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El músico se sentó al piano y revolucionó el panorama en la Puerta del Ángel de Madrid. (Foto: Ángel de Antonio)
C iudad Juárez, Chihuahua. 18 de julio 2009. (RanchoNEWS).- Jerry Lee Lewis es más que historia: es leyenda. Una de esas figuras incuestionables que es más grande que la vida. El último, junto a Chuck Berry, de una generación que inventó el rock and roll y lo convirtió, casi sin querer, en el gran movimiento juvenil del siglo XX. Pero tiene 73 años, y se va a verle sólo porque hace 16 que no pisaba un escenario español. O acudes para presentar tus respetos o con un punto casi necrófilo, como los que visitan Cuba antes de que muera Fidel. Es al final, el intento de respirar algo de una época que ya ha desaparecido. Una nota de Iñigo López Palacios para El País:
Lewis es, a tenor de lo visto ayer en Madrid, atractivo para un público heterogéneo pero no precisamente juvenil. Roqueros cuarentones, rockabillys tatuados, frentes con entradas y ganas de estirar el bolsillo, que los precios, entre 45 y 65 euros, tampoco son populares. Pero un día es un día. Y no se sabe si ésta puede ser la última visita. Cuentan que el rockero ha pedido dos cosas: una silla de ruedas en la recepción de su hotel, para no hacer esfuerzos en la calle, y una bicicleta estática en su suite, para mantenerse en forma.
A la hora anunciada aparece su banda en el escenario de los Veranos de la Villa, un cuarteto dirigido por Kenneth Lovelace, un guitarrista que lleva con él 43 años. El calentamiento, una serie de rock and roll, tan competentes como rutinarios, se hace largo, y al cabo de media hora hay hasta tímidos silbidos de impaciencia.
De repente sale él. Jerry Lewis, The Killer. Sin aviso ni presentación. Camisa roja, frágil y encorvado, de paso renqueante pero aún retador. De aquellas fotos que todos hemos visto sólo conserva el pelo rebelde y el ego de estrella. Hoy lo grandioso de él es su repertorio. Ni sueñes con esos momentos en los que quemaba el piano. Ni siquiera es capaz de tocar de pie. Da igual, todo el rock le pertenece. Es el dueño, quizá el único legítimo, de canciones que existían cuando la mayoría de su público no había nacido. Cabalga con la dignidad del viejo vaquero por Georgia on my mind, Swett little sixteen, You win again, de Hank Williams, Roll over Beethoven, de Chuck Berry, y, por supuesto, su gran himno, Great balls of fire. Country o blues, rock o boogie, todo es suyo. El León ya no se levanta, pero aún mantiene el pulso firme y reconocería su forma de tocar el piano entre un millón. En su voz aún queda el regusto de aquella garganta poderosa.
Tomado de forma individual fuera de contexto, el directo de Lewis no es más que un acto de nostalgia. Pero ese noble anciano es el hombre que le disputó el trono a Elvis Presley. Y aunque parezca mentira, sigue vivo.
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