Rancho Las Voces: Textos / Carlos González Herrera: «La metahistoria o el relato como verdad o ficción»
LA QUINCENA RETORNARÁ CON LA EDICIÓN 21 EL 19 DE ENERO DEL 2025 Las cinco ediciones más leídas del 2024 / 20

sábado, enero 01, 2011

Textos / Carlos González Herrera: «La metahistoria o el relato como verdad o ficción»

.
Portada del cuarto número de la revista. (Foto: RanchoNEWS)

C iudad Juárez, Chihuahua. 15 de diciembre de 2010. (RanchoNEWS).- El presente texto fue leído por el historiador Carlos González Herrera (El Colegio de Chihuahua/UACJ) en la Mesa redonda titulada Ficciones y metaficciones en la literatura, la historia y el derecho, realizada este día en el Teatro Experimental del Centro Cultural Paso del Norte en esta frontera, con motivo de la presentación del cuarto número de la revista Paso del Río Grande del Norte:

Me pidió Ricardo León que me integrase a esta mesa en la que se presenta el número cuatro de la Revista que él y Margarita (Salazar) animan, y que tiene un título que podría ser un cuento corto.

Comparto con gusto el momento con mis compañeros Ricardo Vigueras y Jesús Camarillo pero poco seguro de lo que voy a decir.

El título de la sesión a la que nos convocaron es Ficciones y metaficciones en la literatura, la historia y el derecho. Ya de arranque uno se pone a pensar si es pertinente o acaso posible intervenir aquí, como el que representa a la historia, puesto que los historiadores estamos formados en la idea de que la historia se practica como disciplina, precisamente como una alternativa «objetiva o con base científica» a esa otra aproximación de la realidad que es la ficción. De hecho en la práctica profesional una forma de denostar o dudar del valor de una obra histórica es acusarla de ficción. Es decir «fuera de la realidad».

Como norma, lo más certero que tengo son mis dudas; por ello no tengo ni la seguridad ni la osadía de venirme a pelear por la bandera de que la historia no es ficción, o es siempre verdad. Tampoco estoy convencido de que la inclinación que sugiere el título de la mesa, cercana a la crítica literaria o a los estudios culturales, sea la adecuada. De hecho, admito ante ustedes, que me ha llegado a cautivar la idea de lo que, en algún momento, se han nombrado «las nuevas humanidades» que llaman al derrumbe de los muros que separan las disciplinas a favor de una gran narrativa humana; para luego sentir algo de vergüenza y pensar que quizá esa acción nos está llevando al «asesinato de la historia» como disciplina.

Finalmente el propio Ricardo León me sugirió una reflexión sobre Hayden White. Formado como historiador a la «antigüita» en 1973 publica su obra más conocida, Metahistoria. Esta obra marca la legalización, por así decirlo, del acercamiento entre la historia y la literatura y era un intento de respuesta, de White, a los cuestionamientos que académicos ligados a la filosofía estructuralista, habían formulado acerca de la validez del conocimiento histórico, entre ellos Levi-Strauss, Roland Barthes, Jaques Derrida, Michel Foucault.

Animado por el éxito de Metahistoria en 1973, publicó en 1978 Tropics of Discourse, El contenido de la forma. Narrativa, discurso y representación histórica en 1987 y Figural realism en 1999.

Sintéticamente, siendo groseramente sintético, les diré: White hace dar un brinco a la filosofía de la historia al presentarse como un historiador al que no le preocupa el pasado como una búsqueda de acontecimientos que deben someterse a examen; tampoco como hechos que deben establecerse; tampoco como la explicación de dónde y cuándo sucedió tal o cual cosa. PERO por sobre todo, propone que la escritura no es un simple medio de decir las cosas, que no hay neutralidad en la escritura y que ésta no es algo externo a la historia misma. ¿Por qué? Porque para White la escritura de la historia es la médula de la práctica de la historia. La escritura pone en un mismo nivel a la historia y a la ficción, son un mismo género porque ambas utilizan una estructura narrativa. Ambas pretenden producir relatos dotados de trama y su objetivo es la experiencia humana en el tiempo. Para White, la manera de escribir la historia es la forma en que se le comprende.

¿Pero a qué conclusiones prácticas nos puede llevar esta propuesta? ¿Si escritores de ficción e historiadores forman parte de un mismo género significa que a los historiadores no se les lee simplemente porque resulta que son malos narradores?; ¿a los literatos no se les debe tomar en serio por su falta de compromiso con los datos duros de la realidad concreta? ¿Por qué en las librerías se siguen separando los estantes de la literatura y la historia? ¿La Revista Paso del Río Grande del Norte es una publicación de narrativa y ¡ya!, o es una publicación que combina ficción y no ficción. O sea cosas ciertas y otras que no lo son?

Imposible valorar las implicaciones de la propuesta de Hayden White.

Un poco tarde pero déjenme proponerles otra aproximación al asunto. Aun si aceptáramos que, por un lado, la historia se encarga de narrar los hechos reales, sustentando cada dicho con un pie de página que haga referencia a un documento de archivo; y por el otro lado la literatura se dedica a narrar ficción, hechos no reales, tendríamos la oportunidad de preguntarnos de la posibilidad de que ambas, historia y literatura, estén diciendo la verdad sobre la realidad. Dicho en las palabras de Mario Vargas Llosa, estamos ante «la verdad de las mentiras».

Puestos en esta avenida más transitable, gracias al novel Nobel de Literatura, podemos aproximarnos al asunto por un par de afirmaciones claras y útiles:

1. La historia y la literatura están unidas por la intención narrativa, por su atadura a la experiencia humana y por su necesidad de fincar una temporalidad. Ello no significa que ambas cumplan con «obligaciones» disciplinarias. Por ejemplo, en una novela sobre la independencia podemos renombrar a Miguel Hidalgo y llamarle Arnulfo Noble. Un historiador no puede darse esas licencias, a menos que ya hayamos decidido acabar con cualquier forma de conocimiento compartido, como comunidad nacional, del pasado.

2. La historia y la literatura, narrando la una en no-ficción y la otra en ficción, pueden decir ambas la verdad. Pero verdades distinguibles y con objetivos diferentes. Aun llena de mentiras, «la literatura cuenta la historia que la historia que escriben los historiadores no sabe ni puede contar». (1)

A la sombra de esta propuesta podemos trabajar de una manera más amable y fructífera y alejarnos de un sentido común generalizado y que se pasea, quizá de manera silenciosa, tanto entre el escaso público lector o en las aulas universitarias y que dice: el o la escritora de literatura escribe bien aunque no diga la verdad, el o la historiadora escribe aburrido pero al menos dice la verdad de lo ocurrido.

Hablo ahora como historiador. De hecho no puedo hablar de otra forma. Creo que es una falsa coraza con la que nos defendemos, diciendo que nosotros nos dedicamos a desenterrar la verdad y que ello no se puede hacer con narraciones festivas y atractivas, sino con un aparato crítico estricto y con un lenguaje severo. No creo que esta defensa de la verdad sea suficiente para escudar nuestra manera de narrar (Narrar es alejar… al lector). Me bastaría pensar en que al paso de los años, los poderosos al querer ocultar la verdad han censurado de manera abrumadora mucha más literatura que libros de historia.

¿Qué debe aprender el historiador de ese mensaje que propone la metahistoria al insistir en que la escritura es central y definitoria? Bueno, pues en principio pensar que en la literatura, pienso sobre todo en la novela, al mentir cuentan una parte de la historia o si se quiere, de la verdad.

Un gran historiador, que provenía de la filosofía y del derecho, don Edmundo O’Gorman decía que para que el historiador entendiera el pasado como fenómeno humano debería de aceptar que la historia era lo que había ocurrido pero también lo que pudo haber ocurrido. Esas opciones formaron parte de la incertidumbre y las angustias y de la libertad de las personas y sociedades que el historiador trata de entender y recuperar para el presente. Bueno pues esa amplitud de miras hay que tener para comprender lo que la literatura aporta a entender la historia y la verdad.

Gracias a que la novela no se dedica a decir la verdad histórica, nos permite contemplar a los seres humanos tal como somos: unos tipos que usualmente estamos infelices o inconformes con nuestra situación y gastamos parte de nuestra creatividad en dibujar una vida diferente a la que vivimos. La historia rara vez puede atrapar este nivel de la vida humana. Gracias a la ficción, a la literatura, hay una narrativa dedicada a la no resignación, a la insatisfacción.

Encontramos más confort en la literatura porque la verdad de sus mentiras nos consuelan y nos desagravian y, a diferencia de la historia, no nos va a contar la realidad tal como fue, la va a transformar. Hay pues en la literatura un principio de subversión que fascina aún al más conservador e inmovilista: la posibilidad de mejorar la realidad, de hacerla menos lejana e inamovible.

Ante ello el historiador suspira frente a una lucha perdida, su obra nunca será capaz de compensar las insuficiencias de la vida, la literatura sí. Por ello, es una lucha que no vale la pena dar. Cito textual a Vargas Llosa: «Sólo la literatura dispone de las técnicas y poderes para destilar ese delicado elixir de la vida: la verdad escondida en el corazón de las mentiras humanas».

Con lo dicho podemos además proponer otras dos diferencias importantes: entre la literatura y la historia hay una distancia en lo que llamaríamos una suerte de ética profesional. O mejor dicho, la ausencia para la literatura de esa ética que al historiador lo obliga a distinguir entre la verdad y la mentira como cosas totalmente excluyentes. En una novela, en todo caso esa diferencia es estética, pero no ética. La segunda, como consecuencia, debemos admitir que la historia es esclava de la realidad histórica y de los recursos materiales para contarla. La literatura ejerce una soberanía sobre la verdad positiva y la realidad histórica puede jugar con ellas, rebelarse ante ellas, transgredirlas y cambiarlas.

Mis fijaciones profesionales me obligan a llegar a algo así como una conclusión. Por lo dicho hasta aquí, de manera tan des-hilada, pareciera que el camino es la fusión historia con la literatura y que la primera renuncie a sus convenciones y ataduras (cosa que ahora sugieren no los radicales de izquierda influidos por el post-estructuralismo sino por representantes de un liberalismo bastante conservador como Enrique Krauze: escribamos historia sin citas).

No estoy proponiendo eso. De hecho pienso firmemente que la literatura como ficción y la historia deben seguir produciendo dos discursos separados, la eliminación de las fronteras podría ser un síntoma no sólo de confusión metodológica sino de algo peor. Me explico. Usando aquella diferencia establecida por el filósofo Karl Popper que nos indicaba que hay sociedades abiertas y otras que no lo son, creo que es sano mantener las fronteras entre las dos narrativas. Aunque tanto la historia como la literatura tengan el mismo objetivo, entender al ser humano en tiempos y espacios determinados, deben ser practicadas por artesanos de dos gremios que pueden entenderse y colaborar, pero que son independientes. Lo son porque una sin la otra empobrece el entendimiento, le restan nitidez al espejo frente al cual el hombre se ve, reflexiona y sueña.

En sociedades totalitarias, del tinte que sean, la confusión entre la ficción y la historia es una herramienta para restringir la libertad, que destruye la posibilidad de ofrecer la verdad de la historia, científicamente cimentada; y deja sin la verdad liberadora y subversiva de las mentiras de la literatura.

Esa confusión y suplantación de la una por la otra es propia de muchas culturas del pasado, y sigue presente en sociedades que nos han sido o son contemporáneas. México sigue tratando de salir de ese laberinto propio de regímenes que exigen para sí el derecho de controlar al hombre. Esos regímenes entienden muy bien que no basta controlar el actuar humano del presente, del día a día, sino que es preciso gobernar sobre el pasado y la memoria, así como sobre las ilusiones y fantasías. Es decir sobre la verdad histórica y la verdad literaria. Las revoluciones del siglo XX cuando se convirtieron en gobiernos lo han intentado con más o menos éxito. Han impulsado una historia oficial, impregnada por la ficción que es justificar el presente a como dé lugar; pero también han establecido los realismos literarios para que los escritores se ciñan a una sólo fantasía, la real, la verdadera la del poder. Han intentado matar a la historia y a la literatura haciéndolas una y condenándolas a propagar verdades a modo.

Por ello es importante que al pensar en las propuestas de la Metahistoria se hagan pensando en que el campo común entre historia y literatura no sólo es la escritura, sino el ser humano que requiere para vivir tanto de verdades como de ficciones. Tenemos que mantener una batalla permanente porque las verdades de la historia se escriban en libertad, y las mentiras o ficciones de la literatura sean creadas libremente. Ése es el gran campo común de historia y literatura, si a esa conexión algunas llaman metalenguajes… sea pues.


(1) En la mirada de Villa había la furia suficiente para atravesar el corazón de un hombre y hacerlo caer muerto en el instante o La infanta de Francia era tan blanca que se veía pasar el vino por su garganta. Ambas afirmaciones son técnicamente imposibles, no sustentables en un documento de archivo, pero son un plano de la verdad de una fuerza incontestable.

REGRESAR A LA REVISTA