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Cabeza de campesino catalán (1924), Joan Miró. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua, 12 de abril 2011. (RanchoNEWS).- La galería Tate Modern acoge a partir del jueves una exposición dedicada a Joan Miró (1893-1983), el más abstracto y puro de los surrealistas, a quien muestra no sólo como un continuo experimentador sino también como un hombre sensible a la tragedia de la guerra civil y la dictadura españolas. Una entrega de EFE de Joaquín Rábago:
La muestra, que ha sido coorganizada por la Fundación Joan Miró, de Barcelona, adonde viajará después de Londres, lleva el título de una de sus obras más emblemáticas, La Escalera de la Evasión.
A diferencia de la obra de muchos surrealistas, cuya retórica parece haber envejecido, la de Miró resulta, a la vista de las más de 150 obras reunidas, tan fresca como el primer día.
La exposición, que podrá visitarse en Londres hasta el 11 de septiembre, traza un gran arco desde sus primeras pinturas, los paisajes de Montroig, de un realismo casi naïf, profundamente marcadas por la identificación con el terruño, hasta los grandes trípticos abstractos del final, pasando por la llamada Serie Barcelona y las poéticas Constelaciones.
En esa primera etapa, que va desde 1917 hasta 1923, claramente influida por el aduanero Rousseau, el colorido de los fauves y el cubismo, están ya presentes muchos de los elementos que, oportunamente liberados, marcarán de una forma u otra toda su obra.
En esas primeras creaciones se siente la tensión entre la tradición rural catalana y las presiones de la industrialización urbana. Como explica a Efe Marko Daniel, uno de los expertos de la Tate, la identidad catalana del artista es, sin embargo, un «proceso complejo», como lo demuestra su afirmación de que preferiría morirse de hambre en París que ahogarse en la atmósfera provinciana de la Barcelona de entonces.
El «engrudo del realismo» que contribuye a la cohesión de muchos de los elementos presentes en esa primera etapa se disuelve muy pronto y esos detalles van cobrando vida propia en obras posteriores, señala Daniel.
Así ocurre con las obras que tienen como motivo la cabeza de un campesino catalán, un payés, cuya figura arquetípica Miró reduce a un conjunto de signos: una cabeza triangular, unos flecos de barba y la barretina que facilita su identificación con Cataluña.
O los misteriosos paisajes animados, de 1926-27, en los que se simplifican radicalmente las formas en enormes campos cromáticos, que hacen recordar otra afirmación del artista según la cual no tenia sentido dar más importancia a una «montaña que a una hormiga».
La feroz represión de la rebelión en Asturias y la supresión del estatuto catalán, que iba a dar paso a la guerra civil y a la posterior dictadura franquista, inspiran a Miró cuadros que reflejan una angustia y un dolor profundos con personajes guiñolescos que recuerdan el mundo del Ubu Roi de Alfred Jarry.
Una obra fundamental creada en plena guerra civil es la titulada Bodegón con Zapato Viejo, de la que el propio artista escribiría después que contiene todos los símbolos trágicos del período: una miserable hogaza, un zapato viejo, una manzana perforada por un tenedor y una botella que parece arder.
Tras la derrota de la República y exiliado ya en Francia, Miró produce la llamada «Serie Barcelona», cincuenta litografías que representan a ogros, dictadores y a víctimas de la represión franquista, serie que cubre una de las paredes de la exposición.
Siguen las Constelaciones, que completa en el primer semestre de 1940 antes de que la invasión alemana le obligue a regresar a España para iniciar una larga etapa de «exilio interior» en Mallorca, que durará hasta la muerte de Franco en 1975.
Con todo, Miró viaja a Nueva York en 1947 y vuelve a visitar París al año siguiente, y comienza a crear esculturas a base de objetos encontrados, una de las conocidas prácticas surrealistas, de los que se muestran también algunos ejemplos en Londres.
La Tate se enorgullece justamente de haber logrado reunir por primera vez cinco trípticos monumentales creados entre 1961 y 1974 por un Miró inspirado en los grandes formatos del expresionismo abstracto norteamericano y posibilitados por las dimensiones del estudio que creó para él en Palma de Mallorca Josep Lluis Sert.
El intenso colorido de los titulados Azul I, II y III, de 1961, y los Murales I, II y III, contrasta con otros trípticos: «Pintura sobre Fondo Blanco para la Celda de un Solitario» o «La Esperanza de un Condenado» (1974, año de la ejecución del anarquista catalán Salvador Puig Antich), ambos de la Fundación Miró, cuya simplicidad de líneas parecen invitar a la meditación zen.
La serenidad que transmiten esas pinturas está a millas de distancia de la rabia que desprenden las «telas quemadas» de finales de los sesenta –años de la revolución estudiantil europea y de protestas en España contra el régimen– o la fuerza explosiva del tríptico «Fuegos de Artificio», creado cuando el artista era ya octogenario.
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