Rancho Las Voces: Obituario / Rafael Chirbes
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martes, agosto 18, 2015

Obituario / Rafael Chirbes

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El escritor valenciano. (Foto: Carlos García Pozo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 16 de agosto de 2015. (RanchoNEWS).- Rafael Chirbes (Tabernes, 1949) le puso letra a este presente continuo de la crisis con una prosa limpia, trabajada entre la mirada rapaz y un pulso de orfebre con reflejos de estepario. Lo hizo en dos novelas fuertes que conforman una crónica encadenada de los excesos (perpetrados) y las estafas (asumidas): Crematorio (2007) y En la orilla (2013). Con ellas acumuló un doblete en el Premio Nacional de la Crítica y con la segunda sumó, además, el Nacional de Narrativa y el Francisco Umbral de Novela. Antonio Lucas reporta para El Mundo.

Un campanazo, pero todo esto, a Chirbes, le halagaba lo justo. Era un tipo hecho a sus cosas, con la vida literaria siempre un poco a parte. Confeccionado a golpe de silencio y de no dejarse ver más que lo justo. «Un escritor debe mantenerse aislado de todo el tinglado de los grupos culturales. A mí nunca me gustó frecuentar esos ambientes, porque te cargan de manías, de fantasmas y de obligaciones», decía.

Rafael Chirbes ha hecho siempre lo que ha querido. Y este 15 de agosto, día de todas las fiestas posibles, murió a los 66 años vencido por un cáncer de pulmón fulminante que le detectaron el pasado lunes. Vivía con dos perros en la casa que le compró a un camionero, en Beniarbeig (Alicante), montaña arriba, alejado del ruido de la calle pero en ese estado de alerta que la lucidez dispensa a los hombres que saben mirar con precisión para lanzar después las palabras más lejos que la vida. Mañana domingo será incinerado en la localidad alicantina de Dènia.

Un escritor reflexivo

Las novelas que le dieron foco, esas dos últimas que le dispensaron más seguidores y más galardones, tienen un galope duro, antipático, donde el tiempo del escritor coincide con el tiempo del lector. Algo que no sucede tantas veces. Pero no aceptó el trajín de los fuegos de artificio. Era, esencialmente, un tipo reflexivo, difícil de mamonear. Dueño de ideas propias que no buscaban aplauso. Estaba más entregado a observar el 'medioambiente' con la cautela del descreído, a la manera del que soporta mil inclemencias bajo un puesto de observación de aves de charca. «La edad me ha quitado ilusiones, como a tantos. Hay un personaje de una novela mía anterior, La larga marcha, que sostiene que el escepticismo no se hereda sino que cada generación busca su forma de triunfo y su derrota. Y yo también lo creo. Nuestra dignidad depende muchas veces de saber mantener el escepticismo a la puerta de casa».

Tenía por costumbre escribir de lo que veía. Nunca de lo que le contaban. Quizá por eso fue abandonando en sus libros la tiranía de la trama, que también rechazaba Juan Benet. Le preocupaba, sobre todo, entender la utilidad del ejercicio de escribir: «La literatura no sirve más que para contar la infamia permanente», decía. Y es que la suya es una obra de voluntad crítica (si es que eso significa algo). Es decir, hay una vocación de presentarse en las palabras como un sujeto político que rechaza todo aquello que el presente tiene de despreciable. Así se ha mantenido desde que en 1988 quedó finalista del Premio Herralde con su primera novela, Mimou. Senda que prolongó con la segunda de su ciclo narrativo, En la lucha final.  «A mí lo que me interesa es entender mejor lo que vivo, lo que veo. Y quiero que el lector suba el mismo Monte Calvario que subo yo cuando escribo. ¿Por qué debía ser de otro modo? ¿Por qué habría de hacer concesiones?».

No tenía la voluntad de moralista

A Rafael Chirbes no le entusiasmaba esta España de hoy, de ahí su escritura. Pero no tenía voluntad de moralista, sino de cabreado. De lúcido incapaz de aceptar el bálsamo difuso de la propaganda. «A mí no sólo no me gusta este país, sino que me da miedo», decía en una entrevista en El Cultural.  «Aunque todo parece que cabalga desbocado, por otro lado veo a una sociedad puritana. Veo que nos vamos convirtiendo en un coro inquisitorial y eso me asusta. Un mundo de delatores, como si aquí nunca hubiéramos cobrado en dinero negro, como si nadie hubiera hecho trabajos sin factura... Por eso estoy en mi casa, solo, dueño de mis palabras y de mis silencios. Y... no sé por qué digo estas cosas». Quizá lo dijo por afirmarse en la coherencia de esa lenta tarea de exploración (social, psíquica, moral) que exigía de la buena literatura. O por aclararse su propio oficio de escritor, que estaba impulsado por la busca de un diagnóstico de la España surgida después de la Guerra Civil. Y de donde sale un balance es demoledor: la claudicación y la mentira han sido los rieles de las generaciones de este último medio siglo de nuestra historia. Aunque esta aspereza de juicio era destilada sobre el folio hasta alcanzar la suavidad del canto rodado.

Aunque los asuntos de este pelaje no venden, él demostró que sí era posible hacerse un sitio en la ficción enclavijado en una profunda amargura, en una rabia que quema. Sólo es necesario tener rigor en las ideas y ese soplo de gran literatura que se cifra en la exigencia. No gastaba alma de profeta, por eso optó por una cierta esterilización voluntaria frente a las tentaciones de la vida pública. Estaba convencido de que escribir no debía ser la expresión de un código, sino la expresión (y revelación) de un pueblo. Digamos que fue así como ofreció una pequeña lección redonda en su obra. Dicen también que estaba dejando de fumar.


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