria, a darnos cuenta de la humanidad del hombre y así entender al escritor», expresó el director del museo, Tom Putman. Esta es la primera vez que los materiales quedan a disposición de los investigadores en Estados Unidos, pero el público no tendrá acceso a estos curiosos materiales.
El caminante cansado de tanto andar había optado por la quietud. Sus zapatos todavía están en la Finca Vigía. En esa larga espera experimentan la única forma posible de «trascendencia»: sobrevivir a las marcas que dejaron los pies de Hemingway.
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