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La escritora argentina. (Foto: Guadalupe Lombardo)
Ciudad Juárez, Chihuahua. 10 de julio 2010. (RanchoNEWS).- Es una loca. Lo dice rápido y se ríe. Nadie se asusta cuando la joven de apellido griego confiesa su locura por las gramáticas. Sólo se escucha el chirrido de la máquina de café en el bar de Palermo. A Mariana Dimópulos, escritora y traductora, le gustan las lenguas. Bracea por las aguas de los idiomas que maneja –inglés, alemán, latín y griego– con el infinito placer de quien puede sumergirse largas horas en la batalla de un partido de ajedrez lingüístico. Si la escuchara hablar aquí y ahora doña Carmen, un personaje de un pueblito español que aparece mencionado por la protagonista de Cada despedida (Adriana Hidalgo), probablemente le diría lo mismo que dice en el libro: «Niña, habla despacio, ¡qué acento tienes!». Dimópulos ha capitalizado con creces ese amargo reproche que supo cosechar cuando anduvo errando por la vieja Europa. Con la narradora de su segunda novela, una muchacha que reconoce ser una mentirosa casi compulsiva que huye de todas las ciudades, trabajos, hombres y amigas, compartió «el síndrome de la valija». En la ficción hay una mujer de 23 años que se siente viejísima y no puede permanecer en ningún sitio. En Buenos Aires se despide de la carrera de biología. Y deja a su familia, a sus hermanos y a ese padre que sentencia: «Allá tampoco vas a ser feliz». El peregrinaje arranca por España, entre Madrid y Málaga, y sigue en Alemania (Heilbronn, Heidelberg y Berlín). Pero el mal de la valija no la deja en paz. Una entrevista de Silvina Friera para Página/12:
La protagonista de Cada despedida no se cansa de dar vueltas. Siempre quiere llegar, aunque sea incapaz de dormir en la misma cama, sentarse en la misma silla, habitar una habitación. «Bastaba con detestar un poco a la gente sin tener nada, ninguna ligazón: lo atado, desatarlo, lo contraído, denegarlo –asegura esa joven vieja–. Entonces llega el momento triunfal, cuando las valijas ya están armadas y uno se sube al último coche, cierra la última puerta». Cuando regresa diez años después, cuando se encamina, tal vez, a cerrar la última puerta, su padre ha muerto. Quiere echar raíces en la granja Del Monje, cerca de El Bolsón, junto a un hombre. Pero hay un crimen. La novela empieza con un cadáver en un living. Las peripecias de sus viajes, de sus fugas, están construidas a partir de magníficos retazos que Dimópulos dosifica neutralizando deliberadamente la temporalidad. Todo parece suceder simultáneamente en el presente, como si los fragmentos de esos itinerarios fueran el mejor mecanismo para indagar sobre el asesinato de Marco, el único hombre al que ella amó. O creyó amar.
«La loca de las gramáticas», licenciada en Letras de la Universidad de Buenos Aires, nació en 1973. A los 25 años tuvo una certeza: quería leer a los filósofos de la escuela de Frankfurt. Viajó a Alemania para cumplir ese deseo. «Me fui, busqué y encontré la lengua alemana», resume la autora de Anís (Entropía), que vivió por la tierra de Goethe entre 1999 y 2005. «La traducción tiene su costado amoroso; cuando estoy traduciendo, no puedo escribir. Soy súper clásica, puedo hacer pocas cosas a la vez. Vine con un handicap, con una limitación al mundo. Pero supongo que para escribir no está tan mal», bromea Dimópulos ante Página/12.
¿Se podría decir, citando parte de la frase de Pascal con la que abre la novela, que toda la desgracia de los hombres viene de una sola cosa, que es no saber permanecer en reposo en una habitación?
El tema de la novela es la pregunta sobre quedarse quieto o moverse. Lo que me interesaba cuestionar era el movimiento del mundo moderno, que en algún momento se identificó con el progreso, pero que de pronto dejó de ser garantía de nada. Y quizá es todo lo contrario. El planteo de Pascal es conservador: él está por el lugar y por el quedarse quieto. La novela es sobre una persona que se mueve todo el tiempo. La cita de Pascal es como una primera jugada, una invitación a pensar. El problema de moverse o quedarse está basado en mi inquietud personal. Yo también sufro de verdad por la inquietud de moverme.
¿Qué pasa con la lengua de alguien que se mueve?
La lengua propia es una continuidad necesaria; aunque uno no quiera, la lleva a todos lados. La lengua es una suerte de quietud, un lugar; puede sonar un poco especulativo, pero en el nivel vivencial está la importancia de encontrarte con alguien que habla tu propia lengua cuando se vive en el lavarropas de la lengua extranjera, que todo el tiempo te está pidiendo cosas a las que no podés responder. Encontrarte con una persona que habla tu lengua abre una especie de lugar. No por eso hay que convertir a la lengua en una cuestión supra ideológica. No creo que haya una materialidad necesaria para decir ciertas cosas en una lengua o en otra. Un traductor debería pensar eso, si no estaríamos fritos (risas). En estos momentos la lengua alemana es un lugar de alegría, de goce. Me encanta mandarme mailes con mis amigos alemanes y escribir en alemán por el juego de poder decir cosas que son distintas que en castellano.
¿Por qué alguien con 23 años se siente vieja? ¿Moverse envejece?
Sí, sin duda. Le pasa a cualquier persona que es melancólica; a personas que no creen en el paquete que te venden cuando terminás la adolescencia, pero al que tenés que entrar necesariamente. Cuando no se quiere hacer ese tipo de pactos, hay una sensación de melancolía, de distancia con el mundo, que es una forma de sentirse viejo. La vejez plantea el hecho de estar «mucho más allá», pero la protagonista de la novela está mucho más acá, nunca pudo entrar. Moverse en cierto sentido te envejece porque acelera procesos. Pero también es al revés. Cuando vivís afuera, sentís que el tiempo no pasa en tu lugar de origen, que siempre mantenés como una pantalla paralela. Es una fantasía, pero esa fantasía opera.
¿Por eso tiene más importancia en la estructura de la novela el espacio que el tiempo? ¿Para generar la fantasía de muchos lugares en un mismo presente?
Como era un libro sobre el lugar, me gustaba quitarle al tiempo cualquier tipo de protagonismo. En el policial clásico el crimen está en la primera página; después aparece toda la tarea de reconstruir lo que pasó. Uno recuerda en fragmentos; todo es presente porque lo traés al presente al recordarlo.
Dimópulos tiene dos novelas sin publicar: Movimiento y reposo –que cuenta que surgió después de leer una biografía sobre Kant–, y La propia sangre, sobre dos hermanos griegos. Su abuelo paterno nació en Grecia y llegó al país en los años ’30 del siglo pasado. Aunque su padre nació en la Argentina, aprendió a hablar castellano a los seis años en la calle de un pueblo cerca de Rosario. «La parte griega de mi familia es muy griega», subraya. «Eran muy pobres; mi papá se duchó por primera vez a los 15 años en Buenos Aires –recuerda–. Ahora que estoy más vieja, me doy cuenta de que son cosas que no te olvidás. A mí no me tocó vivir la pobreza, pero algo de esa experiencia de la pobreza me llega; está en mi ADN», admite la escritora. «El melancólico siempre está fuera de algo. La protagonista de mi novela no es una melancólica quejosa; es escéptica –aclara–. Me parecía literariamente más lucrativo ese escepticismo. Ella pone todo el tiempo en cuestión los fundamentos básicos de lo que llamamos el sentido común, que también es necesario para vivir. La distancia alimenta el escepticismo.»
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