Velocípedo. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 4 de febrero de 2017. (RanchoNEWS).- Durante su evolución que cumple ya dos siglos, la bicicleta ha sido motivo de usos y transmutaciones diversas, para convertirse no sólo en medio de transporte, recreación, goce, deporte, sino también, en los años recientes, un símbolo de corrección ecológica y política. A lo largo de esa ruta, como lo ilustra este recuento, «el paso de la bicicleta por las páginas de la literatura es indeleble». Un texto de Rogelio Garza publicado por La Razón.
Este año la bicicleta cumple dos siglos de rodar en la historia y dejar sus huellas en la cultura. «El invento más noble de la humanidad», como la llamó el novelista William Saroyan en La comedia humana, también es una máquina de letras con dos ruedas: el ciclismo y la escritura. «Son oficios que pueden convertirse en arte», dice el poeta Sandro Cohen,«la diferencia es que el ciclismo es efímero y al terminar de andar se acaba el arte. En cambio, la escritura permanece».
La primera ficción bicicletera es el mismísimo conde Mede de Sivrac y su Celerífero, el personaje creado en 1891 por el periodista Louis Baudry de Saunier en su Historia general del velocípedo para atribuirle a un francés el origen del invento. Este es uno de los mitos del ciclismo más extendidos, tanto como la bicicleta de Leonardo da Vinci. El origen de la bicicleta es una tragedia llamada «El año sin verano», un fenómeno climático que afectó a Europa en 1816, ocasionado por la erupción del Monte Tambora en Indonesia.
En aquel invierno volcánico no hubo cosechas y todos los animales fueron sacrificados como alimento. En 1817, a falta de caballos y carruajes, el inventor alemán Karl Drais Von Sauerbronn ideó un medio de transporte de autopropulsión humana: la Draisiana o Máquina corredora. A partir de ella se encadenaron una serie de contribuciones que resultaron en la bicicleta moderna de John Starley en 1885, cuyo desarrollo se debe a las competencias deportivas y bélicas. Desde aquellas versiones clásicas del velocípedo los escritores han sido ciclonautas seducidos por la libertad al pedalear y esa percepción distinta que se adquiere del mundo. El paso de la bicicleta por las páginas de la literatura es indeleble, las llantas dejaron sus marcas de tinta sobre el papel.
Mark Twain montaba una Highwheeler o Grand Bi, inventada por el inglés James Starley en 1869, con una rueda delantera gigante para alcanzar mayor velocidad y distancia. Entusiasmado, en 1884 Twain escribió el ensayo «Domando a la bicicleta»:
Andar en bicicleta no es como estudiar alemán durante treinta años; y al final, justo cuando crees que ya lo dominas, te descubren el subjuntivo. La gran pena del idioma alemán es que no te puedes caer ni lastimar. No hay nada como eso para atender estrictamente el asunto. Pero también he visto, por lo que he aprendido en bicicleta, que la única forma correcta de estudiar el alemán es con el método ciclista: te caes de un lado, quizá del otro; pero te caes. Te levantas y lo haces otra vez; y una vez más; y después muchas veces... Consigue una bicicleta. No te arrepentirás si vives.
John Starley (sobrino de James) diseñó la Safety Cycle, la bicicleta con las dos ruedas del mismo tamaño, transmisión de cadena con bielas y pedales, frenos de varilla y los neumáticos inventados por el veterinario escocés John Boyd Dunlop en 1888. León Tolstoi aprendió a pedalear a los 67 años en una Safety que le regalaron, para ello tuvo que tramitar una licencia para rodar en Moscú. Acostumbraba pedalear por las mañanas después de escribir. Se dice que así logró superar la depresión causada por la muerte de su hijo Ivan Lvovich «Vanechka». Tolstoi defendió su pasatiempo favorito en un Diario de 1895, cuya entrada tituló con tres siglas «S.L.V.» (Si logro vivir): «Siento que tengo derecho a compartir mi alegría y no hay nada de malo con disfrutarse uno mismo simple, como un niño. La vida puede ser un gozo interminable, si sólo pudiéramos tomarla por lo que es, en la forma en la que se nos otorga».
La bici en las carreras, las guerras y las letras
La evolución de la bicicleta ha tenido como meta la velocidad, la ligereza, la resistencia y la portabilidad. Se convirtió en un vehículo de proezas deportivas en las competencias del siglo XX, como el Tour de France y las Carreras de los Seis Días, «el deporte de la era del jazz». Ciclista y aficionado a las competencias, Henry Miller escribió en su novela Mi bicicleta y otros amigos:
De pronto dejé todo, no hacía nada. Nada, salvo pedalear mi bicicleta. Seguido estaba en el asiento, es decir, desde la mañana hasta el atardecer. Rodaba a todas partes y siempre a buen ritmo. A veces me encontraba con los ciclistas de las carreras de los seis días y me dejaban acompañarlos a Coney Island... Habituado a pasar tantas horas al día en mi bicicleta, empecé a sentir menos interés en mis amigos. Mi bici se había convertido en mi única amiga.
Otro apasionado fue Ernest Hemingway, quien presuntamente conducía una bicicleta de la Cruz Roja cuando cayó herido en 1918, mientras repartía chocolates y cigarros a los soldados italianos. En su libro París era una fiesta, cambia las carreras de caballos por las de bicicletas y describe su experiencia en el velódromo:
Algún día lograré meter en unas páginas la pista de madera y sus empinados virajes, el zumbido de los tubulares al pasar los ciclistas, y el esfuerzo y las tácticas y los corredores desviándose arriba o abajo en la pista, convertidos en una parte de sus máquinas, con sus cascos pegados a los manubrios, sus piernas que hacían girar a gran velocidad los pedales y las ruedas.
Durante las dos guerras mundiales surgieron las bicis todo terreno, plegables y portátiles, con suspensión y equipamiento. Y se masificó como un medio de transporte civil en la economía de guerra. En su novela de 1928, La Vagabunda, Alain Fournier apunta:
Una bicicleta es justamente divertida para un hombre ordinario: ¿Qué significa para un pobre tipo como yo, quien tan solo hace poco arrastraba su pierna sudando una milla? Bajar por las colinas, adentrarse en el valle y entrar a la villa; cubrir con alas los lejanos caminos adelante y encontrarlos floreciendo; atravesar la villa en un momento, y llevarte todo en una mirada... Sólo en sueños he conocido semejante placer.
Alguien que también soñó con pedalear es H. G. Wells, quien seleccionó los puntos clave de La guerra de los mundos en bicicleta y escribió Las ruedas de la fortuna, novela en la que introduce a Jessie, la primera ciclista en la literatura que rompió con el estigma de ser mujer en bicicleta:
Después de tu primer día de rodar, un sueño es inevitable. La memoria del movimiento permanece en los músculos de las piernas y parecen moverse en círculos una y otra vez. Tú pedaleas a través de la Tierra de los Sueños en bicicletas fantásticas que cambian y crecen
Montada y encarrerada en este rol, Simone de Beauvoir escribió en El segundo sexo:
A los 18, T. E. Lawrence fue a un recorrido por Francia en bicicleta; a una joven mujer nunca se le permitiría realizar semejante aventura... Aun así, esas experiencias tienen impacto estimable: así es como un individuo embriagado por la libertad y el descubrimiento aprende a mirar a todo el mundo como a sí mismo.
Deportista obsesivo, Samuel Beckett le dedicó tanto a la bicicleta que Janet Menzies escribió el ensayo «Las bicicletas de Beckett». Es célebre la carta de Molloy a su bici verde. También las historias de Belacqua en Sueño con mujeres mediocres y en Más pinchazos que pedaleos:
Era una bicicleta buena y ligera, con llantas rojas y rines de madera. Él la montó y volaron colina abajo hasta que llegaron al prado donde se encontraba la iglesia. La máquina estaba construida para rodar, a su mano derecha el mar se hacía espuma entre las rocas, las arenas adelante eran de otro amarillo, atrás de ellos, en la distancia, las cabañas de Rush brillaban rojas. La tristeza de Belacqua cayó de él rápidamente.
William Saroyan fue más allá en su ensayo El ciclista en Beverly Hills:
Lo que quiero recordar sobre mis bicicletas es la forma en que las pedaleaba, lo que pensaba mientras rodaba, y la música que vino a mí. Primero que nada, mis bicicletas eran de segunda mano y reconstruidas. Eran esbeltas, rápidas y diseñadas para uso rudo. Las rodé con velocidad y estilo. Encontré el estilo rodando en ellas. El estilo escritural, quiero decir. Estilo en todo... La acción de la imaginación le revela al ciclista el potencial ilimitado en todas las cosas. Descubre que hay muchas formas de pedalear una bicicleta, y la relación de esas formas y sus comparaciones le dan conciencia del potencial paralelo en otras acciones. De esa acción de la imaginación también vienen la música y la memoria.
Entonces apareció Lolita, de Nabokov, a mediados de los cincuenta:
Para su cumpleaños le compré una bicicleta, esa encantadora máquina semejante a una gacela, y añadí a ella una Historia de la pintura norteamericana moderna. Todo lo relacionado con su manera de ir en bicicleta, es decir, el modo como la sostenía, el movimiento de su cadera al montarse en ella, su gracia al pedalear, me proporcionó un placer supremo...
Me gustaba verla pedalear arriba y abajo por la calle Thayer en su hermosa bicicleta: se encaramaba en los pedales para trabajar sobre ellos, y después volvía a sentarse en actitud lánguida mientras la máquina iba perdiendo velocidad gradualmente.
Y el abismal Holden Caulfield en El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger:
De pronto empecé a hablar con Allie en voz alta. Es una cosa que suelo hacer cuando me encuentro muy deprimido. Le digo que vaya a casa a recoger su bicicleta y que me espere delante del jardín de Bobby Fallon. Una vez, Bobby y yo íbamos a ir al Lago Sedebego en bicicleta. Allie nos oyó y quiso venir con nosotros, pero yo le dije que era muy pequeño. Así que ahora, cuando me siento muy deprimido, le digo: «Bueno, anda. Ve a recoger la bici y espérame delante de la casa de Bobby». Casi siempre nos acompañaba. Pero aquél día no le dejé. Él no se enfadó —nunca se enfadaba por nada—, pero siempre me viene ese recuerdo a la memoria cuando me da la depresión.
El cambio de velocidades y el desviador trasero del francés Paul de Vivie, así como el bloqueador de liberación instantánea para cambiar las ruedas del campeón italiano Tullio Campagnolo, revolucionaron las carreras ciclistas en 1927. Quizá fueron las dos aportaciones esenciales durante el siglo XX que hicieron de la bicicleta una máquina deportiva épica. Tim Crabbé, ajedrecista y ciclista profesional, dedicó su novela El ciclista al Tour del Mont Aigoual, narrada en primera persona desde el sillín y el manubrio:
Una persona consta de dos partes: una mente y un cuerpo. De las dos, el ciclista es, sin duda, la mente. Esa mente dispone de dos instrumentos —un cuerpo y una bicicleta— que deben ser lo más ligeros posible... El ciclismo es un deporte de paciencia... Cuanto mayor sea el sufrimiento, mayor será también el placer. Ésa es la recompensa que la naturaleza otorga a los ciclistas por el homenaje que le rinden con sus padecimientos. Por eso hay ciclistas. Sufrir es preciso; la literatura es superflua... Sigo acelerando directamente desde mi cerebro.
Pero la bicicleta no sólo puede encumbrar a una persona, también la puede conducir al éxtasis, como sucede en la novela de Amos Oz, La bicicleta de Sumji:
Era una Raleigh de segunda mano; no le faltaba un solo accesorio: tenía timbre, un faro, una parrilla y un reflector en la rueda de atrás... Loco de orgullo y de alegría galopé en mi bicicleta hacia mi escondrijo tras de la casa. Y allí, en donde nadie podía verme, besé el manubrio, y luego me besé el dorso de las manos una y otra vez, y en un susurro tan alto que parecía un grito, exclamé: Bendito sea Dios Todopoderoso.
Ciclismo urbano, la movilidad, el estilo y la moda
Doscientos años después, la bicicleta volvió a cobrar importancia como un medio de transporte en medio de la crisis urbana, causada por mala planeación y sistemas de transporte público deficientes, el tráfico, la contaminación y el precio del combustible. Bicis plegables, bicis personalizadas y bicis públicas toman zigzagueantes las calles por gusto, necesidad, activismo y moda. Ante la cultura imperante del automóvil, Pablo Fernández Christlieb, en su ensayo La velocidad de las bicicletas, afirma:
Una bicicleta es sobre todo un viaje a Ítaca («llegar allí es tu meta / pero no apresures el viaje»): es el mejor mirador para ver sucederse a la inopinada, implaneadamente, en calles, callecitas, parques, banquetas, rutas inéditas, como un Marco Polo de la cotidianeidad; para detenerse donde la curiosidad lo haga menester en un mercado, una fachada, una miscelánea, un aparador.
Cualquiera puede montar una bici y experimentar lo que Gabriel García Márquez en Memoria de mis putas tristes:
Cuando fui a comprar la mejor bicicleta para ella no pude resistir la tentación de probarla y di algunas vueltas casuales en la rampa del almacén. Al vendedor que me preguntó la edad le contesté con la coquetería de la vejez: Voy a cumplir noventa y uno. El empleado dijo justo lo que yo quería: Pues representa veinte menos. Yo mismo no entendía cómo conservaba la práctica del colegio, y me sentí colmado por un gozo radiante... Esa semana, en homenaje a diciembre, escribí otra nota atrevida: Cómo ser feliz en bicicleta a los noventa años.
En ese ir y venir de las bicicletas, Sandro Cohen reflexiona en sus meditaciones de El zen del ciclista urbano:
El ciclista sano nunca debe tener prisa. Obedecer a la presión del reloj es ceder a la tentación de la muerte. La mejor defensa del ciclista es no querer ganarle a nadie. Que la vida de todos fluya, cada quien en su respectivo carril.
O como fantasea Edgar Borges en La ciclista de las soluciones imaginarias:
La ciclista volaba sobre su bicicleta como si fuese la materialización de un fuego sagrado; en un microsegundo giró en dirección a la tierra y bajó hasta caer en el espacio preciso. Rueda trasera, rueda delantera, asiento y hembra.
El justo orden de un aterrizaje. Pedaleó de un extremo a otro, dio el gran salto y tomó vuelo (el gran vuelo). En el aire llegó al punto máximo, soltó las manos y en fracciones de segundo sacó la cámara fotográfica de la mochila y disparó hacia un lugar determinado... Vida en el aire ii, nuevo desafío para guardar la cámara en otro microsegundo... La caída de la Diosa, la ejecución de cada bajada anunciando la buena nueva de que el paraíso sí es posible en la Tierra.
Sin duda, andar en bicicleta es caminar en el aire y volar con los pies.
La bicicleta de Molloy
Así, pues, me levanté, ajusté las muletas y bajé hasta el camino, donde encontré mi bicicleta (vaya, esto sí que no me lo esperaba) en el mismo lugar donde debía de haberla dejado. Lo cual me permite hacer notar que, lisiado y todo, en aquel tiempo yo montaba en bicicleta con cierta soltura. Lo hacía del modo siguiente. Sujetaba las muletas en la barra superior de la armazón, una a cada lado, apoyaba el pie de mi pierna inválida (no me acuerdo de cuál era, ahora tengo inválidas las dos) en el extremo del eje de la rueda delantera, y con la otra pierna pedaleaba. Era una bicicleta sin cadena, de rueda libre, si es que existe tal cosa. Querida bicicleta, no te llamaré bici, estabas pintada de verde, como tantas bicicletas de tu promoción, ignoro por qué causa. Con qué gozo vuelvo a verla. Me gustaría describirla. Tenía una pequeña bocina o trompeta en lugar de esos timbres que ahora gustan tanto. Hacer sonar esta bocina era para mí un verdadero placer, casi una voluptuosidad. Diré más, si tuviera que establecer la lista de honor de las cosas que no me han dado demasiadas ganas de vomitar en el curso de mi interminable existencia, el bocinazo y trompeteo ocuparían un lugar de preferencia. Y cuando tuve que separarme de mi bicicleta, le quité la bocina y la guardé. Creo que todavía la conservo en alguna parte, y si ya no me sirvo de ella es porque se me quedó muda. Hoy en día, ni siquiera los automóviles llevan bocina, en el concepto que yo tengo de bocina, o la llevan muy raramente. Cuando yendo por la calle diviso una tras la ventanilla abierta de un coche aparcado, muchas veces me paro y la hago funcionar. Habría que escribir otra vez todo esto en pluscuamperfecto. Hablar de bicicletas y de bocinas, qué descanso. [...] Mientras reponía fuerzas, de pie, busqué mi bicicleta con la mirada. Lousse me hablaba. Rápidamente saciado, partí a la búsqueda de mi bicicleta. Lousse me siguió. Terminé por encontrar la bicicleta apoyada en un matorral que la ocultaba a medias. Tiré las muletas y tomé la bicicleta entre las manos, por el sillín y el manubrio, con la intención de hacer girar unas cuantas veces las ruedas, hacia adelante y hacia atrás, antes de montar en ella y alejarme para siempre de aquellos lugares malditos. Pero por más empujones y tirones que di, las ruedas se negaban a girar. Se diría que los frenos estaban atascados, pero no era este el caso, porque mi bicicleta no tenía frenos. Y sintiéndome de pronto invadido por una gran fatiga, pese a hallarme en la hora de mi mayor vitalidad, volví a dejar la bicicleta apoyada en el matorral y me tendí en el suelo, sobre el césped, sin preocuparme por el rocío, nunca le temí al rocío.
Samuel Beckett: Molloy, traducción de Pere Gimferrer, Alianza Editorial, Madrid, 1973.
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