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PREMIO NOBEL DE LITERATURA
El gran viaje de un fabulador
ROBERT SALADRIGAS -/ La Vanguardia
La más alta expresión de la literatura sin aditivos vicarios ha sido de nuevo bendecida, o mejor aún consagrada, por el Nobel. Y de qué manera, al premiar la obra impecable en cuanto a exigencia, austera y elegante, del sudafricano de piel blanca J.M. Coetzee. Llegó aquí por primera vez hace años respaldado por la sensibilidad de la vieja y recordada editorial Alfaguara de Jaime Salinas, José M.ª Guelbenzu y Felisa Ramos, que lanzaron en 1983 una excelente novela del por entonces desconocido Coetzee, “Vida y época de Michael K.”. Supongo que pasaría como una sombra. Pero fieles a su política de autor, tres años más tarde publicaron “Foe”, una deslumbrante recreación del mito literario de Robinson, creado por Daniel DeFoe, narrado por una mujer que compartió con el personaje un año en la isla desierta y en su relato concede prioridad a la figura del negro Viernes. La leí y me quedé prendado. Algunos que entonces disfrutamos con las generosas sugerencias del libro, hicimos de Coetzee un autor de culto, un referente de la narrativa en lengua inglesa. Puedo decir con orgullo que la apuesta fue acertada. Creo haber leído todo o casi todo lo que Coetzee ha escrito en los dos últimos decenios y nunca, ni una sola vez, me ha defraudado.
J.M. Coetzee es un grandísimo escritor que, al contrario de otros de su misma talla, no requiere de códigos para entrar en sus libros. Al lector le basta con dejarse guiar por la fluidez de su prosa ceñida, y sin apenas darse cuenta se encontrará inmerso en los pliegues de una red verbal en la que conviven lo auténtico y lo falso, la razón y el delirio, el bien y el mal, la luz y las tinieblas, la lucidez y la locura, tensiones de los extremos que urden la esencialidad de la obra de Coetzee. Resulta asombrosamente fácil leer a Coetzee y ser seducido por su poder de convicción. A quienes no lo hayan experimentado, les invito a que ahora hagan la prueba. La mayoría de sus fabulaciones son alegóricas y también hay alegorías en los libros explícitamente autobiográficos (“Infancia”, “Juventud”), pero en ningún caso entrañan la menor dificultad de interpretación. Me atrevo a decir que en Coetzee lo complejo no está en aquello que sucede ante los ojos del lector, sino en el aire que filtra los pulmones de cada una de las historias y le llega a uno como un vaho tenue que asciende desde el fondo insondable de su espíritu creador. Coetzee escribe desde el corazón de su mundo sudafricano, un territorio real de xenofobia y violencia que él, al igual que su colega y también Nobel, Nadine Gordimer, traslucen de muy diversas y sutiles maneras. Esa realidad en extremo conflictiva es el núcleo de “Vida y época de Michael K.”, o aparece con solapada brutalidad en un magistral pasaje de “Desgracia”, cuando la hija del desterrado protagonista es violada en su granja y aquella tierra, semillero de miserias y ahíta de sangre, parece enmudecer a su espanto.
El gran viaje que el fabulador Coetzee emprendió desde su primera novela hasta el día de hoy es hacia sus raíces hundidas en lo profundo de esa tierra paradójica a la que ama y reprocha, desde el amor, que se erija en un infierno plagado de dramas humanos. Ahí está “La edad de hierro”, la historia de la amistad de una mujer corroída por el cáncer con un vagabundo negro que ha buscado refugio en su cobertizo. Lo ambiguo de esa relación prohibida se transmuda en virulento testimonio de maligna y tal vez insuperable tragedia social que determina el imaginario de Coetzee.
Así que me reafirmo en lo dicho: el Nobel bendice la obra sin mácula de un creador auténticamente grande, ajeno a toda frivolidad, insobornable en sus principios literarios y morales, que, según pienso, estaba ya inserto en la historia y en este momento honra al premio que recibe.